Diego Genoud

El peronismo de Cristina


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vez más el cerco que se desplegaba a su alrededor. Horas infinitas de actores pendientes de sus movimientos, una energía digna de mejor causa y un despliegue formidable de recursos se confirmaban, una vez más, inservibles. Habituales demandantes de un ejercicio que jamás practicaron, alguien en ese triángulo debería esbozar alguna autocrítica.

      Cuatro años de gobierno de Macri no solo no habían alcanzado para borrar a la expresidenta de la política: habían logrado todo lo contrario. Tanto por mérito propio como por fracasos ajenos, el poskirchnerismo no había nacido en la forma en la que había sido, tantas veces, anunciado. Su lugar iba a ser ocupado por el experimento del Frente de Todos, una variante surgida de las entrañas de Unidad Ciudadana, que mutaba para convertirse en una oferta electoral mucho más amplia de lo previsto. Ubicada en el margen extremo de la política, a las puertas imaginarias de un chavismo expropiador, Cristina alumbraba una alquimia impensada. Subestimada por demás, la dueña de los votos se había convertido, también, en la dueña de la estrategia. Nacía el cristinismo de la conciliación con los brazos abiertos para reencontrarse con el PJ antikirchnerista y redundar en el intento de plantar un peronismo de centro. Con los gobernadores del PJ, con el Frente Renovador de Sergio Massa, con los movimientos sociales de la CTEP que se habían sentado a la mesa del macrismo, con apoyo de la Iglesia y con el sindicalismo que se había enemistado con Cristina entre 2011 y 2015. Un peronismo más pragmático que consignista, más dispuesto a contener la heterogeneidad sin señalar traidores, más atento a una economía atrapada en la restricción externa que al reino de lo simbólico, donde el kirchnerismo había sido taquillero sin poder ganar. Un neocristinismo capaz, incluso, de contemplar los intereses de las almas rabiosas del Grupo Clarín. Duele confirmarlo. Todo surgió de la expresidenta. Tuvo que ser ella la encargada de darles la llave del triunfo a los machos alfa del PJ que se debatían en la impotencia.

      Entre los especialistas en comunicación que trabajaron en la campaña del Frente de Todos circulaba la tesis de que el armado opositor edificado de manera vertiginosa en apenas dos meses había logrado cambios significativos, capaces de reconciliar al peronismo unido con la victoria. El primero había sido cambiar la pregunta impuesta por las usinas del oficialismo. Acicateado por una crisis aguda, que acumulaba diecisiete meses de recesión a la hora de ir a las PASO, el interrogante fundamental para el votante había dejado de ser si quería o no que volviera Cristina para pasar a ser si estaba dispuesto o no a que siguiera Macri, el culpable de una agonía prolongada para la mayor parte de la población. El segundo cambio tenía que ver con la composición del espacio opositor. Gracias al egresado del Cardenal Newman y a la prédica de su círculo de acero, toda la dirigencia que se había enemistado con la expresidenta había regresado a un PJ esclerótico que fenecía atrincherado en la sede de la calle Matheu. En torno al presidente del partido, José Luis Gioja, y a la mesa de acción política que recuperaba al veterano Rubén Marín, el peronismo volvía a abrirse a todos los emigrados. Me lo dijo el cuatro veces gobernador de La Pampa, con una lucidez envidiable, el 28 de octubre de 2018, casi un año antes del triunfo en las generales. En una entrevista para Letra P, Marín –que había sido amigo de Kirchner y había acompañado a Menem durante sus años en el poder– soltó una frase que resumía el espíritu de quienes veían gobernar a Macri con el peronismo en la banquina y no podían más que avergonzarse. La frase del pampeano fue breve y contundente: “Todos sabemos que, si no vamos unidos, nos van a cagar”. Sentada sola en su departamento de Recoleta, Cristina ya pensaba lo mismo.

      2. El eslabón perdido

      El 21 de marzo de 2020, el presidente Alberto Fernández sobrevuela en helicóptero el área metropolitana de Buenos Aires para verificar el cumplimiento de la cuarentena. Foto: María Eugenia Cerutti.

