Jack London

La llamada de lo salvaje


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el gran campamento. ¿Estarían en la tienda? No, no podía ser posible, de lo contrario no lo hubieran echado. Entonces, ¿dónde podían estar? Con su cola entre las patas y temblando de frío, muy acongojado, le dio vueltas a la tienda. De repente la nieve cedió debajo de sus patas y se hundió un poco. Algo se movió debajo de sus patas. Dio un brinco hacia atrás, asustado y alarmado, temeroso ante aquello que no podía ver ni entender. Entonces, un suave ladrido amistoso lo tranquilizó, así que regresó a investigar. Un vaho de aire tibio subió por su nariz y allí, enroscado entre la nieve como un ovillo, vio que estaba echado Billee, quien emitió un leve gemido, se enroscó como símbolo de su buena voluntad y de sus buenas intenciones, e incluso se aventuró en señal de paz a lamerle la cara a Buck con su lengua húmeda y tibia.

      Otra lección. Entonces así era como se hacía. Buck seleccionó un lugar con confianza, con entusiasmo, y derrochando energía cavó un hoyo para sí mismo. En un instante, el calor de su cuerpo llenó el pequeño espacio y pudo conciliar el sueño. El día había sido largo y arduo, y se durmió profunda y cómodamente, aunque luchó y gruñó en medio de sus pesadillas.

      Solamente abrió los ojos cuando fue sacado de sus sueños por los ruidos del campamento que despertaba. Al principio no sabía dónde estaba. Había nevado durante la noche y estaba completamente enterrado. Los muros de nieve lo oprimían por todos lados y un miedo aterrador lo invadió: el miedo de los salvajes a caer en las trampas. Era el signo inequívoco de que retornaban los instintos de sus antepasados, ya que siendo como era, un perro civilizado, excesivamente civilizado, y puesto que por experiencia propia no había caído en una trampa, no tendría razón para temerlas. Los músculos de su cuerpo se contrajeron de forma instintiva y espasmódica, los pelos de su cuello y de sus hombros se erizaron, y con un feroz ladrido brincó hacia la cegadora luz del día; la nieve a su alrededor salió volando en una nube refulgente. Antes de aterrizar sobre sus patas, vio el blanco campamento que se extendía ante él y entonces supo dónde estaba y recordó todo lo que le sucedía desde que había salido a dar un paseo con Manuel hasta el momento en que había cavado un hoyo para dormir la noche anterior.

      Un grito de François saludó su aparición.

      —¿Qué te dije? —le gritó a Perrault—. Ese Buck aprende todo rápidamente.

      Perrault asintió con seriedad. Como correo del Gobierno canadiense, responsable de los despachos, le preocupaba conseguir a los mejores perros y estaba particularmente muy contento con haber adquirido a Buck.

      Tres nuevos huskies se integraron en el grupo en menos de una hora, para conformar un equipo de nueve, y un cuarto de hora después estaban todos jalando del trineo camino al cañón Dyea. Buck estaba contento de salir, y a pesar de que el trabajo era muy duro no lo encontraba del todo desagradable. Le sorprendió el entusiasmo contagioso de todo el grupo y cómo se comunicaban con él, pero aún más sorprendente fue el cambio que se produjo en Dave y Sol-leks. Eran perros distintos, transformados por los arneses. Su pasividad y desinterés habían desaparecido; ahora estaban activos y alertas de que el trabajo saliera bien, y se irritaban por cualquier situación que lo retrasara, ya fuera una demora o una confusión. El complicado avance parecía para ellos su suprema realización personal, lo único para lo que vivían y que les causaba satisfacción.

      Dave iba enganchado al trineo, jalando enfrente de él estaba Buck, luego estaba Sol-leks, y el resto del equipo iba en una sola fila, siguiendo a su líder, posición que ocupaba Spitz.

      A Buck lo habían puesto a propósito entre Dave y Sol-leks, así recibía instrucciones de ambos. Si él era un buen estudiante, sus maestros no se quedaban atrás: nunca le permitían persistir en sus errores y se esforzaban por enseñarle mostrándole sus afilados dientes. Dave era justo y sagaz. Nunca mordía a Buck sin un motivo y nunca dejaba de hacerlo cuando hacía falta. Como lo respaldaba el látigo de François, Buck descubrió que era mejor obedecer que rebelarse. En una ocasión, durante una breve pausa, quedó enredado entre las correas y retrasó la salida, lo que ocasionó que Dave y Sol-leks se abalanzaran sobre él y le dieran una gran paliza. Con ello el enredo fue aún peor, pero desde entonces Buck prestó atención para mantener las correas desenredadas. Al terminar el día, hacía su trabajo tan bien que no tuvo más problemas con sus compañeros. El látigo de François restallaba con menor frecuencia y Perrault incluso le hizo el honor a Buck de levantarle las patas para examinárselas.

