con A.A.
Finalmente, Lois y yo volvimos a cruzar el río Hudson para instalarnos en la ciudad de Nueva York. En ese entonces se estaban realizando pequeñas reuniones de A.A. en la sastrería de Bert, un recién llegado. Esta reunión más tarde se trasladó a una pequeña sala de Steinway Hall y de allí a un sitio permanente cuando se abrió el primer club de A.A., “The Old Twenty-Fourth”. Lois y yo nos fuimos a vivir allí.
Al echar una mirada atrás y recordar estos escenarios neoyorquinos de nuestros primeros años, a menudo veíamos pasar entre las imágenes aquella del benigno doctor que amaba a los borrachos, William D. Silkworth, en aquel entonces jefe de medicina del Hospital Charles B. Towns de Nueva York, hombre que figura entre los auténticos cofundadores de A.A. Él nos explicó la naturaleza de nuestra enfermedad. Nos dio los instrumentos para penetrar el más duro ego alcohólico, esas frases demoledoras que empleaba para describir nuestra enfermedad: la obsesión mental que nos compele a beber y la alergia física que nos condena a volvernos locos o morir. Esas fueron las indispensables contraseñas. El Dr. Silkworth nos enseñó a cultivar el terreno negro de la desesperación del que ha florecido desde entonces todo despertar espiritual de nuestra Comunidad. En diciembre de 1934, después de mi propia repentina y abrumadora experiencia espiritual, este hombre de ciencia se había sentado humildemente junto a mi cama, diciéndome en tono tranquilizador: “No, Bill, no estás alucinando. Sea lo que sea lo que hayas experimentado, más vale que te aferres a eso; es mucho mejor que lo que tenías hace tan sólo una hora”. Esas eran magníficas palabras para el porvenir de A.A. ¿Quién más pudiera haberlas dicho?
Cuando quise trabajar con otros alcohólicos, el Dr. Silkworth me ofreció la posibilidad de hacerlo allí mismo en su hospital, a gran riesgo de su reputación profesional.
Tras seis meses de fracasos en mis intentos de ayudar a lograr la sobriedad a otros borrachos, volvió a recordarme la observación del profesor William James de que las experiencias espirituales verdaderamente transformadoras casi siempre se originan en la calamidad y el colapso total. “Deja de sermonearles”, dijo el Dr. Silkworth, “y preséntales primero los crudos hechos médicos. Puede que esto les impresione tanto que estén dispuestos a hacer cualquier cosa para recuperarse. Luego puede que acepten esas ideas de psicología moral tuyas, e incluso un Poder Superior”.
Cuatro años más tarde, el Dr. Silkworth ayudó a convertir al Sr. Charles B. Towns; dueño del hospital, en un gran entusiasta de A.A. y le recomendó que nos prestara $2,500 para empezar la preparación del libro Alcohólicos Anónimos — suma que, dicho sea de paso, más tarde se elevó a más de $4,000. Luego, como nuestro único amigo de la medicina en aquel entonces, el buen doctor se atrevió a escribir la Introducción de nuestro libro, en el que permanece hasta hoy en día y en el que tenemos la intención de guardarla para siempre.
Tal vez nunca habrá ningún médico que preste tanta dedicada atención a tantos alcohólicos como lo hizo el Dr. Silkworth. Se calcula que en su vida vio la asombrosa cantidad de 40,000 de ellos. Antes de morir en 1951, y en estrecha cooperación con A.A. y nuestra dinámica enfermera pelirroja, Teddy, había atendido a casi 10,000 alcohólicos en el Hospital Knickerbocker de Nueva York. Ninguno de sus pacientes olvidará jamás la experiencia, y la mayoría de ellos están sobrios hoy. Silky y Teddy fueron grandemente inspirados por el Dr. Bob y Sor Ignacia en Akron y siempre se considerarán como sus homólogos de la costa este de nuestra época pionera. Estas cuatro personas sentaron un magnífico ejemplo así como las bases para la maravillosa colaboración con la medicina que disfrutamos hoy día.
No podríamos despedirnos de Nueva York sin rendir agradecido tributo a los individuos que hicieron posibles los servicios mundiales de hoy día: los pioneros de la Fundación Alcohólica, el precursor de la Junta de Servicios Generales de A.A.
