Julio Camba

La rana viajera


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y se la habría ofrecido a Mr. Hearst para cualquiera de sus numerosos periódicos. Mr. Hearst, que es un especialista en patriotismo, podría así añadirle una estrella a la bandera americana, aunque tal vez prefiriese explotar el nuevo astro para hacer anuncios luminosos. Y si la necesidad me apuraba, entonces hubiese llevado mi estrella a la Embajada alemana de Madrid. Esos alemanes lo utilizan todo y pagan espléndidamente.

      Yo me he sentido muy halagado al ver que a mi llegada se encendía una nueva estrella en el cielo de Madrid. Desgraciadamente, la nueva estrella resultó algo semejante al nuevo microbio, que todos creíamos español y que resultó proceder del centro de Europa. No acabamos de descubrir nada por completo, ni en la región de lo infinitamente pequeño, ni en la de lo infinitamente grande. Nuestros nuevos astros y nuestros nuevos microbios son, poco más o menos, tan viejos como nuestros nuevos políticos.

       UNA NUEVA TEORÍA DEL CLIMA

       Índice

      Qué tal le va a usted—me preguntan desde el extranjero—en ese hermoso país del sol y del cielo azul?

      Pues en este hermoso país del sol y del cielo azul nos pasamos la vida tomando bromo-quinina para luchar contra el constipado. Madrid es uno de los pueblos más fríos de Europa, y lo es por una razón muy sencilla: la de que carece de aparatos de calefacción. En París, como en Berlín, y en Londres como San Petersburgo, ha habido una época en que el clima era sumamente frío; pero, poco a poco, ha ido transformándose artificialmente el clima natural de esas ciudades. Claro que no se ha calentado la atmósfera; ello ofrecía, de momento, dificultades insuperables aun para la misma química alemana. Se han calentado, en cambio, las viviendas, los establecimientos públicos, los tranvías y coches, etc., etc. Hoy puede afirmarse que, mientras los madrileños tiritan, los berlineses y los londinenses pasan sus inviernos a una temperatura media de 17 grados. En la Friedrichstrasse y en Oxford Street hará ahora, seguramente, más frío que en la calle de Alcalá; pero no así en las casas de Oxford Street ni de la Friedrichstrasse. Y como no es en la calle, sino en las casas, donde realmente se vive, resulta que los madrileños son habitantes de un país frío, mientras que los londinenses y los berlineses lo son de países cálidos.

      Con estos datos como base, se podría fundar una teoría en contra de aquella que estudia la influencia del medio natural sobre los hombres: la teoría del medio artificial. Esta nueva teoría demostraría que el carácter de cada país depende de sus aparatos de calefacción, y semejante demostración tendría una gran importancia porque nos llevaría a la conclusión siguiente: para acabar con las diferencias raciales que separan a unos pueblos de otros, y que tanto han contribuido al origen de la guerra europea, bastará que todo el mundo se caliente con el mismo procedimiento de calefacción y que ponga sus casas a una idéntica temperatura...

      No tengo representación bastante para fundar la teoría que queda esbozada, ni dispongo tampoco del tiempo necesario para ocuparme en un asunto tan trascendental y tan poco lucrativo; pero que no me digan a mí que España, por razón de su clima, será siempre lo que es ahora. Que no me digan que en este país del sol y del cielo azul los hombres tendrán, por los siglos de los siglos, una naturaleza perezosa, violenta e incapaz de disciplina. Que no me digan, en fin, que el teatro de Ibsen no será comprendido nunca aquí porque es el teatro de un país brumoso, y que las leyes inglesas son tan inadaptables al carácter español como lo son los impermeables ingleses al clima de España.

      Porque España no es un país cálido nada más que durante unos cuantos meses al año, y porque, desde que se han inventado los ventiladores eléctricos y la calefacción central, no hay países cálidos ni países fríos. El clima no existe ya como una determinante del carácter de los hombres. Son, al contrario, los hombres quienes influyen sobre el clima. Reconozcamos que, afortunadamente, Madrid comienza ya a preocuparse de mejorar el suyo.

