Diego Genoud

El peronismo de Cristina


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que cumplía Cristina. Sin ella, también para él todo hubiera resultado más traumático.

      La familia Kirchner era un cuadrilátero de bordes irregulares. El matrimonio, una sociedad política exitosa con roles específicos, había funcionado durante más de dos décadas hasta que Kirchner murió: desde la intendencia de Río Gallegos hasta la asunción de Cristina como sucesora de Néstor, con el bastón presidencial como lazo de un pasaje conyugal. Si Máximo era el heredero cantado que debía ocupar el lugar del padre, Florencia era la encarnación del rechazo a la política y a sus costos más dramáticos. Como si fueran el agua y el aceite, la adicción a la política contrastaba con una directora de cine que estaba hastiada de la disputa por el poder. Después de la muerte de su padre y de la avalancha de causas judiciales contra su madre, la hija menor del matrimonio comenzó a repudiar más que nunca el mundo en el que habían trascendido los Kirchner. En paralelo, quedó involucrada en la cartelera de Comodoro Py y fue procesada en dos expedientes judiciales elevados a juicio oral con el nombre de los hoteles de la familia: Los Sauces y Hotesur.

      Más allá de la relación conflictiva con su madre y su hermano, Florencia estaba en una posición de debilidad manifiesta ante la guillotina tendenciosa de los tribunales federales. Permanentes aliados del poder, ensañados con el pasado que ellos mismos encarnaron, activos con los desposeídos, indulgentes con los inquilinos de la Casa Rosada y el establishment. Para eso habían sido creados los juzgados oscuros de Comodoro Py.

      Cuando Stiuso actuaba a sus órdenes, cuando el operador judicial del peronismo, Javier Fernández, ejecutaba la partitura que se escribía en la SIDE, cuando Darío Richarte y Diego Pirota defendían a los funcionarios kirchneristas con las armas del derecho y el espionaje, Cristina actuaba como si no hubiera un mañana. Creyéndose portadora de una esencia democratizadora, había ido demasiado lejos con sus arengas de reformismo y los servicios de inteligencia que le respondían habían tocado el cable de alta tensión de la familia judicial. Eso le empezaron a cobrar incluso antes de perder el poder, cuando las facciones de la mafia se reorganizaron en torno a un eje que ligaba al espionaje criollo con los jueces y fiscales de Comodoro Py y los medios de comunicación opositores al kirchnerismo. Los lobistas del Grupo Clarín aceleraron con la presión, y el peronismo prolijo encontró un terreno inmejorable para avanzar contra esa viuda que lo ninguneaba. Pero mientras Cristina contaba con una base de popularidad irreductible y Máximo se integraba a la Cámara de Diputados, Florencia vivía a la intemperie y no tenía fueros. Algunos dirigentes del PJ que hoy están sentados en el Frente de Todos lo decían sin ninguna vergüenza: “Ella tiene que entender. Si quiere a sus hijos libres, lo que tiene que hacer es bajarse”. Don Corleone se paseaba por las mesas de los hoteles de Retiro.

      Tantas veces anunciada, la vendetta del peronismo judicial quedó desactivada de la noche a la mañana por una dirigente cansada de ser extorsionada con un pacto para el que no le ofrecían nada. Por medio de un video, con la voz de CFK grabada en off sobre una música de melodrama, los jueces federales y el peronismo de la minoría se desayunaban con la anchoa de los hechos consumados. El 14 de marzo de 2019 se conoció la noticia: “En Comodoro Py, no solo se violan los derechos de los que somos opositores al gobierno de Mauricio Macri, sino que también se violan todos los derechos de nuestros hijos y nuestras hijas. Hemos presentado un certificado médico sobre el estado de salud de Florencia en los tribunales, en los mismos tribunales a los que ella, mi hija, concurrió cada vez que fue citada. He elegido la militancia política por formación y convicción. En cambio, más allá de sus convicciones, que las tiene y muy profundas, ella decidió otra vida, eligió otra vida”.

