llegar a esas situaciones extremas, la contribución de la lectura a la reconstrucción de uno mismo tras una desilusión amorosa, un duelo, una enfermedad, etc. –cualquier pérdida que afecte la representación de sí mismo y del sentido de la vida– es una experiencia común y ha sido descrita por numerosos escritores; para no ir más lejos, en una entrevista que encuentro la noche en que escribo estas líneas: habiendo perdido a su padre cuando era un bebé y luego a su madre a la edad de cinco años, Sergio Pitol cayó gravemente enfermo; ya no podía ir a la escuela, pero la casa donde su abuela lo había acogido estaba llena de libros: “Mi abuela leía sin parar. Y yo atrapaba todo lo que caía en mis manos.[…] A los doce años descubrí La guerra y la paz y cesó mi enfermedad. Siempre he estado convencido de que Tolstoi me salvó”.6
De manera parecida, Marc Soriano narró un día de qué manera, siendo niño, Pinocho le ayudó a sobreponerse a la muerte de su padre y a la grave anorexia resultante que puso en peligro su vida. En palabras de él “devoró, masticó, engulló y regurgitó Pinocho”, en el cual encontró “a la vez su crimen y la saludable rebelión que le dio la fuerza para luchar contra el abrumador sentimiento de culpa que la muerte absolutamente real de su padre amenazaba con hacer irreversible y fatal”.7 Allí se puede ver hasta qué punto una obra, en ocasiones, nutre literalmente la vida. En retribución, Soriano consagró la suya al estudio de los cuentos.
Tomaré un último ejemplo de Laure Adler quien, refiriéndose a la muerte de su hijo, declaró: “Si no me quité la vida, fue porque casualmente me topé con Un dique contra el Pacífico de Marguerite Duras”,8 que encontré en una casa alquilada para el verano:
…de hecho siempre tuve el sentimiento de que me estaba esperando. Ese verano acababa de pasar por una de esas pruebas de las que uno cree que nunca podrá reponerse. Me consta que un libro, al trocar mi tiempo por el suyo, el caos de mi vida por el orden del relato, me ayudó a recuperar el aliento y a avizorar un futuro. La feroz determinación y la inteligencia del amor que manifiesta la muchacha de Un dique seguramente contribuyeron mucho a lograrlo.9
Años de guerra, “años bibliotecas”
Pero no sólo en los momentos de desastres íntimos los libros llegan al rescate; también cuando sobrevienen crisis que afectan simultáneamente a un gran número de personas.“En los años treinta, de acuerdo con varios análisis, en Estados Unidos la crisis lanzó a millones de estadunidenses a sus bibliotecas”, según escribe Martine Poulain:10
A veces los desempleados le pedían a la lectura que les permitiera distanciarse de lo real y de su propia situación, le pedían que los llevara “fuera del mundo”. Otras veces, al contrario, lo que esperaban era que los mantuviera “dentro del mundo”. La lectura de la prensa era entonces algo muy apreciado, ya sea porque la lectura de las “noticias” sancionaba esa necesidad de sentirse ligado a una comunidad de pertenencia, o porque la consulta de las ofertas de empleo sellaba de manera aún más directa la búsqueda de reintegración.11
Y así por el estilo en todas partes, la segunda Guerra Mundial provocó un fuerte aumento en las prácticas de lectura, como mucha gente lo ha atestiguado, entre ellas Thaïs Nasvetnikova, en Rusia, quien evoca el invierno de 1941: “Recuerdo que todo el mundo leía… Muchísimo. Nunca he visto algo así… Agotamos la biblioteca para niños y adolescentes. Entonces nos autorizaron a leer libros para adultos”.12 O J. M. G. Le Clézio, quien se encontraba en Niza: “No se podía salir, era demasiado peligroso. Los caminos y los campos estaban minados […] Vagabundear era imposible. No teníamos muchos amigos, vivíamos aislados. Había que poblar ese vacío, y allí estaban los libros”.13 O Marina Colasanti, quien habla de su infancia en Italia:
… aun en pleno nomadismo, mis padres pudieron ofrecernos, a mi hermano y a mí, una normalidad estable.
Esa normalidad fue la lectura.
Cuando pienso en esos años, los veo atiborrados de libros. Son mis años-biblioteca. Y mis lecturas más emocionantes, ésas que hasta hoy vivo como mi epifanía de lectora, me fueron dadas justamente en los dos últimos años de la guerra, los años más duros. […]
Miraba por la ventana de nuestra sala, veía el símbolo del fascio sobre la fachada del Duomo y leía. Comíamos coliflor siete días a la semana, un huevo costaba una lira, se decía que el pan estaba hecho de serrín, y yo leía. Abandonamos la ciudad, buscamos refugio en la montaña. Allí, cuando despertábamos, las columnas de humo, allá en el horizonte, nos decían que Milán estaba siendo bombardeada. Y yo, ¡ah!, seguía leyendo.14
Todavía en fecha reciente, inmediatamente después del 11 de septiembre de 2001, en una época en que lo audiovisual ya era omnipresente, se observó pese a todo un aumento en la afluencia a las librerías de Nueva York mientras que disminuía la frecuentación de todos los demás comercios: “El público se vuelca hacia lo escrito para comprender la crisis”, escribió en su encabezado Le Monde del 22 de septiembre de 2001. Tras la primera onda de choque, la gente “vino a buscar libros para superar esa prueba”, comentó la directora de una gran librería.15 En Francia también las librerías registraron un movimiento similar.16
¿Qué puede hacer la lectura en estos tiempos difíciles?
En la actualidad puede decirse que el mundo entero es un “espacio en crisis”. En efecto, una crisis surge cuando, debido a cambios de carácter brusco –aunque hayan sido preparados con mucha anticipación–, o debido a una violencia continua y generalizada, los esquemas de regulación, tanto sociales como psíquicos, hasta entonces vigentes se vuelven inoperantes. La aceleración de las transformaciones, el aumento de la desigualdad, de las disparidades y el incremento de las migraciones, han alterado o hecho desaparecer los marcos en que se desarrollaba la vida, haciendo vulnerables a hombres, mujeres y niños, obviamente de manera muy variable según los recursos materiales, culturales y afectivos con que cuentan y el lugar en que viven.
Para muchos de ellos, estas crisis se traducen sin embargo en el mismo tipo de angustia. Vividas como rupturas, sobre todo cuando se acompañan de una separación de los seres más allegados, de la pérdida del hogar o de los paisajes familiares, las crisis desembocan en un tiempo inmediato, sin proyecto, sin futuro, en un espacio sin línea de fuga. Reviven antiguas heridas, reactivan el miedo al abandono, afectan el sentimiento de continuidad propia y la autoestima. A veces provocan una pérdida total de sentido. Pero igualmente pueden estimular la creatividad y la inventiva, contribuyendo a que se elaboren otros equilibrios, porque en nuestro psiquismo, como dijo René Kaës, una “crisis libera al mismo tiempo fuerzas de muerte y fuerzas de regeneración”.17 “El desastre o la crisis son también, y por encima de todo, oportunidades”, escriben Chamoiseau y Glissant tras el paso de un ciclón. “Cuando todo se derrumba o se trastoca, también algunas rigideces o imposibilidades se ven sacudidas. De pronto se vislumbra cómo, gracias a nuevas claridades, se esculpen algunas improbabilidades”.18
¿Puede la lectura sostener a esas fuerzas de vida? ¿Qué esperar de ella sin ilusiones vanas,