con una buena vida y el respeto general, que le otorgaban el porte digno de la realeza. Durante sus cuatro años, desde cachorro, había vivido una vida de aristócrata; era orgulloso y algo egoísta, como en ocasiones pasa con los caballeros del campo debido a su alejamiento de la vida mundana. Pero se había librado a sí mismo de ser un mimado perro doméstico. La caza y otros entretenimientos campestres lo habían llevado a estar en buena forma y a fortalecer sus músculos; y para él, como para todas las razas adictas a los baños de agua fría, el amor por el agua era un tónico y una forma de mantenerse saludable.
De esta manera era el perro Buck en el otoño de 1897, cuando el descubrimiento de Klondike arrastró hombres de todas partes del mundo al frío norte. Pero Buck no leía los periódicos ni sabía que Manuel, uno de los ayudantes del jardinero, era un sujeto desagradable con un vicio: le apasionaba jugar a la lotería china1. Además, jugaba teniendo fe en un método, lo que lo conducía a la ruina, pues jugar según un método requiere dinero y el salario de un ayudante de jardinero escasamente cubre las necesidades de una esposa y una numerosa prole.
La memorable noche de la traición de Manuel, el juez se encontraba en una reunión de la Asociación de Cultivadores de Uvas Pasas y los chicos estaban ocupados organizando un club deportivo. Nadie vio a Manuel atravesar el huerto con Buck, para quien ello se trataba de un simple paseo. Y excepto por un solitario hombre, nadie los vio llegar a un pequeño apeadero conocido como College Park. Ese hombre habló con Manuel mientras unas monedas pasaban de mano a mano.
—Podrías envolver la mercancía antes de entregarla — le dijo malhumorado a Manuel y enrolló una soga alrededor del cuello de Buck, bajo su collar.
—Si la tuerces lo dejarás sin aliento —dijo Manuel, y el extraño asintió con un gruñido.
Buck aceptó que le pusieran la soga con una serena dignidad. Para ser sinceros, era una situación insólita, pero había aprendido a confiar en los hombres que conocía y a darles crédito porque su sabiduría era superior a la suya. Sin embargo, cuando el extremo de la soga pasó a las manos del extraño, gruñó amenazador. De acuerdo con su orgullo, hacer entrever su disgusto equivalía a dar una orden. Para su sorpresa, la soga alrededor de su cuello se tensó y su respiración se cortó. Furioso, saltó sobre el hombre, quien lo interceptó a medio camino, tomándolo por el cuello y mandándolo al suelo. Luego tensó aún más la soga, sin misericordia, mientras Buck luchaba con furia, con la lengua colgando y el pecho agitado. Jamás en su vida lo habían tratado con tanta crueldad y nunca en su vida había estado tan furioso. Pero las fuerzas lo abandonaron, los ojos se le pusieron vidriosos y ni siquiera se dio cuenta cuando los dos hombres lo arrojaron al vagón de carga del tren.
Al volver en sí, lo primero que notó fue que su lengua le dolía y que estaba viajando en un transporte que se bamboleaba. Gracias al sonido agudo del silbato de una locomotora que cruzaba reconoció dónde estaba, pues viajaba con frecuencia con el juez y conocía la sensación de estar en un vagón de carga. Abrió los ojos y en ellos se reflejó la incontenible ira de un rey secuestrado. El hombre intentó cogerlo por el cuello, pero Buck fue más rápido. Sus mandíbulas apretaron la mano y solamente se relajaron cuando una vez más perdió el sentido.
—Sí, le dan ataques —le dijo el hombre, escondiendo su mano herida, al encargado del vagón, que se había acercado al escuchar la lucha—. Lo llevo donde el jefe a Frisco2. Allí hay un veterinario que cree que puede curarlo.
Respecto al viaje de esa noche, el hombre habló de manera muy elocuente en la trastienda de una taberna en el muelle de San Francisco.
—Solo saqué cincuenta por él —rezongó—, pero no volvería a hacerlo ni por mil en efectivo.
Su mano estaba envuelta en un pañuelo ensangrentado y la pernera derecha del pantalón estaba rasgada desde la rodilla hasta el tobillo.
—¿Cuánto sacó el otro pasmado? —preguntó el tabernero.
—Cien —replicó—, no hubiera aceptado menos por ayudarme.
—Eso suma ciento cincuenta —calculó el tabernero— y él lo vale, o yo no sé nada de perros.
