Julio Camba

La rana viajera


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remedio que callarse. Si uno no se calla, los atropelladores, para justificar el atropello, vuelven a atropellarle. A veces le atropellan a uno los chauffeurs. A veces, los ministros. Si quieres que no te atropellen, yo sólo veo un camino para ti: el de que te conviertas, a tu vez, en atropellador.

       LA JUERGA HEROICA

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      Antes de la guerra europea no había cabarets en Madrid ni parecía que pudiese nunca llegar a haberlos. Cuando varios hombres coincidían de madrugada en un mismo restaurant, solían lanzarse unos contra otros en batallas más o menos descomunales. La juerga tenía entonces entre nosotros un sentido heroico que la ennoblecía. Para tomarse una ración de calamares pasadas las doce de la noche, hacía falta un ánimo sereno, a más de un estómago excelente, y aunque algunos fisiólogos sostienen que estas dos cosas van juntas y que el valor se deriva del buen funcionamiento gástrico, yo sé de muchísimas personas que se han acostado con hambre en Madrid, no por carecer de dinero, sino por carecer de arrojo. Los dueños de restaurants nocturnos veíanse obligados a dividir sus establecimientos en una especie de compartimientos estancos a fin de contener el ímpetu de los comensales. Cada uno de aquellos compartimientos era algo así como una pequeña fortaleza en donde el trasnochador se encontraba relativamente a salvo de agresiones. El juerguista madrileño tenía que atrincherarse con la elegida de su corazón. ¿Cómo concebir, en aquellos tiempos belicosos, que llegase un día en el que los madrileños pudieran mezclarse en una sala bien iluminada donde hubiese weine, weibe und gesang, esto es, vino, mujeres y canciones?

      Pero estalló la guerra, y a medida que se cerraban cabarets en Europa, comenzaron a abrirse cabarets en Madrid. Es decir, que los españoles dejamos de pelearnos precisamente cuando empezaba a pelearse todo el resto de la Humanidad... Por aquel entonces llegué yo a Madrid, y una noche, en un restaurant, me quedé asombrado al ver que los hombres no se arrojaban unos a otros objetos de vidrio ni de porcelana. ¡Y eso que, indudablemente, todos estaban allí de buen humor y todo el mundo tenía ganas de divertirse!... Había en el restaurant unas cuantas francesas que, tratadas algo a fondo, resultaban ser de Zurich o de Rotterdam; había otras mujeres que se declaraban vienesas, pero sin darle a esta declaración un carácter irrevocable, porque si uno insistía, decían que habían salido muy chicas de Viena, y que, «en realidad», eran de Dresde o de Leipzig. Estas mujeres venían a constituir algo así como la resaca de Europa. La guerra las había arrojado a estas playas pintorescas, y aquí siguen, ya algo familiarizadas con las costumbres de los indígenas.

      Y a estas mujeres—una docena escasa que forman la base de todos los cabarets que se inauguran en Madrid y que son siempre las mismas en el espacio, ya que no puedan serlo en el tiempo—es a las que se debe esta transformación radical que se ha operado en nuestras costumbres. Gracias a ellas, uno puede entrar hoy de noche en cualquier café sin revólver, llave inglesa ni bomba de mano. La menos parisiense, la menos vienesa, la menos joven y la menos elegante de todas ellas, ha hecho más para identificarnos con Europa que todos los profesores que han venido aquí en viaje de propaganda. Y yo creo firmemente que sería cosa de pensionarlas o, por lo menos, de darles una condecoración.

       JULIO ANTONIO

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      Las gentes que, en hace cosa de tres meses, desconocían a Julio Antonio y que, hace cosa de un mes, le adoraban frenéticamente, van ahora a contemplar sus bustos de la raza como irían a ver la obra de un clásico. ¡Pobre Julio Antonio! ¿Qué es lo que se estuvo esperando tanto tiempo para hacer su consagración? ¿Una obra definitiva?... Yo tengo la sensación de que se estuvo esperando más bien al dictamen médico. Años atrás, Julio Antonio había hecho cosas tan buenas como la estatua yacente, o tal vez mejores; pero, entonces, el artista no estaba aún completamente desahuciado. Con un poco de dinero hubiera podido, quizás, reponerse del todo y, un genio en buena salud, es siempre cosa peligrosa. ¿Qué dirían los viejos escultores, cuyas manos se han encallecido modelando levitas de barro, guerreras, fajines, gabanes de pieles y otras prendas más o menos suntuarias? Y no hablemos de la juventud. El caso de un muchacho que no sigue los cánones oficiales, ni adula a los ministros y que triunfa por sus propios méritos, tiene, forzosamente, que constituir para ella un ejemplo desmoralizador...

