Adriana Patricia Fook

Conexiones


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tarde de domingo, Sam salió a caminar para conocer el lugar. Al dar vuelta la esquina, vio que la muchacha de sus sueños estaba sola en la vereda y, como sabía algo de español, se animó a preguntarle dónde quedaba la plaza de la zona. Ella enseguida le dijo, con un español tan raro como el suyo, que la esperara en la esquina, que estaría allí en unos minutos y le indicaría.

      Y Enriqueta cumplió su promesa. Pronto llegó, le indicó cómo ir y le dijo que lo acompañaría. En el camino, ninguno dijo una palabra. Solo cuando llegaron, Sam la invitó a que se sentase en el banco de la plaza, mientras se preguntaba qué hacía un hombre de mar, experimentado en tantas aventuras coralinas, sentado allí con una muchacha.

      Sam ya no quería estar en el oleaje de la fantasía, quería pisar tierra firme con una hermosa mujer, no con una ninfa marina. A sus ojos, Enriqueta era una hada del llano.

      El diálogo fue surgiendo muy lentamente. Con timidez, él le preguntaba sobre su origen; ella le contó que había llegado no hacía mucho tiempo, pues su padre (Bernardo, italiano y ebanista) había sido contratado para realizar la puerta de un diario muy famoso: La Prensa. Como viajaba mucho con Josefina, su madre, en uno de sus viajes había nacido ella, en Ginebra (Suiza), pero ya sus padres habían llegado a Sudamérica para establecerse. Le contó con vergüenza y algo de miedo que debía estar en su casa antes de que anocheciese, pues su padre no la dejaba salir sin su madre; pero ella estaba recostada, con dolores muy fuertes, entonces Enriqueta le había pedido permiso a él, pues nunca hacía nada sin su consentimiento.

      Sam imaginó que había heredado de su madre la sumisión y las lágrimas; sintió pena, pues veía que estaba muy controlada.

      Él le contó parte de su vida, de sus pérdidas, de sus búsquedas y de las persecuciones que había sufrido; que sabía varios oficios, que no tenía dónde ir, pues su vida prácticamente había transcurrido en un barco, y que seguramente residiría en Buenos Aires. Ambos se percataron de que, de distintas maneras, estaban muy solos.

      Sin que se dieran cuenta, el sol se estaba yendo del horizonte y, ya perdiendo la calma, Enriqueta le pidió que la acompañase hasta la esquina de su casa.

      Sam no le preguntó si se volverían a ver, pues, luego de escuchar el relato sobre los dichos de sus padres, se imaginaba que ese sería el único encuentro, pues no la dejarían salir, y menos con un oriental. Enriqueta, antes de despedirlo, le dijo que, después del almuerzo, su madre se acostaba a descansar y su padre trabajaba; si él quería, podrían verse. Ella no tenía ninguna amistad y le gustaría, si él aceptaba, que se encontraran nuevamente. Sam quedó sorprendido con los dichos de la muchacha, que se expresaba con un tono muy dulce, con algo de picardía y vergüenza, lo que realzaba aún más su belleza.

      Enriqueta llegó a su casa muy nerviosa, y sus padres, con tono amenazador, le preguntaron el motivo de su tardanza. Ella les contestó que estaba aprovechando los últimos días del verano para despejarse, y que caminaba por la zona y se quedaba en la plaza para mirar a los niños jugar.

      Por su parte, Sam se sentía hechizado por Enriqueta. Lo atraía una fuerza interior, estaba cautivado por su manera tímida, inocente y femenina, esperaba ansiosamente el día siguiente para poder embelesarse con su hermosura.

      Enriqueta, como todas las noches, ayudaba a su madre, luego cenaban juntos y se iban a dormir temprano. Pero esa noche fue distinta pues, después de tanto tiempo, su vida había perdido su monotonía. Experimentaba emociones nuevas, y su rebeldía comenzó a aflorar. No entendía cómo se había animado a mentirles a sus padres, pero no le importó, como tampoco le importaron las hojas secas del otoño que se avecinaba: sentía la primavera florecer dentro suyo, se imaginaba libre de sus padres para vivir una historia con Sam. Se sentía muy atraída por él; el destino los había llevado al mismo lugar a pesar de que los rieles de sus vidas habían sido diferentes: sus caminos los invitaban a unirse. Las diferencias eran abismales: ella vivía oprimida y acompañada, él era libre y no tenía familia. Pero las circunstancias no les iban a impedir vivir una historia de pasión y amor.

