público en general. Ya hacía años que la Sede utilizaba todos los medios posibles para merecer esta buena voluntad y, además de nuestros propios esfuerzos, nuestros amigos de la prensa —periódicos, revistas y, más tarde, radio y televisión— habían contado fielmente nuestra historia y a menudo habían publicado reportajes de importantes eventos de A.A. Así habían atraído a miles de alcohólicos a nuestra comunidad y seguían haciéndolo.
Por supuesto que no lo hicieron sin nuestra ayuda. Ya hace años que nos damos cuenta de que la publicidad acertada y efectiva no se produce automáticamente. Nuestras relaciones públicas en general no las podíamos dejar al azar — a algunos encuentros fortuitos entre reporteros y miembros de A.A., quienes pudieran estar bien informados o mal informados sobre nuestra comunidad en su totalidad. Este tipo de “simplicidad” poco organizada a menudo servía para tergiversar la auténtica historia de A.A. y así impedía que la gente se acercara a nosotros. Una prensa mal informada y tendenciosa podría prolongar sufrimientos fáciles de evitar e incluso ocasionar muertes innecesarias.
Cuando en 1941, el Saturday Evening Post encargó a Jack Alexander que se documentara para redactar una crónica acerca de A.A., ya habíamos aprendido nuestra lección. Por ello no dejamos nada al azar. Si a Jack le hubiera sido posible asistir a la Convención en St. Louis, él mismo nos habría podido decir lo escéptico que se sentía referente a ese encargo. Acababa de terminar un artículo acerca del crimen organizado en New Jersey y no estaba dispuesto a creer lo que le dijera nadie ni aunque se lo juraran.
Cuando Jack se presentó a la Sede, nos pusimos a su entera disposición durante un mes. Para poder escribir su muy convincente e influyente artículo, tuvo que contar con nuestra ininterrumpida atención y nuestra cuidadosamente organizada ayuda. Le entregamos nuestros registros, abrimos nuestros libros, le presentamos a nuestros amigos no alcohólicos, arreglamos entrevistas con miembros de A.A. de toda clase y condición y finalmente le acompañamos en una gira de los sitios de interés de A.A. desde Nueva York y Filadelfia hasta Chicago, vía Akron y Cleveland. Aunque no era alcohólico, Jack no tardó en llegar a ser en espíritu un auténtico converso de A.A. Cuando se puso a escribir, lo hizo con entusiasmo y de todo corazón. Ya no estaba afuera de A.A. asomándose por dentro; de hecho, nos estaba observando desde adentro con miras a presentarnos al mundo exterior. En cuanto apareció el artículo, llegaron a nuestra oficina de correos de Nueva York 6,000 desesperadas solicitudes de información y ayuda. El artículo de Jack convirtió A.A. en una institución nacional, y al mismo tiempo le convirtió a Jack en uno de nuestros mejores amigos y, más tarde, un Custodio de nuestra Junta.
La ayuda que le dimos a Jack —nuestro servicio organizado de información pública— es el ingrediente de vital importancia de nuestras relaciones públicas que la mayoría de los A.A. nunca han visto. Pero en la sala de prensa en St. Louis los visitantes tenían la oportunidad de ver un aspecto de este trabajo, en este caso al servicio de la misma Convención. Allí estaba sentado nuestro compañero Ralph, el encargado de nuestros contactos con la prensa, rodeado por teléfonos, máquinas de escribir, montones de comunicados de prensa, recortes, telegramas recibidos y por enviar — todos los instrumentos de su oficio. ¿Qué estaba haciendo? Y ¿por qué? ¿Podría ser un cacareado ardid publicitario, algo muy contrario a las Tradiciones de A.A.?
Nada de eso. Ralph estaba haciendo este trabajo simplemente para ayudar a nuestros amigos de la prensa, la radio y la televisión. Todo el mundo quería tener noticias de nuestro 20º aniversario. Los diarios y las revistas querían entrevistas y comunicados de prensa. Las emisoras de radio y televisión querían arreglar entrevistas. La gente deseaba que le explicáramos qué queríamos decir cuando decíamos que A.A. había llegado a “su mayoría de edad”.
Nuestros compañeros de A.A. y millones de personas que no eran miembros querían leer, oír y ver; y sin duda nos correspondía a nosotros ayudar. No siempre era cuestión de comunicarnos con ellos; muchos de ellos querían comunicarse con nosotros, especialmente los alcohólicos y las familias que aún sufrían. Las autoridades municipales de St. Louis nos enviaron sus más calurosas felicitaciones y esto nos recordó su generosidad en darnos gratis el uso del Auditorio Kiel. Y recordamos también la maravillosa cordialidad de los grupos locales del pueblo, los clubs muy acogedores y las muchas fiestas que se organizaron.