      Llegó, sin embargo, para Julio Antonio el día del éxito, y fue un éxito como no se recuerda otro. Las marquesas se mezclaban con las niñeras y las criadas de servir, haciendo cola a la intemperie, durante horas y horas, para ver aquella obra, de la que se contaban tantas maravillas. Fue el Rey, fueron los ministros, fueron los académicos, fueron los obispos y los generales.

      Los periódicos por aquellos días hablaban de Julio Antonio con tanta extensión como si se tratara del propio Belmonte. Todo eran plácemes, sonrisas, invitaciones, encargos... Yo, en el caso de Julio Antonio, me hubiese alarmado sobremanera.

      —¿Tan malo estoy?—me hubiese dicho.

      Y Julio Antonio, que realmente estaba muy malo, se murió. Probablemente hubiese podido tirar todavía una temporada; pero, yo no sé si por amabilidad o por buen gusto, se murió en plena apoteosis. ¡Hizo bien! De no morirse, le habrían nombrado académico. Le habrían obligado a hacer estatuas de filántropos repugnantes, de generales a caballo, de políticos de levita. Hubiera tenido que modelar, con todo su parecido vulgar y ramplón, la cara del hijo ilustre de cada ciudad, que, generalmente, es el cacique de la misma. Hubiese tenido que cambiar su amplio chambergo por una chistera, y su vida bohemia por una vida seria y respetable, y su arte libre por el arte oficial. Hizo bien en morirse, y, además, ¡hacía ya tanto tiempo que no se moría aquí nadie románticamente!...

      Pero, a los que vienen detrás, yo no les aconsejaría que siguiesen el mismo procedimiento.

      Se le organizó un banquete al que solo yo me negué a ir. «No iré—dije—, y no porque yo sea un hombre de esos que vacilan mucho antes de asistir a un banquete, sino, al contrario, porque no suelo vacilar nunca. Me basta que un amigo estrene un drama cualquiera, que publique una novela, o, simplemente, que sea nombrado ministro, para que yo me apresure a acudir al inevitable banquete de homenaje; pero Julio Antonio está en un caso muy distinto.

      Si Julio Antonio hubiese hecho una estatua del conde de Romanones, vestido de chistera y levita, un monumento a las víctimas del 8 de diciembre o un grupo dedicado a los héroes del 13 de abril, yo le banquetearía sin inconveniente ninguno. La tortilla sería tan mala como de costumbre, y, sin embargo, yo me resignaría a comerla pensando que no había desproporción alguna entre ella y el objeto en cuya conmemoración se había confeccionado. Vería en el local a algún ministro más o menos solemne, oiría leer cartas y telegramas de adhesión, escucharía discursos llenos de lugares comunes y todo me parecería que se deslizaba en una armonía perfecta y que era completamente natural. Pero Julio Antonio no ha hecho una obra cualquiera. No ha hecho una cosa pasable, una cosa mediana, ni una cosa buena, sino, muy probablemente, una cosa genial. Y yo, que no tendría inconveniente alguno en banquetearle si le considerase una ostra, y que quizás le banquetease también aunque le supusiera algún talento, me niego terminantemente a banquetearle después de haber visto esa maravillosa estatua yacente que expone en el edificio de la Biblioteca Nacional. Es decir, que yo no le rindo homenaje a Julio Antonio por la simple razón de que Julio Antonio no es un imbécil; y esto, que quizás parezca un rasgo de humorismo, no es, después de todo, ni más ni menos que lo que se viene haciendo en las llamadas «esferas oficiales».

       LA PIEDRA FILOSOFAL

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