      Las horas pasaron muy lentamente, la ansiedad les ganaba. Sam salió rápidamente del trabajo para almorzar y descansar, tenía dos horas para estar con ella, pues debía volver a sus obligaciones. Ni almorzó; se encomendó al Supremo, les pidió a sus ancestros que le mandasen suerte y fue a la plaza donde habían estado el día anterior.

      La encontró sentada en el mismo banco. Cuando se iba acercando, eufórico y emocionado, vio sus ojos vidriosos y una mirada intensa, como si hubiera perdido la cordura. Se sentó a su lado, le tomó las manos y le preguntó qué le ocurría. Ella lo miró y comenzó a llorar como si tuviera las lágrimas contenidas por mucho tiempo. Él la abrazó, ella puso su cabeza en su hombro y se descargó, mientras él la acariciaba y le daba aliento, diciéndole que la tristeza se iría.

      Enriqueta se sintió tan bien en sus brazos que comenzó a experimentar la pasión y las ganas de que la siguiera conteniendo y acurrucando. Sam le secaba sus lágrimas con tanta devoción que Enriqueta se enamoró de la manera en que él la hacía sentir. Por primera vez era libre. Lo miró fijamente, invitándolo, con sus ojos vidriosos, a que se acercara; Sam no se pudo controlar, buscó su boca y la besó apasionadamente.

      Después de ese beso, comenzó a hablar nuevamente. Sollozando, puso sus sentimientos en palabras y le contó que era una muchacha oprimida. Él le habló con mucha consideración, muy dulcemente; le aseguró que era muy bella y que sentía algo inexplicable por ella, algo muy profundo, y que no dejaría que siguiera sintiendo ese dolor.

      La tomó entre sus brazos apretándola contra su pecho, la besó nuevamente. Fue la primera vez que ella sintió el sabor de un beso. Ya no quedaban lágrimas; la vivencia resplandeció, todo en ese instante fue mágico. Las sonrisas, las palabras dulces y las caricias amorosas le demostraban la devoción que Sam sentía por ella.

      Ese fue el inicio de una hermosa historia de amor y de pasión que se mantuvo oculta por casi un año. Luego, Enriqueta ya no pudo disimularlo, pues estaba embarazada. Cuando sus padres la increparon y se enteraron de quién era el padre, le cuestionaron cómo una muchacha decente se había involucrado con un chino.

      Ella se rebeló contra sus padres, y con Sam se instalaron en una pensión. Fueron felices por algunos años. Pero, cuando su padre vio que su hija se había emancipado, ideó un plan para que volviese a su hogar. Le dijo a Enriqueta que su madre estaba muy enferma y se dejaba morir por el disgusto y la tristeza de no tenerla en casa, y la hizo regresar. Ella le prometió a Sam que, a espaldas de sus padres, seguirían con su historia de amor, pues ellos no aceptarían estar con su nieto, Juan Carlos, pero no podrían negarse a que ella visitara a su hijo, que se quedaría con él.

      Sin darse cuenta de que la estaban dirigiendo, pues era una joven inexperta y temerosa, volvió a la casa de ellos.

      Al principio, Enriqueta iba casi todos los días a cuidar de su pequeño, mientras esperaba a que Sam volviera del trabajo. Sin embargo, su padre la obligó, con mentiras, a ponerse en pareja con un amigo de él. Por la vergüenza que le habían inculcado y su inexperiencia, ella aceptó lo que le había ordenado su padre, Bernardo. Él quería que estuviera controlada, para que se cortara el amorío con Sam, sin saber que ese lazo nunca se rompería, jamás lo dejaría en el olvido.

      Sam llevaba a Juan Carlos a todos los lugares en los que trabajaba, pues era un niño estudioso y trabajador. Con los años, su hijo se convertiría en un muchacho muy bueno y educado.

      Sam trabajaba con personas que tenían una buena situación económica, y Juan Carlos era un apasionado de la lectura. Los patrones se encariñaron con el niño y le permitían usar la biblioteca. Siempre había sido autodidacta; como deambulaban de un lado al otro, había cursado pocos años de secundario, pero tenía conocimientos y le encantaba aprender.

      Juan Carlos creció con su padre. Después de que su madre se puso en pareja, lo iba a visitar, pero iba acompañada, y no era lo mismo que cuando se quedaba con él casi todo el día. A Sam apenas lo veía, pero siempre le dejaba una carta en la que le decía lo mucho que los extrañaba.

      Sam solo se regocijaba con ver crecer a su hijo; él más que nadie sabía del abandono