       EL TIEMPO Y EL ESPACIO

       Índice

      Tengo un asunto urgente a ventilar con un amigo. Desde luego, el amigo se opone a que lo ventilemos hoy.

      —¿Le parece a usted que nos veamos mañana?

      —Muy bien. ¿A qué hora?

      —A cualquier hora. Después de almorzar, por ejemplo...

      Yo le hago observar a mi amigo que eso no constituye una hora. Después de almorzar es algo demasiado vago, demasiado elástico.

      —¿A qué hora almuerza usted?—le pregunto.

      —¿Que a qué hora almuerzo? Pues a la hora en que almuerza todo el mundo: a la hora de almorzar...

      —Pero ¿qué hora es la hora de almorzar para usted? ¿El mediodía? ¿La una de la tarde? ¿Las dos...?

      —Por ahí, por ahí...—dice mi amigo—. Yo almuerzo de una a dos. A veces, me siento a la mesa cerca de las tres... De todos modos, a las cuatro siempre estoy libre.

      —Perfectamente. Entonces podríamos citarnos para las cuatro.

      Mi amigo asiente.

      —Claro que, si me retraso unos minutos—añade—, usted me esperará. Quien dice a las cuatro, dice a las cuatro y cuarto o cuatro y media. En fin, de cuatro a cinco yo estaré sin falta en el café. ¿Le parece a usted?

      Yo quiero puntualizar:

      —Digamos a las cinco.

      —¿A las cinco? Muy bien. A las cinco... Es decir, de cinco a cinco y media... Uno no es un tren, ¡qué diablo! Supóngase usted que me rompo una pierna...

      —Pues citémonos para las cinco y media—propongo yo.

      Entonces, a mi amigo se le ocurre una idea genial.

      —¿Por qué no citarnos a la hora del aperitivo?—sugiere.

      Hay una nueva discusión para fijar en términos de reloj la hora del aperitivo. Por último, quedamos en reunirnos de siete a ocho. Al día siguiente dan las ocho, y claro está, mi amigo no comparece. Llega a las ocho y media echando el bofe, y el camarero le dice que yo me he marchado.

      —No hay derecho—exclama días después al encontrarme en la calle—. Me hace usted fijar una hora, me hace usted correr, y resulta que no me aguarda usted ni diez minutos. A las ocho y media en punto yo estaba en el café.

      Y lo más curioso es que la indignación de mi amigo es auténtica. Eso de que dos hombres que se citan a las ocho tengan que reunirse a las ocho, le parece algo completamente absurdo.

      Lo lógico, para él, es que se vean media hora, tres cuartos de hora o una hora después.

      —Pero fíjese usted bien—le digo—. Una cita es una cosa que tiene que estar tan limitada en el tiempo como en el espacio. ¿Qué diría usted si habiéndose citado conmigo en Puerta del Sol, se enterase de que yo había acudido a la cita en los Cuatro Caminos? Pues eso digo yo de usted cuando, habiéndonos citado a las ocho, veo que usted comparece a las ocho y media. De despreciar el tiempo, desprecie usted también el espacio. Y de respetar el espacio, ¿por qué no guardarle también al tiempo un poco de consideración?

      —Pero con esa precisión, con esa exactitud, la vida sería imposible—opina mi amigo.

      ¿Cómo explicarle que esa exactitud y esa precisión sirven, al contrario, para simplificar la vida? ¿Cómo convencerle de que, acudiendo puntualmente a las citas, se ahorra mucho tiempo para invertirlo en lo que se quiera?

      Imposible. El español no acude puntualmente a las citas, no porque considere que el tiempo es una cosa preciosa, sino, al contrario, porque el tiempo no tiene importancia para nadie en España. No somos superiores, somos inferiores al tiempo.