Adriana Patricia Fook

Conexiones


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para continuar en el camino. Ya no lloraba por el pasado ni se preocupaba por el futuro: su presente era educar a su hijo, mientras soñaba a diario con su hermosa Enriqueta. Solo con verla por unos minutos, aunque no pudiera acercarse a ella físicamente, sentía la conexión del amor más puro y sublime, y con esto le bastaba para ser feliz. El lazo que los unía no le permitía decaer. No malgastaba el tiempo en quedarse inmóvil ante los hechos que le iban acaeciendo; lo único que lo sacaba de eje era cuando su hijo lo cuestionaba y le preguntaba por qué sus abuelos no lo querían y por qué su madre, que tanto los amaba, no podía estar con ellos.

      Sam, ante los cuestionamientos, le decía que no tenía la respuesta sobre sus abuelos, pero creía que eran personas muy desdichadas que solo vivían de la apariencia y eran esclavos de un vacío interior, y así perdían la felicidad de sentirse amados por su descendencia.

      Con respecto a su madre, le contó una vieja leyenda: los ángeles miran la tierra y pueden ver, desde arriba, a todos los niños de los distintos lugares del mundo. De esta manera, no hay obstáculo que impida el encuentro ni adversidad que vulnere su amor infinito.

      De acuerdo con la leyenda, hay una buena razón para que los ángeles le elijan un niño a cada niña. Es la misma razón por la que Dios le da al hombre dos ojos, dos oídos, dos piernas y dos manos: para que se complementen y actúen juntos como si fueran uno solo. Por esta razón, su madre, a pesar de la distancia, se encontraba con él.

      Cuando murió Josefina, Enriqueta dejó a su pareja y volvió con sus amores. Su hijo ya tenía dieciséis años. El amor y la felicidad fueron el sello de algunos años más.

      Pero Bernardo no claudicaba en separar a la pareja. Comenzó a manipular a Enriqueta, le decía que se había arrepentido, que aceptaría a Juan Carlos, que se sentía solo, pues había muerto su esposa, y que se moriría si ella no volvía con la pareja que había dejado, pues no resistiría la vergüenza que le producía Sam.

      Nuevamente, Enriqueta volvió a la casa de su padre para cuidar de él y de su pareja; Sam permitió que Juan Carlos viese a su abuelo, pero él seguiría viviendo junto a su hijo.

      Sin embargo, a Bernardo no le había salido bien la mentira, pues Enriqueta seguía teniendo conexión con Sam.

      Cuando murió su padre, Enriqueta se dio cuenta del error que había cometido al haberle hecho caso, dejó a la pareja e intentó recuperar el tiempo perdido. Juan Carlos ya tenía veinte años. Con mucho amor y alegría, logró hacerlo, y fueron sus años más felices. Nuevamente, Sam y Enriqueta pudieron vivir su idílica y única historia de amor.

      Transcurría el año 1953. Un domingo, Enriqueta tenía que ir a buscar unos papeles a su antigua casa, pero Sam la noche anterior había tenido un sueño muy extraño. En este, caminaban por un valle codo a codo; Sam le decía que nunca se había sentido así, que no lo dejase, ya que todos los sueños habían comenzado con ella. Le cuestionaba que se estaba yendo muy joven, que era su vida. Enriqueta le decía que desde esa noche sería suya por siempre y, de improviso, ella se adelantó, como si estuviera volando, y comenzó a alejarse sin que Sam pudiera alcanzarla.

      Cuando despertó, la vio dormida entre sus brazos, y se tranquilizó.

      Pero ese domingo, después de almorzar, descansaron, y él le contó de su sueño. Ella le respondió que había soñado que era un ángel.

      Enriqueta se fue luego, ya cuando caía la tarde, y planificaron que su hijo la iría a buscar por la casa de sus abuelos. Juan Carlos estaba trabajando en un terreno que había comprado hacía unos años, en Merlo, una localidad de zona oeste; estaba construyendo una casa. Siempre, cuando se iba a trabajar, llegaba más tarde, pero como ya habían quedado que iría a buscar a su madre, llegó a Mármol muy temprano. Cuando llamó para ingresar a la casa, salió un policía. Él le preguntó por su madre, y el policía lo hizo pasar. La encontró sin vida, al lado de un doctor.

      Juan Carlos se arrodilló ante ella y, a pesar de tener un tono de voz bajo, gritó para despertarla: «¡Mamá, mamá…!».