      Lo estuvo buscando durante más de diez años entre los escombros del primer kirchnerismo. Lo vio primero en Daniel Scioli, lo advirtió después en Sergio Massa y lo intentó finalmente con Florencio Randazzo. En los tres casos, invirtió energía, perdió tiempo y se dejó llevar por el rencor. Operador astuto y sin votos, con un notorio ejercicio del poder incluso desde el margen, Alberto Fernández buceaba entre los resentidos con Cristina Fernández de Kirchner con la misión de encontrar un candidato que la convirtiera en pasado, definitivamente. Lo hizo durante demasiado tiempo con una dedicación indudable hasta que, a fines de 2017, el triunfo legislativo de Mauricio Macri en todo el país lo obligó a cambiar. El exjefe de Gabinete se hartó de ser uno más en la vidriera de los políticos testimoniales, diluido en los marcos de un pejotismo estéril, y comenzó a desandar un camino que lo llevó de regreso al origen.

      Entre pragmático y poco idealista, se resignó a las evidencias de un mapa astillado en el cual, sin embargo, distinguía una isla de legitimidad en torno a la expresidenta. Decidió insistir a su manera en que el peronismo del futuro no tenía mucho para inventar y solo podía nacer de una reconstrucción de sus pedazos. Visto desde el presente, la larga década perdida de Fernández alrededor de proyectos más o menos ambiciosos y frustrados no fue en vano. Se trató de un largo tiempo de maduración en el error que al exjefe de Gabinete le sirvió: solo después de completar la vuelta al pequeño mundo de los candidateables pudo ver con mayor perspectiva. El nombre de la victoria no podía ser un menemista pleno como el primer Scioli, un marketinero de la mano dura como Massa, ni un envenenado en el resentimiento como Randazzo. No podía ser tampoco alguien que rechazara en bloque la estela de los largos años kirchneristas, que no hubiera sentido en el cuerpo la experiencia física de estar haciendo historia, algo que él mismo había vivido en el amanecer de un proyecto que creyó refundacional. Lo viejo, pareció entender Fernández a fuerza de fracasos, vivía en las opciones que se presentaban como lo nuevo sin sustento y las condicionaba hasta volverlas estériles.

      Lo que Fernández buscaba, así lo decía, era el “eslabón perdido” que unía al kirchnerismo con el peronismo. No era apenas una suma de dirigentes desperdigados, ni de corrientes de opinión, ni una mera repetición: era también una nueva resultante para salir del estancamiento. Después de haber vivido las etapas intensas del menemismo y el kirchnerismo como ciclos en los que el peronismo se adaptó –tal vez, con sabia mansedumbre– a una época global, los epígonos de Perón debían alumbrar una nueva era. Esta vez, sin embargo, las coordenadas del ensayo por venir aparecían mucho más difusas, un límite elocuente que debería padecer en el poder el elegido para la nueva etapa.

      En más de una entrevista de esas que dio y nadie recuerda, el profesor de Derecho Penal de la UBA llegó a decir que el nombre de esa síntesis podía ser Scioli. Corría el lejano 2012, Fernández ya no tenía nada que ver con CFK y el rencor entre los dos parecía eterno. Mientras el exjefe de Gabinete era un invitado repetido hasta el hartazgo en los programas de TN y se mostraba cerca del entonces gobernador bonaerense, Horacio Verbitsky lo fulminaba en Página/12 como un “Sancho sin Quijote” que operaba desde el Hotel Faena con los empresarios Héctor Magnetto y Mario Montoto para posicionar al exmotonauta como candidato a presidente. Justo lo que finalmente hizo Cristina a puro dedazo, cuando ya Fernández estaba afincado en el comando de campaña de Massa.

      Después de 2015, Alberto decidió tomar distancia del exintendente de Tigre y cruzó un límite que el líder del Frente Renovador consideraba una herejía: fue a visitar a Milagro Sala en la cárcel de Alto Comedero, en la víspera del Año Nuevo de 2016. Más tarde, se acercó al renegado Randazzo, aunque seguía en realidad buscando lo mismo de manera equivocada: esa ventana para abrir a la unidad perdida. En 2018, después de una nueva derrota que igualó en la impotencia a las distintas facciones del peronismo opositor, Fernández empezó a decir con una convicción escasa que Felipe Solá podía ser la piedra movediza que abriera a la confluencia de la victoria. Le duró poco. “Mi tesis era que Felipe, en la hipótesis de que Cristina no fuera, podía ser lo que yo llamo el eslabón perdido entre el peronismo y el kirchnerismo. Pero eso exige gestos que él no hace con respecto al kirchnerismo, sobre todo en el tema de la corrupción. El viejo problema de Felipe, siempre solo, nunca construyendo, siempre esperando a que le toquen el timbre, vení vos que te toca. Toda su carrera la hizo así”, le dijo Fernández a un hombre de su máxima confianza, un mes antes de que la expresidenta lo eligiera a él como candidato.

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