      Fue una jornada dura hasta que llegaron al cañón: atravesaron el Sheep Camp hasta las Scales y el límite del bosque, pasando glaciares y ventisqueros de cientos de metros de profundidad, hasta la gran línea divisoria de Chilkoot, que separa las aguas saladas de las dulces y custodia majestuosamente las tristes y solitarias tierras del norte. Hicieron un buen tiempo en el descenso a través de la cadena de lagos que cubrían los cráteres de volcanes extintos. Ya tarde, entrada la noche, llegaron al campamento a orillas del lago Bennett, donde miles de buscadores de oro construían botes preparándose para el deshielo primaveral.

      Buck hizo su agujero en la nieve y durmió profundamente debido al cansancio, pero muy temprano en la madrugada fue enganchado al trineo con sus compañeros y reanudaron su camino en la fría oscuridad.

      Ese día recorrieron más de sesenta kilómetros sobre suelo firme; sin embargo, el día siguiente y muchos de los que vinieron tuvieron que abrirse camino esforzándose mucho y avanzando muy poco. Por lo general, Perrault iba al frente del equipo, apretando la nieve con sus zapatos especiales y haciendo el camino más fácil para los demás. François, que guiaba el trineo desde la parte delantera, algunas veces intercambiaba su lugar con él, aunque no muy a menudo. Perrault tenía afán y se jactaba de conocer bien el hielo, lo cual era indispensable porque el de otoño era muy delgado, incluso, donde había corrientes rápidas, ya no había hielo en absoluto.

      Buck logró dar la talla con el pasar de los días y las jornadas interminables. Siempre acampaban cuando ya estaba oscuro, y los primeros grises del amanecer los encontraban ya avanzado el camino y con algunos kilómetros encima. Una vez armado el campamento, comían algo de pescado y se enroscaban para dormir en la nieve. Buck permanecía hambriento. Los setecientos gramos de salmón secados al sol, que era la ración diaria, parecían desaparecer enseguida. Jamás tenía suficiente y sufría de constantes retortijones causados por el hambre. Los otros perros, en cambio, pues pesaban menos y estaban acostumbrados a aquella vida, recibían solo cuatrocientos cincuenta gramos de pescado, lo cual les era suficiente para mantenerse en forma.

      Rápidamente dejó de ser el perro exigente que era en su vida anterior. Al ser un comensal refinado, se encontró con que sus compañeros, que acababan primero, llegaban a robarle su ración sin que pudiera defenderla, pues mientras peleaba con uno o dos, la ración desaparecía en el gaznate de los otros. Para remediar esto, comía más rápido que los demás, incluso lo acuciaba tanto el hambre que pronto aprendió a quitarles a otros. Veía y aprendía. Cuando vio a Pike —uno de los perros nuevos y un malicioso y astuto ladrón— robar una tajada de tocino mientras Perrault daba la espalda a su plato por un segundo, él mejoró el acto al día siguiente, yéndose con todo el tocino. Se armó un gran escándalo, pero nadie sospechó de él; fue Dub, un torpe ladrón al que habían cogido antes con las manos en la masa, quien recibió el castigo por el robo que había cometido Buck.

      Aquel primer robo fue muestra de que Buck podría sobrevivir en el hostil ambiente de las tierras del norte. Demostró, además, su capacidad de adaptación y de acoplarse a las condiciones cambiantes, de no ser así habría sufrido una terrible y rápida muerte. Marcó, asimismo, el menosprecio o, aún más, el quiebre de sus principios morales, que no le servían ahora para nada en la despiadada lucha por sobrevivir. Eso estaba bien antes, en las tierras del sur, donde reinaba la ley del amor y la camaradería, donde se respetaba la propiedad privada y los sentimientos; pero en el norte, donde prevalecía la ley del garrote y el colmillo, quien tuviera en consideración tales cosas era un tonto y jamás podría salir adelante, por lo que había visto hasta ahora.

      No era que Buck razonara de este modo. Simplemente hacía lo necesario para encajar e inconscientemente trataba de acomodarse al nuevo estilo de vida. Ningún día, sin importar cuáles fueran las probabilidades, rehuyó una pelea. Pero el garrote del hombre de la casaca roja le había inculcado a las malas un código más básico y salvaje.