Jack London

La llamada de lo salvaje


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      London, Jack, 1876-1916

      La llamada de lo salvaje / Jack London ; ilustración Andrés Rodríguez ; traducción Diana López de Mesa.-- Editor Julian Acosta Riveros, 2a. edición. -- Bogotá : Panamericana Editorial, 2020.

      192 páginas : ilustraciones ; 21 cm. -- (Literatura juvenil)

      Título original : The call of the wild

      ISBN 978-958-30-6119-6

      1. Novela estadounidense 2. Animales - Novela juvenil 3. Supervivencia - Novela juvenil 4. Oro - Novela juvenil I. Rodríguez, Andrés, ilustrador II. López de Mesa, Diana, traductora III. Acosta Riveros, Julián, editor IV. Tít. V. Serie

      813.5 cd 22 ed.

      A1661206

      CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis Ángel Arango

      Traducción íntegra y directa de The Call of the Wild, MacMillan Co., New York, 1903.

      Segunda edición en Panamericana Editorial Ltda., julio de 2020

      Primera edición en Panamericana Editorial bajo el título La llamada de la selva, mayo de 1995

      © 2020 Panamericana Editorial Ltda.

      Calle 12 No. 34-30, tel.: (57 1) 3649000

      www.panamericanaeditorial.com

      Tienda virtual: www.panamericana.com.co

      Bogotá D. C., Colombia

      Editor

      Panamericana Editorial Ltda.

      Edición

      Julian Acosta Riveros

      Traducción

      Diana López de Mesa O.

      Ilustraciones

      Andrés Rodríguez

      Diagramación

      Martha Cadena, Luz Tobar

      ISBN 978-958-30-6119-6 (impreso)

       ISBN 978-958-30-6350-3 (epub)

      Prohibida su reproducción total o parcial

      por cualquier medio sin permiso del Editor.

      Impreso por Panamericana Formas e Impresos S. A.

      Calle 65 No. 95-28, Tels.: (57 1) 4302110 - 4300355. Fax: (57 1) 2763008

      Bogotá D. C., Colombia

      Quien solo actúa como impresor.

      Impreso en Colombia - Printed in Colombia

      INTRODUCCIÓN

      JACK LONDON (Estados Unidos, 1876-1916) fue un hombre inquieto: ladrón, marinero, aventure­ro, emprendedor de diversas empresas, muestra el espí­­ritu de su época. A finales del siglo XIX, Estados Unidos era un hervidero de personas que buscaban alcanzar fortuna en una tierra que se veía tan salvaje como llena de oportunidades, gracias a un progreso rápido que se percibía debido al apogeo industrial y al desarro­llo de vías de comunicación que prometían integrar los sitios más recónditos del país.

      La llamada de lo salvaje tiene como antecedente el viaje que London hizo en 1897 al Klondike, en Canadá, durante la fiebre del oro que impulsó a cientos de personas a dicho territorio, entre los que se encontraba desde cazadores de tesoros hasta personas incapaces de sobrevivir en esas agrestes y heladas tierras. Esta fiebre del oro tendría como consecuencia la colonización del oeste de Canadá y el territorio de Alaska.

      Ya en 1903, London escribe La llamada… y esta lo catapulta a la fama, convirtiéndolo en el primer autor millonario en Estados Unidos. Así se abriría la exitosa carrera de un autor que, sin embargo, no logró gozarla completamente: London moriría 13 años más tarde, con apenas 40 años.

      La novela sigue el viaje de Buck, el perro protagonista, desde la soleada ciudad de San Diego, en California, hasta las cercanías del círculo polar ártico en Alaska; así, Buck recorre prácticamente toda la región que bordea el océano Pacífico norteamericano, viviendo el bárbaro espíritu de los buscadores de oro, la ingenuidad de los citadinos que terminaron muertos en búsquedas infructuosas, incluso la lucha de los hombres de correo que intentaron llevar la civilización a tierras inhóspitas.

      Pero el viaje de Buck es también espiritual: cuando es secuestrado y obligado a cambiar su cómoda y civilizada vida, Buck se resiste, pero a medida que el clima, el trato humano y el contexto se van volviendo más agrestes, volverá al espíritu de la manada a través de la llamada a lo primitivo que resuena en sus instintos: la llamada de lo salvaje.

      EL EDITOR

      Antiguos anhelos nómadas despiertan,

      debilitando la cadena de la costumbre;

      despierta otra vez de su sueño invernal

      la sangre feroz de los antepasados.

      BUCK no leía los periódicos; si lo hubiera hecho, habría sabido el problema que se avecinaba, no solo para él, sino para todos los perros de la costa desde Puget Sound hasta San Diego que, como él, tuvieran fuerte musculatura y un largo y abrigador pelaje. A tientas, en la oscuridad del Ártico, los hombres habían encontrado un metal amarillo y, debido a que los barcos de vapor y las compañías de transporte habían difundido el hallazgo, miles se aventuraban hacia la tierra del norte. Estos hombres requerían perros recios, de una musculatura fuerte para resistir las duras jornadas y con abundante pelaje que los protegiera del inclemente frío.

      Buck vivía en una gran casa del soleado valle de Santa Clara, conocida como la propiedad del juez Miller. Estaba apartada de la carretera, medio oculta entre los árboles, a través de los cuales se podía vislumbrar la fresca y ancha galería que rodeaba la casa por los cuatro costados. Se llegaba a la casa por caminos de grava que serpenteaban entre amplios espacios cubiertos de césped y bajo las ramas entrelazadas de grandes álamos. La parte posterior era aún más grande que la delantera. Se encontraban amplios establos, donde una docena de cuidadores y mozos de cuadra se encargaban de todo; también había hileras de casitas con enredaderas, para el personal, y una larga y ordenada fila de cobertizos, extensas pérgolas emparradas, prados verdes, huertos y cultivos de fresas y frambuesas. Estaba también la bomba para el pozo artesiano y un gran estanque de hormigón donde los hijos del juez Miller se daban un chapuzón en las mañanas y se refrescaban en las tardes de verano.

      Y sobre aquellos amplios dominios reinaba Buck. Allí había nacido y vivido durante sus cuatro años de existencia. Cierto, había otros perros, pero no contaban. Ellos iban y venían, se acomodaban en las espaciosas perreras o descansa­ban en los rincones de la casa, como era la costumbre de Toots, la pug japonesa, o de Isabel, la mexicana sin pelo, extrañas criaturas que muy rara vez sacaban sus hocicos fuera de la puerta o ponían las patas en la tierra. Estaban, por otro lado, los fox terriers, por lo menos una veintena, que ladraban tímidas promesas a Toots y a Isabel, que los miraban por las ventanas, protegidas por una legión de criadas armadas con escobas y traperos.

      Pero Buck no era un perro de casa ni de perrera. El reino entero era suyo. Se zambullía en la piscina o iba a cazar con los hijos del juez; escoltaba a Mollie y a Alice, las hijas, en las largas caminatas que emprendían al atardecer o temprano en las mañanas; en las noches de invierno se tendía a los pies del juez, cerca del fuego que crepitaba en la chimenea; cargaba en su lomo a los nietos del juez o los hacía rodar por el prado, y vigilaba sus pasos durante sus osadas aventuras en la fuente de las caballerizas, e incluso más allá, donde estaban los pastizales y los cultivos de bayas. Pasaba con altivez entre los terriers, e ignoraba a Toots y a Isabel, porque él era el rey, el rey de todo ser vivo que reptara, caminara o volara en los terrenos del juez Miller, incluidos los humanos.

      Buck prometía seguir los pasos de su padre, Elmo, un enorme san bernardo,