Jack London

La llamada de lo salvaje


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blanca y fofa parecida al barro. Saltó hacia atrás con un resoplido, luego lamió la cosa blanca que caía del aire. Se sacudió, pero seguía cayendo sobre él. La olió con curiosidad y la lamió con su lengua. Se sentía un poco como si quemara, pero la sensación desaparecía al instante. Esto lo desconcertó. Trató de nuevo y obtuvo el mismo resultado. Los espectadores reían a carcajadas y se sintió avergonzado sin saber por qué. Era la primera vez que veía y percibía la nieve.

      1. El keno es un juego similar a las loterías, en que una persona compra un cartón esperando que sus números sean iguales a los de las balotas que una persona va seleccionando al azar. Todavía se practica en algunos lugares del mundo. Se le llamaba “lotería china” porque esta población introdujo y popularizó este juego en Estados Unidos a mediados del siglo XIX. (N. del E.).

      2. San Francisco. Los personajes hablan en jerga coloquial, en el original. (N. del E.).

La ley del garrote y el colmillo

      EL PRIMER DÍA DE BUCK en la playa de Dyea fue una pesadilla. Cada hora que pasó estuvo llena de conmoción y sorpresa. Lo habían arrancado repentinamente del corazón de la civilización y llevado al corazón mismo de lo primitivo. Aquí no había descanso, el sol no lo acariciaba, no había tiempo para retozar ni holgazanear. Aquí no había paz, tranquilidad ni momento en el que se sintiera a salvo. Todo era actividad y confusión, y en cada segundo de la vida se corría peligro. Había una necesidad imperiosa de estar constantemente alerta, pues estos hombres y perros no sabían de la civilización. Todos ellos eran salvajes y no conocían otra ley que la del garrote y el colmillo.

      Nunca había visto perros que pelearan como lo hacían estas criaturas salvajes, y su primera experiencia le enseñaría una inolvidable lección. Es cierto que no vivió la experiencia en carne propia, pero de haberlo hecho no hubiera sobrevivido para aprenderla. Curly fue la víctima. Acampaban cerca de una cabaña, donde ella, con sus amigables modales, trató de acercarse a un perro husky del tamaño de un lobo adulto, a pesar de que ella era la mitad del tamaño de este. No hubo ninguna advertencia, solo una embestida fulminante, un choque metálico de dientes, un retroceso igualmente veloz, del cual Curly salió con la cara destrozada desde el ojo hasta la mandíbula.

      Era la manera de pelear de los lobos: atacar y recular; pero había algo más que eso. Treinta o cuarenta huskies corrieron al lugar y rodearon a los combatientes formando un círculo en un silencio expectante. Buck no comprendió aquel silencio ni la ansiedad con la que se relamían. Curly se abalanzó sobre su enemigo, quien la atacó de nuevo y retrocedió. El husky recibió la siguiente embestida con el pecho, en un peculiar movimiento que le hizo perder a Curly su equilibrio. No volvió a levantarse, y eso era justamente lo que los demás huskies estaban esperado. Se abalanzaron sobre ella, gruñendo y aullando, y Curly, entre aullidos de agonía, quedó se­pultada bajo aquella masa peluda de bestias.

      Todo ocurrió tan rápido e inesperado que dejó a Buck desconcertado. Vio a Spitz sacar su lengua escarlata en una sonrisa socarrona y a François blandir un hacha en medio del caos. Tres hombres con garrotes le ayudaron a dispersar a los animales. No pasó mucho tiempo. Dos minutos después de que Curly había caído, ya habían ahuyentado al último de sus asaltantes. Pero ella yacía mustia y sin vida en medio de la nieve ensangrentada y pisoteada, literalmente hecha pedazos, y junto a ella el mestizo maldecía. La escena habría de atormentar a Buck constantemente en sus sueños. Entonces así eran las cosas. No había juego limpio: una vez caías era tu fin. Bueno, pues él no caería. Entonces, Spitz sacó su lengua riendo de nuevo y desde ese momento Buck le profesó un odio amargo e implacable.