      Cristina puso a su hija a salvo de la ley del talión y logró burlarse así de un sistema mafioso que buscaba por la vía de la cárcel lo que no lograba en el terreno de la política. Pero no resolvió el problema de fondo: la incomodidad de Florencia con reglas de juego que le provocaban arcadas y su aislamiento con respecto a ese universo que incluía a su núcleo más íntimo. Lejos de su propia hija y de sus afectos, enemiga de las altas temperaturas, Florencia sufrió su prolongada estadía en Cuba y vivió los ocho meses de la campaña electoral argentina en un estado de rebeldía. A una salud debilitada, le sumaba el deseo de viajar a otro país para continuar con su tratamiento. La directora de cine no quería volver a la Argentina, pero tampoco estaba a gusto en la isla: custodiada, controlada y protegida de una manera que no siempre le agradaba. Más de una vez, la expresidenta recibió llamados desde La Habana que le advertían sobre la indisciplina de Florencia, más de una vez tuvo que viajar de imprevisto, más de una vez tuvo que alargar su estadía en Cuba. Solo un grupo reducido de personas sabe de las tensiones que debió superar.

      Cristina visitaba la isla por pura necesidad y también para ella las horas allí se hacían interminables. Cada vez que llegaba a La Habana, el gobierno cubano desplegaba en las calles un operativo de custodia que a ella le parecía desmedido pero era inapelable, con motos y policías que la escoltaban y confirmaban que su seguridad era una verdadera cuestión de Estado. Después, la expresidenta no salía de la residencia en la que vivía Florencia y prefería no hacerse ver. Nunca jamás se lanzó a recorrer el Malecón o a conocer lugares históricos. Como en Buenos Aires, aunque tal vez más, prefería mantenerse fuera del alcance público. Si lo hacía para evitar ser fotografiada por algún enviado del macrismo o porque no le generaba curiosidad, solo ella lo sabe. Lo cierto es que Cristina, en Cuba, no se relajaba. Recibía visitas de funcionarios del gobierno cubano, se reunía con Raúl Castro y atendía a excolaboradores suyos que pedían verla, como el ex CEO de YPF durante su gestión, Miguel Galuccio, un técnico formado en el sector privado que había logrado con ella un nivel de confianza envidiable. Se mantenía on line vía Telegram con Alberto Fernández, Máximo Kirchner, Axel Kicillof y sus dirigentes de máxima confianza. Quería volver, pero mientras estaba en el Caribe la expresidenta salía de una realidad asfixiante y lograba tejer un vínculo con un afuera que podía resultarle de utilidad.

      La senadora y el último líder de la Revolución cubana, Raúl Castro, tenían un largo vínculo que alcanzó su punto más alto cuando CFK viajó a la isla, en septiembre de 2015, para asistir a la visita del papa Francisco. Ese triángulo de relaciones todavía está vigente, en el doble plano de lo personal y lo geopolítico, pese a los años, la distancia y el segundo plano que eligieron los dos mandatarios cuando les tocó dejar el poder. El gobierno de Miguel Díaz-Canel paladeaba como una inmejorable noticia la derrota de Macri en las elecciones y el triunfo de una fórmula integrada por la madre de una de sus huéspedes destacadas. Diferencias al margen, lo mismo hacía desde el Vaticano el argentino Jorge Bergoglio.

      Fue en Cuba, durante la segunda quincena de marzo de 2019, cuando la senadora apuró las páginas de un libro que se constituiría en el otro hecho político importante del año. Sinceramente se trabajó en el más cerrado hermetismo durante más de un año y Cristina eligió a Sudamericana por sobre otras editoriales que le habían hecho ofrecimientos similares, incluso antes de las elecciones que perdió en 2017. Igual que sucedería después con el anuncio de Fernández como candidato, afuera casi nadie sabía lo que tramaba la senadora. Conté la novedad del libro que venía en El Canciller, el 7 de abril de 2019, dos semanas antes de que se conociera la noticia de un trabajo que CFK había iniciado por sugerencia del renacido Fernández. En La Habana, mientras el país se encaminaba hacia el primer pico de inflación del año (4,7%), Cristina corregía las páginas impresas de un best seller que animaría una industria editorial que vivía su propia crisis, lejos de la recuperación anunciada. Era la forma de ingresar en una campaña en la que ocuparía un lugar secundario y a la vez destacado, con un tono comprensivo, en busca de dejar atrás la polarización que –para ella– era sinónimo de derrota. Las 594 páginas de anécdotas, vivencias personales y lecturas autocomplacientes le servirían para transitar el año electoral en escenarios amables, rodeada de fieles que la aclamaban mientras el país de Macri –que no dejaba de venirse abajo– le servía de insumo fundamental para plantear la necesidad del regreso.

      Con Sinceramente primero y con Fernández como compañero de fórmula después, Cristina completaba una operación exitosa que tomaría por sorpresa a todos sus enemigos. Víctima de escuchas judiciales ilegales