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asalariado. En este sentido, el pleno empleo de los años sesenta en Europa llevó a una fuerte posición negociadora de parte de los trabajadores, y a una presión sobre las ganancias empresariales (el profit squeeze) resuelta más tarde a través de la recesión económica de mediados de los setenta y por las nuevas políticas neoliberales.

      Al considerar ahora no la distribución económica sino la distribución ecológica, uno puede decir que no se tomará ninguna decisión sobre la producción mientras no exista un acuerdo o norma habitual sobre cómo acceder a los recursos naturales o qué hacer con los desechos. Por ejemplo, una decisión de producir energía nuclear requiere una decisión sobre el almacenamiento de los desechos radioactivos. ¿Se guardarán en las plantas nucleares?, ¿se trasladarán a un lejano depósito final (como Yucca Mountain en Estados Unidos)? La ubicación de las mismas plantas nucleares requiere una decisión sobre la distribución social y geográfica de los peligros de la radiación nuclear. Asimismo, una decisión de producir energía eléctrica a partir del carbón requiere una decisión previa sobre la disposición de los desechos mineros, el dióxido de azufre, los óxidos de nitrógeno y el dióxido de carbono a distintas escalas geográficas. ¿Quién disfruta de los derechos de propiedad sobre esos lugares? En términos económicos, si las externalidades pueden quedar como tales, es decir fuera de la cuenta de resultados y del balance de la empresa, las decisiones serán diferentes que si esos pasivos ambientales se incluyen en las cuentas (con algún valor económico). Efectivamente, si obligaran a los productores de automóviles a que éstos no produzcan externalidades o incluirlas en el precio, me refiero a todas las externalidades ineludibles a lo largo de su ciclo-de-«vida» desde la cuna hasta la tumba, y luego desde la tumba hasta la cuna al reciclarse los materiales, incluyendo las externalidades producidas por el dióxido de carbono, entonces las decisiones de producción en nuestra economía serían otras, dependiendo en gran medida del precio asignado a esas externalidades. Poder tirar los coches (distribuirlos) en un vertedero de chatarra y poder emitir (distribuir) a la atmósfera los contaminantes a bajo precio o gratis, tiene influencia decisiva a la hora de tomar decisiones sobre la producción. Ahora bien: ¿existen grupos sociales que se quejan de las externalidades producidas? ¿argumentan en términos de dar valor crematístico a las externalidades o usan otros lenguajes de valoración?

      Por ejemplo, si una fábrica de celulosa en Brasil puede plantar eucaliptos sin compensar por la pérdida de fertilidad y puede verter los efluentes ejerciendo de facto derechos de propiedad sobre el río o el mar, sus decisiones de producción son diferentes de lo que serían si tuviera que pagar por esas externalidades o si se enfrenta con unas normas legales más estrictas y que se cumplan efectivamente. La idea de una «segunda contradicción» del capitalismo fue introducida por James O’Connor en 1988. La producción no puede llevarse a cabo sin usar recursos naturales y sin producir desechos. Puede ser que unos jornaleros o aparceros de algodón, mal pagados en términos económicos, sufran también en su salud los efectos del malathión, junto con sus familias y sus vecinos que no trabajan en las plantaciones. Aquí los aspectos distributivos ambientales no recaen únicamente sobre los productores. Eso tiene influencia en las formas que adoptan los conflictos ecológicos distributivos. Los protagonistas no suelen ser trabajadores asalariados, aunque a veces sí lo son. Puede ser que una lucha contra los efluentes de la celulosa sea liderada por un grupo de naturalistas o por un grupo local de mujeres, o (en Brasil) por un grupo indígena, todos ellos exigiendo compensación (en el lenguaje de los economistas, la «internalización de las externalidades») o usando otros lenguajes (derechos territoriales indígenas, derechos humanos a la salud...). Si tienen éxito, los costes serán diferentes para las empresas involucradas y las decisiones de producción también serán diferentes. Los agentes de los conflictos ambientales distributivos no están tan bien definidos como los agentes de los conflictos económicos de Ricardo o de Marx —terratenientes y agricultores capitalistas en el primer caso, capitalistas industriales y proletarios en el segundo.

