Julio Camba

La rana viajera


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contribuciones al Estado y que cumplen la ley de Quintas.

      La señorita Mary-Focela ha introducido en este género de cuplés una variación notable. Parece que sus versos eran éstos:

      Lucho como una leona

       al grito de ¡Viva España!

       Y es que por mis venas corre

       la sangre de Malasaña...

      Sabíamos de cupletistas que luchaban contra gente extraña; sabíamos de otras que luchaban con saña; pero eso de Malasaña es todo un hallazgo.

      Lucho como una leona

       al grito de ¡Viva España!

       Y es que por mis venas corre

       la sangre de Malasaña...

      Me imagino a la señorita Mary-Focela moviendo las caderas en un gesto de luchadora. El público, viéndola, ha debido también de sentir en sus venas el flujo de una sangre heroica, capaz de todos los sacrificios. ¡Viva España! ¡Viva la gracia! ¡Viva Mary-Focela!...

       LA HUELGA DE CUERNOS CAÍDOS

       Índice

      Desengáñese usted—me decía un viejo aficionado—. Ya no hay toros...

      El viejo aficionado, como todos los viejos aficionados, creía que los toros se dividen en mansos y bravos, y que la especie de estos últimos está extinguiéndose. Por mi parte, yo he adquirido el convencimiento de que todos los toros son igualmente mansos, y de que si en la plaza tratan, a veces, de matar a los toreros, es por la misma razón en virtud de la cual los toreros tratan—también a veces—de matar a los toros: para entretener al público. Días atrás estuve en una ganadería. Los toros pacían por allí de una manera perfectamente bucólica, dejándose acariciar de los vaqueros y de los visitantes.

      —¿Y éstas son las fieras?—dije yo.

      —¡Hombre!—me contestaron—. ¿Qué quiere usted que hagan aquí? Ya las verá usted en la plaza...

      Esto de suponer que el toro no desarrolla su verdadera naturaleza de fiera mientras no llega a la plaza, es algo así como imaginarse que el tigre tampoco desarrolla la suya hasta que lo llevan a un circo. Si en el interior de África nos enseñaran unos tigres muy sociables, y si ante nuestra estupefacción nos dijeran que esa sociabilidad era natural y que esperásemos a ver a los tigres en Price, esta contestación nos parecería bastante absurda. Pues igualmente absurda me pareció a mí la contestación que me dieron en la ganadería sobre la ferocidad de los toros.

      No. El toro no es un animal más feroz que el torero. Es, al contrario, una bestia pacífica que ama la naturaleza y que sigue un régimen estrictamente vegetariano. Algunos se dejan lidiar, y el público los llama bravos. Ahora, sin embargo, la mayoría parece que van a declararse en huelga. Yo he visto recientemente un toro que, a los dos minutos, se dio cuenta de que todo en la plaza estaba organizado en contra suya y adoptó una actitud que pudiéramos llamar de cuernos caídos. Los toreros corrían detrás de él enseñándole unas telas vistosas y llamándole con sus voces más dulces; pero todo era en vano. A veces, el toro se paraba un instante y parecía que iba a dejarse conquistar. Unos toreros le sonreían con sonrisa tentadora. Otros procuraban excitar su orgullo... El toro reflexionaba un rato. Luego hacía un movimiento de cabeza como diciendo:

      —¡No! ¡Nunca!... Este negocio no me conviene...

      Y seguía su camino, insensible a todos los requerimientos.

      Fue entonces cuando el viejo aficionado me dijo que ya no había toros:

      —Ya no hay toros. Ya no hay emoción. ¡Vaya un veranito el que nos espera!

      Y yo, condolido, le di lo que consideraba un buen consejo.

      —Váyase usted al Congreso—le dije—. Un viejo aficionado como usted no lo pasará allí del todo mal.

       EXPERIENCIAS DE UN ATROPELLADO

       Índice

      Un amigo mío ha sido atropellado por un automóvil.

      —He tenido que pasarme quince días en cama—me decía este amigo, contándome el percance—; pero ahora no les quedará más remedio que darme una indemnización.

      —¡Error profundo!—exclamé yo—. Lejos de valerte una indemnización, el atropello te costará un ojo de la cara. Yo también he sido atropellado—añadí con orgullo—, y gracias a que la cosa me cogió con algún dinero. Si llego a encontrarme desprevenido, a estas horas me tendrías aún gimiendo amargamente en el fondo de una mazmorra.

      Y para convencerle, le conté al amigo mi experiencia personal. Fue en Barcelona, hará cosa de unos dos años. Estaban conmigo Luis Bello, Eugenio Xammar, Wenceslao Fernández Flórez, Gregorio Martínez Sierra y Anselmo Miguel Nieto, cuando un automóvil me atropelló en la calle del Conde del Asalto. El automóvil llevaba una velocidad justa para atropellar a los transeúntes, pero que, con arreglo a las Ordenanzas municipales, resultaba excesiva. Fui transportado a una farmacia, y mientras me curaban, apareció el chauffeur, bastante indignado. El chauffeur pretendía que su automóvil no había chocado conmigo, sino al contrario, que yo había chocado con su automóvil.

      —Usted—gritaba—se ha echado encima de nosotros.

      —Pero ¿con qué objeto?—le preguntaba yo.

      A lo cual el chauffeur hacía un gesto vago como diciendo:

      —¡Lo ignoro! Seguramente sería algún objeto inconfesable...

      En vano yo le hacía observar al chauffeur que al atravesar la calle del Conde del Asalto ni yo ni ninguno de mis amigos llevábamos exceso de velocidad. El chauffeur insistía, y los espectadores comenzaban a sospechar que yo era un hombre cruel dedicado a atropellar por gusto automóviles indefensos.

      De la farmacia nos fuimos a la Casa de Socorro, y de la Casa de Socorro a la Comisaría. Entablé mi reclamación y me fui a la cama, donde, a los quince días, recibí una comunicación del Juzgado de Atarazanas.

      —Por fin ha llegado la mía—pensé.

      Pero, al leer la comunicación, sufrí un horrible desengaño. El juez me citaba a las nueve de la mañana para ver el estado de mis heridas, y me amenazaba, en caso de que yo no acudiese a la cita, con una multa, con la prisión o con el castigo «a que hubiese lugar»... Yo soy un trasnochador impenitente. Para hacerme levantar temprano se han ensayado conmigo todos los procedimientos, desde el despertador de campana al jarro de agua fría; pero el de la multa y el de la prisión eran totalmente inéditos. ¿Qué iba a ser de mí si no me levantaba? Y todo porque en un momento de distracción me había dejado atropellar por un automóvil...

      Le escribí al juez informándole de mis costumbres. «Además—le decía—, ¿para qué quiere usted ver mis heridas? Si están curadas, no vale la pena de que usted las vea, y si no lo están, me será difícil abandonar la cama para ir a enseñárselas a usted. En realidad de verdad, debo comunicarle a usted que mis heridas son bastante leves, por lo cual espero que no me tratará usted con excesivo rigor. Me he dejado atropellar, lo reconozco; pero he procurado que me atropellasen lo menos posible, y mi delito no tiene, por lo tanto, una gran importancia. En lo sucesivo, haré todo cuanto esté en mis manos para que no vuelvan a atropellarme.»

      Ignoro si esta carta llegó a poder del juez, pero yo recibí una segunda citación mucho más conminatoria que la primera. Me vi ya en presidio. Me vi deshonrado para toda la vida, y huí abandonando cuanto tenía entre manos.

      Y luego de relatarle estos