      Cuando Sam se enteró de la muerte de su amada, quiso darle el último adiós, pero no pudo. Prefirió respetar su memoria, pues en el velatorio se encontraba la familia de la pareja y sus padres habían hecho lo posible para ocultar su verdadera historia.

      Solo atinó a entrar a su cuarto. En soledad, recordó los últimos años, cuando ella apoyaba sonriente la cabeza sobre la almohada y reía con tanta felicidad. Sam supo entonces que ya no iba a regresar.

      Las cartas que le había enviado la mujer que había abierto su corazón quedaron en un cofre al costado de la cama, junto a su retrato.

      Después de llorar por mucho tiempo, Sam abrió la ventana para que el viento se llevara sus lágrimas y le pidió a Dios que lo sacara de ese dolor. También que, a pesar de que no era su familia de sangre, esperaba que se uniera a la manada de sus ancestros para que estuviera con su familia, pues, a pesar de tantos desencuentros y equivocaciones, Sam presentía que algún día se reunirían por siempre.

      Le pidió consuelo para el alma, pues sin Enriqueta ya no sería lo mismo, ya no despertaría de júbilo, bendecido por su hermosa sonrisa, ya no esperaría la hora de volver a verla y sentirla recostada y riendo junto a él.

      Esa noche soñó con una manada de lobos. Entre ellos, solo reconoció a Lobinan. Vio cómo el cuerpo de Enriqueta comenzaba a transformarse en el de una loba. Se iluminó y escuchó su dulce voz, que le susurraba: «Hasta siempre, amor; hasta siempre, mi Sam».

      Trabajo, esfuerzo y armonía

      Con el tiempo, Juan Carlos se convirtió en un muchacho con grandes principios y valores, sus padres se sentían orgullosos de él. Antes de mitad de siglo xx y habiendo heredado de su padre el amor por el mar, ingresó en la Armada, en la Prefectura Naval Argentina.

      Sam trabajaba como cocinero en el Jockey Club, un prestigioso club de la ciudad de Buenos Aires. Un día, el señor Greco, el acaudalado dueño de una importante fábrica de cigarrillos, lo contrató para que fuese su cocinero, en una quinta que tenía en la localidad de Merlo. El lugar era muy tranquilo y, como ya estaba junto a Enriqueta, no dudó en hacer un cambio y aceptó la propuesta. Además, la familia no tendría problemas en que, cuando Sam lo dispusiera, disfrutara de los días de campo en la casona con ellos, pues cocinaba muy rico y había gente interesada en contratarlo.

      Juan Carlos, cuando conoció el lugar, quedó encantado, pues todo era campo, y era su oportunidad para poder adquirir un lote y construir su casa. Con esto en mente, solicitó un crédito hipotecario y lo obtuvo. Más tarde, cuando fueron los tres al lugar, sintieron una gran emoción. Allí había una gran carpa donde asignaban los lotes; cuando le tocó el turno a él, eligió un lugar a doscientos cincuenta metros de donde se encontraban. Con el tiempo, el lugar se llamó barrio La Carpa.

      Todos los días, luego de prestar servicio, Juan Carlos iba con su madre, que le hacía compañía, y luego se unía Sam. Todo era entusiasmo, clima de risas, trabajo y armonía. Conversaban y se ayudaban con los pocos vecinos que había, pues todos eran emprendedores y trabajadores. Fueron años muy felices en los que los padres y el hijo se apoyaban. Pero esa unión solo duró unos cinco años, hasta que su madre falleció. Entonces, por un largo tiempo, Juan Carlos dejó de ir a su terreno. Sam no iba a trabajar todos los días como antes y, como Juan Carlos había heredado la casa de su madre, ambos se instalaron allí. Sam hablaba muy poco con su hijo, se dedicaba al jardín y a la huerta; mientras, Juan, cuando volvía de trabajar, arreglaba todo lo que le hacía falta a una casa vieja y en malas condiciones.

      Sam permanecía en el ayer; sus días con Enriqueta parecían de fantasía, como ella, la única mujer que le había calado el alma con tanto afecto, la mujer que había sembrado los sentimientos más puros, aquellos que le brindaron plenitud y una felicidad que no se puede explicar.

      Antes de conocerla, Sam vivía en un estado de soledad, un estado de vacuidad indescriptible por todo lo vivido. Muchas veces había estado cerca de la muerte, a pesar de que los navíos donde él se encontraba eran mercantes. Desde pequeño, en su vida todo había sido incierto, todo había