El primero en orden de aparición fue el Dr. Leonard V. Strong, Jr., mi cuñado. Cuando Lois y yo estábamos solos, abandonados, él, junto con mi madre, nos ayudó a superar la peor fase de mi alcoholismo. Fue el Dr. Strong quien me presentó al Sr. Willard Richardson, uno de los mejores servidores de Dios y de los seres humanos que jamás conoceré. Esa presentación tuvo como resultado directo la formación de la Fundación Alcohólica. La firme fe, sabiduría y espiritualidad de Dick Richardson nos sirvieron como anclas seguras durante los temporales que tuvo que capear nuestro centro de servicio, todavía en estado embrionario, en esos primeros años, y él contagió su convicción y entusiasmo a otros que trabajaron tan diligentemente para nosotros. Con gran cuidado y devoción generosa, el Dr. Strong sirvió como secretario de nuestra Junta de Custodios desde su formación en 1938 hasta su jubilación en 1955.
Dick Richardson era buen amigo y confidente de los Rockefeller, John D., padre e hijo. De ahí que el Sr. Rockefeller, Jr., se interesara profundamente en A.A. Vio que el poco dinero que teníamos era suficiente para lanzar nuestro proyecto de servicio, pero no suficiente para profesionalizarlo y decidió celebrar una cena en 1940 a la que invitaría a muchos amigos suyos para que nos pudieran conocer y ver A.A. con sus propios ojos. Esa cena, en la que dieron charlas el Dr. Harry Emerson Fosdick y el Dr. Foster Kennedy, neurólogo, sirvió como una importante recomendación de nuestra Comunidad ante el público en una época en que éramos muy pocos y desconocidos. Organizar una cena de este tipo podría haberle convertido al Sr Rockefeller en el hazmerreír de todos. No obstante, lo hizo, dando muy poco de su fortuna y muchísimo de sí mismo.
El Sr. Richardson animó a otros amigos suyos a ayudarnos. Entre ellos, estaba el Sr. Albert Scott, jefe de una compañía de ingeniería y presidente de la junta de custodios de la iglesia Riverside de Nueva York, quien a finales de 1937 presidió la famosa reunión en la oficina del Sr. Rockefeller, la primera en que algunos alcohólicos nos reunimos con nuestros nuevos amigos. En esa reunión el Sr. Scott hizo esta pregunta perspicaz e histórica: “¿no estropearía esta cosa el dinero?” El Dr. Bob, el Dr. Silkworth y yo asistimos a esa reunión y también estaban otros dos amigos del Sr. Richardson que estaban destinados a ejercer una gran influencia en nuestros asuntos.
Al comienzo de la primavera de 1938, nuestros nuevos amigos nos ayudaron a organizar la Fundación Alcohólica, y el Sr. A. LeRoy Chipman sirvió incansablemente muchos años como tesorero. En 1940 parecía deseable que la Fundación tomara posesión de Works Publishing, Inc., la pequeña compañía que habíamos formado para editar el libro, y dos años más tarde el Sr. Chipman hizo la mayor parte del trabajo para recaudar los $8,000 que se necesitaban para pagar a los accionistas y al Sr. Charles B. Towns; de esta manera la Fundación se convirtió en la propietaria exclusiva del libro de A.A. y se aseguró que la custodia del libro estuviera en manos de nuestra sociedad de forma vitalicia. Recientemente el Sr. Chipman tuvo que retirarse de la Junta de Custodios debido a una enfermedad y para su desilusión no pudo venir a St. Louis. Ni tampoco pudo estar con nosotros Dick Richardson, porque había fallecido unos años atrás.
Presente en esa reunión a principios de 1940 estuvo otro amigo del Sr. Richardson, Frank Amos, editor ejecutivo de un periódico, director de una agencia publicitaria, y custodio recién jubilado de A.A. En 1938 Frank fue a Akron para conocer al Dr. Bob y hacer una detallada investigación de lo que había sucedido allí. Su informe elogioso acerca del Dr. Bob y el Grupo Número Uno fue lo que había despertado el vivo interés del Sr. Rockefeller y favorecido aún más la formación de la Fundación Alcohólica. Dicha Fundación iba a convertirse en el foco central de los servicios mundiales de A.A., los cuales han sido la causa principal del desarrollo y de la unidad de nuestra comunidad en su totalidad. Frank Amos estaba disponible en su oficina o en su casa a casi cualquier hora del día o de la noche, y su consejo y su fe nos eran de inmensa ayuda.
Mientras los neoyorquinos seguíamos rememorando los tiempos pioneros hasta muy entrada la noche, pensamos en Ruth Hock10, la dedicada muchacha no alcohólica a quien Bill había dictado páginas y páginas y quien había pasado muchos meses pasando los textos a máquina cuando se estaba preparando y revisando el manuscrito del libro Alcohólicos Anónimos. A menudo trabajaba sin pago en efectivo, dispuesta a aceptar acciones de Works Publishing, sin aparente valor real en aquel entonces. Recuerdo con agradecimiento que muy a menudo su sabio consejo y su buen humor y paciencia contribuían a resolver las numerosas riñas surgidas por el contenido del libro. Muchos veteranos en St. Louis también recordaban