he oído a psicoanalistas decir que un niño encuentra siempre el libro que necesita, y esto sin duda es cierto más allá de la infancia, siempre y cuando, desde luego, alguien haya abierto el camino hacia los libros, haya facilitado su apropiación y haya sabido volverlos deseables.
Hoy incluso dudo que podamos hablar de los “poderes reparadores de la lectura”, a pesar de que los menciono en numerosos momentos en las páginas siguientes. “Reparar” puede sugerir un regreso al estado anterior, al cual aspiramos con mucha frecuencia en los tiempos críticos. Sin embargo, es mucho más fuerte el poder transformador que poseen ciertos libros, o ciertas frases, que a pesar de no tener nada que ver con la situación en la cual se encuentra atrapado el lector le dan la fuerza necesaria para liberarse.
Toda violencia resentida, todo sufrimiento, entorpece, aleja el horizonte, cuando no cancela completamente la posibilidad misma de salir y de llevar la mirada o el pensamiento a la lejanía. Nos convierte en Dreyfus cuando estaba preso en la isla del Diablo, rodeado de una empalizada que le impedía ver el mar y con la prohibición de hablarle a sus carceleros. Y sin embargo, hasta a él se le dio la gracia de los libros y pudo copiar páginas enteras de Montaigne o Shakespeare en los cuadernos donde resolvía ejercicios de inglés y de matemáticas.
Los libros son la anti-empalizada. La fuerza, el movimiento reencontrado tal vez proviene de esa lontananza ilimitada que abren las palabras o las ilustraciones, de esa otra dimensión, completamente distinta, que se sale de la brutalidad de lo real. Puede que haya otros objetos que también abren estos accesos, pero los libros lo hacen de manera excelente, como anota Camus al referirse indirectamente a la biblioteca municipal que visitaba de niño: “lo que contuvieran esos libros en el fondo poco importaba. Lo que importaba era lo que sentían al entrar en la biblioteca, donde no veían las paredes de libros negros sino un espacio y unos horizontes múltiples que, no bien traspasado el umbral, los arrancaban de la vida estrecha del barrio”. En los últimos años tuve que organizar las obras que componían la biblioteca de mi madre, que acababa de morir. He descubierto que desmontar la biblioteca de alguien que se ha ido es un gesto sacrílego, mucho más que regalar sus vestidos o los objetos que la rodeaban. La biblioteca de alguien, ya sea que conste de diez volúmenes o de cinco mil, está compuesta de sus sueños. Al tocar esos libros yo me internaba en sus territorios más íntimos, y al destruir su orden, desmantelaba un universo compuesto como un ramo de flores. Me abría paso a golpes de una atroz racionalidad económica (éstos de aquí pueden donarse, éstos de acá pueden venderse, estos títulos técnicos o manuales pueden tirarse).
Los sueños de mi madre estaban hechos de muchos tratados científicos sobre la evolución de los seres vivos, el cosmos o el sistema nervioso; de bellos libros sobre los pájaros, sus plumajes, sus costumbres, sus cantos. De poesía francesa del siglo XX, de novelas estadounidenses, de diccionarios muy sabios. Y de islas cuyas antípodas permanecieron en secreto: entre dos obras de arte descubrí un juego de cartas y documentos sobre el océano Pacífico de los cuales jamás había oído hablar. Desamparada frente a un descubrimiento semejante dejé de organizar y pospuse el resto del trabajo para otro día; pensé que la palabra “pacífico” seguramente habría significado algo para ella, que era tan inquieta. Recordé a una colega cuya biblioteca también tuve que vaciar: en medio de carpetas sobre temas muy serios se había deslizado un libro de fotografías de la actriz Simone Signoret en el esplendor de su juventud; ahí también había encerrado un continente pacífico, secreto, escondido. Me hizo recordar la frase de una mujer a propósito de una ilustración encontrada en un libro de la infancia: “era el anverso absoluto de todo lo que me rodeaba”.