El secuestrador se quitó el pañuelo ensangrentado y se miró la mano lacerada.
—Si es que no me da rabia.
—Será porque naciste de pie —se burló el tabernero—. Ven, dame la mano antes de irte.
Aturdido, sufriendo un intolerable dolor en la garganta y la lengua, medio asfixiado, Buck intentó enfrentarse con sus torturadores. Pero lo lanzaron al piso y lo asfixiaron una y otra vez, hasta que consiguieron limar el grueso collar de latón y quitárselo del cuello, para luego quitarle la soga y meterlo en una caja similar a una jaula.
Allí estuvo echado recordando la agotadora noche que había vivido, rumiando su rabia y su orgullo herido. No entendía qué significaba todo aquello. ¿Qué querían estos desconocidos? ¿Por qué lo mantenían encerrado en esa pequeña jaula? No sabía por qué, pero se sentía oprimido por una vaga sensación de calamidad inminente. Durante la noche, varias veces se sentó de un salto al escuchar que la puerta del cobertizo se abría; esperaba encontrarse con el juez o al menos con los chicos. Pero solo aparecía la gruesa cara del tabernero, que se asomaba a verlo con la luz de una vela de sebo. En cada ocasión el ladrido de alegría que surgía tembloroso de la garganta de Buck se convertía en un salvaje gruñido.
El tabernero lo dejó en paz y en la mañana cuatro hombres entraron y recogieron la jaula. “Más torturadores”, pensó Buck, porque tenían un aspecto malvado, sucio y desaliñado, y se puso a ladrarles y gruñirles por entre los barrotes. Ellos solo reían y lo azuzaban con palos que Buck destrozaba, hasta que se dio cuenta de que eso era lo que querían. Entonces se tumbó malhumorado en el suelo y dejó que subieran la jaula a una camioneta. Después, él y la jaula en la que permanecía prisionero empezaron a cambiar de mano: los empleados de una oficina de transporte de carga se ocuparon de él, lo subieron a otra camioneta, una carretilla lo transportó junto a un grupo de cajas y paquetes hasta un barco de vapor, lo sacaron del barco a un depósito ferroviario y finalmente lo pusieron en un vagón de un tren expreso.
Por dos días con sus noches el vagón fue arrastrado por ruidosas locomotoras y por dos días con sus noches Buck no comió ni bebió. En su furia, les gruñía a los empleados del tren que se le acercaban, quienes en respuesta se burlaban en su cara. Cuando Buck, temblando y echando espuma por la boca, se lanzaba contra los barrotes, ellos reían y se le mofaban. Le gruñían y ladraban como si fueran perros rabiosos, maullaban y graznaban agitando los brazos. Buck sabía que todo era bastante ridículo, pero cuanto más ultrajaban su dignidad, más crecía su furia. No le importaba mucho sentir hambre, pero la falta de agua le causaba un gran sufrimiento que intensificaba su cólera hasta extremos febriles. Incluso, debido a su nerviosismo y a su carácter sensible, el maltrato le había provocado una fiebre que se había elevado debido a la irritación y resequedad de su garganta y de su lengua.
Solo una cosa lo alegraba: le habían quitado la soga del cuello. Eso les había dado una injusta ventaja y ahora que no la tenían podía enseñarles quién era. Estaba resuelto: nunca más le pondrían una soga alrededor de su cuello. Por dos días con sus noches no comió ni bebió; durante esos dos días con sus noches de tormento, acumuló una reserva de ira que no auguraba nada bueno para el primero que se atreviera a molestarlo. Sus ojos estaban inyectados de sangre y se había convertido en un demonio furioso. Estaba tan cambiado que ni el juez lo hubiera reconocido, incluso los empleados del tren se sintieron aliviados cuando lo entregaron en Seattle.
Con cautela, cuatro hombres transportaron la jaula del vagón a un pequeño patio trasero, rodeado de altas paredes. Un hombre fornido, con casaca roja, salió a firmar el recibo que le señalaba el conductor. Buck presintió que aquel hombre sería su siguiente torturador, así que se lanzó con rabia contra los barrotes. El hombre sonrió con saña y trajo un hacha y un garrote.
—¿Va a liberarlo ahora? —preguntó el conductor.
—Seguro —contestó el hombre, clavando el hacha en la caja para hacer palanca.
De