Nos llegaron al Auditorio Kiel telegramas de miembros y grupos de A.A. de todas partes. Uno de los más memorables acontecimientos fue la llegada y lectura del siguiente mensaje:
Procedencia: La Casa Blanca: Remitente: El Presidente de los Estados Unidos.
Les ruego que comuniquen a todos los participantes en la Convención conmemorativa de su 20º aniversario mis mejores votos para el éxito de la reunión. La historia del desarrollo y del servicio de su sociedad sirve de inspiración a todos aquellos que, por medido de sus investigaciones, su perseverancia y su fe, van haciendo adelantos en la búsqueda de soluciones a multitud de graves problemas de salud pública y personal.
Dwight D. Eisenhower.
La lectura en voz alta de este telegrama ante todos los presentes nos produjo una euforia mezclada con una profunda humildad. A.A. sin duda había llegado a su mayoría de edad. A los ojos del mundo habíamos llegado a ser nuevamente ciudadanos responsables y de plena participación.
El último día de la Convención pasó del crescendo de la mañana al clímax de la tarde. A las 11:30 de la mañana abrimos la sesión titulada “Dios como nosotros Lo concebimos”. Un silencio profundo llenaba la sala mientras el orador, el Dr. Jim S., contó las experiencias de su vida y su historia de bebedor que le habían llevado a una crisis que tuvo como resultado su despertar espiritual. Nos narró sus esmerados esfuerzos para formar el primer grupo entre los negros. Con la ayuda de su dedicada e incansable esposa, había convertido su casa en una combinación de hospital y lugar de reunión, con entrada gratuita para todos. Mientras nos contaba la historia de cómo los fracasos iniciales fueron transformados por medio de la gracia de Dios en un asombroso éxito, nosotros, los oyentes, nos dimos cuenta de que A.A. no sólo podría superar las barreras geográficas, lingüísticas y nacionales sino también los obstáculos de raza y credo.
Le dimos una viva ovación y aclamación al padre Ed Dowling al verlo, indiferente a su grave cojera, acercarse al podio. Multitud de los A.A. que viven dentro de un radio de mil millas o más de St. Louis, conocen íntimamente al padre Dowling de la Compañía de Jesús. Muchos de los asistentes a la Convención se acordaban con gratitud de sus amables esfuerzos para satisfacer sus necesidades espirituales. Los veteranos de St. Louis recordaron cómo él les ayudó a formar su grupo; resultó estar compuesto principalmente por protestantes, pero esto no le importaba en absoluto. Algunos podíamos recordar su primer artículo acerca de nosotros en The Queen’s Work [Las obras de la reina], la revista de la sodalidad. Fue el primero en señalar lo parecido en principio que tenían los Doce Pasos de A.A. con los ejercicios espirituales de San Ignacio, la disciplina básica espiritual de la Compañía de Jesús. Atrevidamente había dirigido a todos los alcohólicos y especialmente a los de su propia religión las siguientes palabras: “A.A. es bueno. Ven a probarlo”. Y ellos habían venido y lo habían aprovechado. Sus primeras palabras escritas marcaron el comienzo de una maravillosamente benigna influencia a favor nuestro, la suma total de la cual nadie nunca podrá calcular.
La charla del padre Ed en la Convención ese domingo por la mañana estuvo matizada con humor y perspicacia. Al oírlo hablar, me vino a la memoria su primera aparición en mi propia vida, tan vívidamente como si sucediera ayer: era una noche del invierno de 1940 en el Viejo Club de la calle 24 de Nueva York; me había acostado alrededor de las diez con un caso grave de autocompasión y molestias de mi úlcera imaginaria. Lois estaba afuera, no sé dónde. Estaban cayendo granizos y aguanieve golpeando ruidosamente contra mi techo de hojalata. Era una noche salvaje. No había nadie en el club aparte del viejo Tom, el bombero jubilado, ese diamante en bruto, recién salvado del manicomio de Rockland. Sonó el timbre de la puerta y pasado un momento Tom abrió la puerta de mi dormitorio. “Un vagabundo de St. Louis”, me dijo, “está allí abajo y quiere verte”. “Ay, Dios mío”, me dije. “Otro más y a estas horas de la noche. Pues, dile que suba”.
Oí los pasos de alguien subiendo penosamente la escalera.