      La distinción de los griegos (como en la Política de Aristóteles) entre «oiko­nomia» (el arte del aprovisionamiento material de la casa familiar) y la «crematística» (el estudio de la formación de los precios de mercado, para ganar dinero), entre la verdadera riqueza y los valores de uso por un lado y los valores de cambio por otro lado, es una distinción que hoy parece irrelevante porque el aprovisionamiento material parece darse, sobre todo, a través de transacciones comerciales, y hay por tanto una fusión aparente entre la crematística y la «oikonomia». Así, aparte de cosechar algunas frutas del bosque y hongos y un poco de leña para sus residencias secundarias, la mayoría de los ciudadanos del mundo rico y urbanizado se aprovisiona en las tiendas. De ahí la respuesta proverbial de los niños urbanos a la pregunta «de dónde provienen los huevos o la leche —del supermercado». Sin embargo, muchas actividades al interior de las familias y la sociedad (basta contar las horas de los cuidados domésticos) y muchos servicios de la naturaleza, quedan fuera del mercado. En la Economía Ecológica la palabra «economía» es utilizada en un sentido más cercano a «oikonomia» que a «crematística». La Economía Ecológica no se compromete con un tipo de valor único. La Economía Ecológica abarca la valoración monetaria, pero también evaluaciones físicas y sociales de las contribuciones de la naturaleza y los impactos ambientales de la economía humana medidos en sus propios sistemas de contabilidad. Los economistas ecológicos «toman en cuenta a la naturaleza» no tanto en términos crematísticos como mediante indicadores físicos y sociales.

      En la macroeconomía, el valorar su desempeño meramente en términos del Producto Interno Bruto (PIB), hace invisible tanto el trabajo no pagado en las familias y en la sociedad como también los daños sociales y medioambientales no compensados. Esa simetría fue señalada inicialmente por la ecofeminista Marilyn Waring (1988). En la economía feminista y ambiental se cuestiona y se intenta mejorar los procedimientos para medir el PIB, otros grupos pueden procurar sustituir el PIB por otros indicadores o índices para hacer visibles sus propios aportes o preocupaciones. De igual manera, en conflictos específicos de distribución ecológica (tales como contaminación del agua por una fábrica de celulosa o riesgos a la salud por pesticidas en el cultivo del algodón), algunos grupos sociales insistirán en valorar económicamente las externalidades mientras otros introducirán otros valores no económicos. Los afectados o involucrados muchas veces recurren simultáneamente a diferentes sistemas de valoración. Otras veces, la negativa a la valoración económica («la cultura propia no tiene precio», dice Berito Cobaría, el portavoz de los U’Wa en Colombia amenazados por la extracción de petróleo) podría permitir la formación de alianzas entre los intereses (y valores) de los pueblos pobres o empobrecidos, y el culto de la naturaleza silvestre de los «ecologistas profundos».

      La naturaleza provee recursos para la producción de bienes y al mismo tiempo proporciona «amenidades» recreativas ambientales. Como señalan Gretchen Daily, Rudolf de Groot y otros autores, más importante es ver que la naturaleza provee gratis servicios esenciales sobre los que se apoya la vida, como el ciclo de carbono y los ciclos de nutrientes, el ciclo del agua, la formación de suelos, la regulación del clima, la conservación y evolución de la biodiversidad, la concentración de minerales, la dispersión o asimilación de contaminantes y las diversas formas de energía utilizable. Ha habido intentos de asignar valores monetarios a los flujos anuales de algunos servicios ambientales, para compararlos con el PIB en unidades monetarias. Por ejemplo, se puede asignar un valor monetario plausible al ciclo de nutrientes (nitrógeno, fósforo) en algunos sistemas naturales, comparándolo con los costes de las tecnologías económicas alternativas. ¿Es posible que esta metodología de valoración económica (es decir el coste de una tecnología alternativa) sea aplicada de forma coherente a la valoración de la biodiversidad, en una especie de «Parque Jurásico»? Obviamente, no. Por tanto, en cuanto a la biodiversidad, la valoración monetaria ha tomado una ruta completamente diferente, a saber, las cantidades pequeñas de dinero pagadas en algunos contratos de bioprospección, o valores monetarios ficticios subjetivos en términos de la disposición a pagar por proyectos de conservación, esto es, el llamado método de «valoración contingente» favorecido por los economistas ambientales (aunque no por la mayoría de los economistas ecológicos). Además, ¿cómo contaríamos (en términos de los costes de la tecnología alternativa) el servicio que la naturaleza nos proporciona al concentrar