Un anverso absoluto del cual requerimos todos los días para que nuestros deseos encuentren a dónde ir, eso que nos hace dormir y soñar. Lo que hace a Wendy y sus hermanos seguir tarde tras tarde a Peter Pan hasta El País de Nunca Jamás, lo que hace a Proust escribir noche tras noche, lo que hace a Sherezada contar.
Más que someter a los niños, a los adolescentes o a los adultos con quienes trabajan a discursos muy aburridos sobre los beneficios de la lectura, los mediadores, de cuyo arte trata este libro, los ayudan a descubrir ese anverso donde tomar respiro y donde experimentar, tal vez, una transfiguración. Les muestran un continente entero que no es sólo un consuelo sino una parte invisible, vital, de cada uno de nosotros.
PARÍS, FEBRERO DE 2021
Traducción de Juana Inés Dehesa
1 Véase Michèle Petit, “Leer (o no leer) en tiempos de pandemia”, conferencia inaugural del Foro Internacional por el Fomento del Libro y la Lectura, Resistencia (Argentina), 19 de agosto de 2020, publicada en El fomento del libro y la lectura 20, Fundación Mempo Giardinelli.
2 “Demeurer, habiter, transiter; une poétique de la cabane”, en Augustin Berque et al., L’Habiter dans sa poétique première, París, Donner lieu, 2008.
3 Gustavo Martín Garzo, “Una casa de palabras”, El País, 8 de enero de 2012.
Prólogo
Tuvieron que labrarse un arte de vivir en tiempos de catástrofe,
para nacer una segunda vez, y en seguida luchar, a rostro descubierto,
contra el instinto de muerte que está activo en nuestra historia.
ALBERT CAMUS1
LA IDEA DE QUE LA LECTURA puede ayudar al bienestar de la gente es muy antigua, sin duda tanto como la creencia de que puede ser peligrosa o dañina. Sus poderes reparadores, en particular, no han dejado de ser observados a lo largo de los siglos. “Para mí, el estudio ha sido el supremo remedio contra el hastío de la vida, pues no ha habido pesar que una hora de lectura no me haya quitado”, escribió Montesquieu. Más cerca de nosotros, en el siglo XX, pensemos en el papel que jugaron la lectura o los recuerdos literarios para tantos deportados a los campos de concentración nazi, o para quienes sufrieron el confinamiento estalinista. Primo Levi le recitaba Dante a su amigo Pikolo en Auschwitz, y los compañeros de Robert Antelme rememoraban poesías que transcribían en pedazos de cartón que encontraban en la bodega de la fábrica.2 Brodsky, condenado a trabajos forzados en un lugar cerca del círculo polar, leía a Auden y de él sacaba fuerzas para sobrevivir y enfrentarse a sus carceleros.3 Y la biblioteca que Chalamov encontró al salir de la Kolyma le dio nuevos ánimos para seguir adelante: “La notable biblioteca de Karaïev –no había un solo libro que no valiera la pena de leerse– me resucitó, me dio nuevas armas para la vida, en la medida en que eso era posible”.4
En las cárceles de los militares argentinos o uruguayos, muchos hombres y mujeres redescubrirán esa importancia vital de los libros o de los recuerdos de textos leídos. Tal como lo hará Jean-Paul Kauffmann, rehén durante tres años en Líbano: cuando no tenía nada más que leer, rememoraba las poesías o novelas “de antes”, afanándose en recuperar “su impregnación”:
Esa gimnástica de la memoria no se enfocaba para nada en el argumento. Reconstruir la intriga de Rojo y negro, Eugenia Grandet o Madame Bovary no era el objetivo que yo perseguía. Recrear el recuerdo de una lectura, reconocer en mí la huella que ésta dejaba, recuperar su impregnación, tal era el objetivo que me había propuesto. Darle un significado a lo que yo leía era algo accesorio. Lo que buscaba era empaparme del texto, no interpretarlo […].
Nunca devoré algo con tanta intensidad. Me olvidaba de la celda. Metido en el fondo de mi lectura, produciendo dentro de mí otro texto. Extraño goce, equivalía a una liberación provisional. […] Encadenado y a la luz de una vela, conocí la adhesión absoluta al texto, la fusión