      Antes de que pudiera recuperarse de la conmoción que le causó la trágica muerte de Curly, recibió otra sorpresa peor. François le amarró al cuerpo un aparejo con cuerdas y hebillas. Era un arnés como el que había visto que los cocheros les ponían a los caballos en casa. Lo pusieron a trabajar tal como había visto que hacían con los caballos, tirando del trineo en dirección al bosque que rodeaba el valle y regresando con una carga de leña. Aunque sintió herida su dignidad al verse convertido en un animal de tiro, fue suficientemente sensato como para no rebelarse. Se aplicó en su trabajo con determinación y dio lo mejor de sí, a pesar de que todo era nuevo y extraño. François era severo, exigía obediencia instantánea, y gracias a su látigo la obtenía de inmediato; por su parte, Dave, un experimentado zaguero, mordía los cuartos traseros de Buck cada vez que este cometía un error. Spitz era el líder, igual de experimentado, pero como no siempre podía estar en contacto con Buck, le gruñía como símbolo de desaprobación de vez en cuando o echaba astutamente el peso sobre las riendas para forzarlo a seguir el rumbo correcto. Buck aprendió rápidamente y bajo la guía de sus dos compañeros y de François hizo grandes progresos en poco tiempo. Antes de regresar al campamento ya sabía suficiente para entender que con un “jo” debía detenerse y con un “arre”, avanzar; sabía abrirse en las curvas y mantenerse alejado del zaguero cuando la carga casi le pisaba los talones colina abajo.

      —Perros buenísimos estos tres —le dijo François a Perrault—. Ese Buck jala como un demonio. Aprendió rapidísimo.

      En la tarde, Perrault, que estaba apurado por ponerse en camino con el correo, regresó con dos perros más. Se llamaban Billee y Joe, eran hermanos y huskies puros. Aunque eran hijos de la misma madre, eran tan diferentes como el día y la noche. Billee era excesivamente bonachón, mientras que Joe era todo lo opuesto: amargado, retraído, gruñón y con una mirada maliciosa. Buck los recibió de buena gana, Dave los ignoró y Spitz provocó primero al uno y luego al otro. Billee meneó la cola amistosamente, salió corriendo cuando vio que su gesto había sido rechazado y lloró —todavía amistosamente— cuando los afilados dientes de Spitz se hundieron en uno de sus costados. Sin embargo, con Joe fue diferente. Sin importar cuántas vueltas diera Spitz, Joe movía sus patas traseras para enfrentarlo cara a cara, erizado, con las orejas hacia atrás, la boca contorsionada mostrando los dientes, las mandíbulas tan apretadas que parecía que faltaba poco para que se rompieran, y con un brillo diabólico en sus ojos: la encarnación misma del miedo beligerante. Era tan temible su apariencia, que Spitz se vio obligado a renunciar a someterlo, pero, para compensar su inconformidad, arremetió contra el inofensivo Billee y lo exilió a los confines del campamento.

      Al anochecer, Perrault apareció con otro perro, un husky viejo, largo, delgado y demacrado, con una cara llena de cicatrices de batallas y un solo ojo cuya mirada de arrojo infundía respeto. Sol-leks, le llamaban, que significa "el iracundo". Al igual que Dave, no pedía nada, no daba nada, no esperaba nada; y cuando con lentitud y parsimonia se enfrentó con los demás, hasta Spitz lo dejó en paz. Tenía una particularidad que Buck tuvo la mala suerte de descubrir: no le gustaba que se le acercaran por su punto ciego. Buck cometió esta ofensa sin ser consciente de ello, a lo que Sol-leks respondió con un ataque que le costó a Buck una herida de siete centímetros de largo en el hombro y que lo penetró hasta el hueso. Desde entonces, Buck evitó su flanco ciego y por el resto del tiempo que pasaron juntos no tuvo más problemas. Su única ambición, aparentemente, al igual que la de Dave, era que lo dejaran en paz; sin embargo, como lo descubriría más adelante, ambos tenían una ambición más poderosa.

      Esa noche, Buck tuvo problemas para conciliar el sueño. La tienda, iluminada por una vela, brillaba acogedoramente en la mitad de la helada planicie; sin embargo, cuando entró en ella sin pensarlo, tanto Perrault como François lo bombardearon con improperios y utensilios de cocina, hasta que, recuperado de su consternación, salió de allí para enfrentarse con el inclemente frío. Soplaba un viento helado que lo entumecía y le hacía arder la herida del hombro. Se echó en la nieve para tratar de dormir, pero la helada pronto lo hizo levantarse, titiritando. Miserable y desconsolado, vagó por entre las otras tiendas, solo para descubrir que un rincón era tan inclemente como otro. Aquí y allá perros salvajes intentaban atacarlo, pero él erizaba el pelo del cuello y gruñía —aprendía rápido—, con lo que conseguía que lo dejaran seguir su camino en paz.