Aiden Thomas

Los chicos del cementerio


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       Gracias

       La Martiniana

       UNO

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       VEINTICUATRO

       VEINTICINCO

       EPÍLOGO

       AGRADECIMIENTOS

       Notas de la traducción

       Créditos

      Gracias

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No me llores, porque si lloras yo peno, en cambio, si tú me cantas, yo siempre vivo y nunca muero.

       UNO

      Técnicamente, Yadriel no estaba invadiendo ninguna propiedad privada porque llevaba toda la vida viviendo en el cementerio… pero allanar la iglesia era, sin duda, cruzar la línea de ambigüedad moral.

      Sin embargo, si quería demostrar de una vez por todas que era un nahualo, tenía que realizar el rito delante de la Dama Muerte.

      Y ella lo esperaba en el interior de la iglesia.

      La cantimplora negra llena de sangre de pollo rebotaba contra la cadera de Yadriel mientras se escabullía de la pequeña casa de su familia, situada en la parte delantera del cementerio. El resto de elementos necesarios para la ceremonia los llevaba guardados en una mochila.

      Su prima Maritza y él se agacharon bajo las ventanas con cuidado de no golpearse la cabeza contra los alféizares. Detrás de las cortinas danzaban las siluetas de los nahuales que festejaban en el interior de la casa; por todo el cementerio se oían sus risas y el sonido de la música. Yadriel se detuvo, agazapado entre las sombras, para asegurarse de que no había nadie alrededor antes de saltar desde el porche y salir corriendo. Maritza lo seguía de cerca; sus pasos hacían eco al unísono con los de Yadriel mientras corrían por los caminos de piedra y los charcos.

      Con el corazón desbocado, Yadriel rozó los ladrillos húmedos de los columbarios y oteó para asegurarse de que los nahualos encargados de custodiar el camposanto aquella noche no anduvieran cerca. Patrullar el cementerio para garantizar que los espíritus de los muertos no causaran problemas era una de las responsabilidades de los hombres. No solía ocurrir que los espíritus se tornaran malignos, así que las rondas de los nahualos básicamente consistían en vigilar que nadie se colara en el cementerio, quitar las malas hierbas de las tumbas y realizar tareas generales de mantenimiento.

      Cuando oyó el sonido de una guitarra más adelante, Yadriel se agachó detrás de un sepulcro, arrastrando consigo a Maritza. Al asomarse por la esquina, vio a Felipe Méndez apoltronado en una lápida, tocando la vihuela y cantando. Felipe era el último residente del cementerio de los nahuales; la fecha de su muerte, hacía poco más de una semana, estaba grabada en la lápida.

      Los nahuales no necesitaban ver a los espíritus para saber si alguno andaba cerca: los hombres y las mujeres de su comunidad los sentían como una brisa de aire frío o como un hormigueo en lo más profundo de sus mentes. A esta habilidad inherente se le sumaban los poderes que su Dama les concedía. Los poderes de la vida y la muerte: la capacidad de percibir las enfermedades y las lesiones en los vivos, y de ver y de comunicarse con los muertos.

      Por supuesto, estas habilidades no resultaban demasiado útiles en un camposanto lleno de espíritus. En lugar de un escalofrío repentino, Yadriel notaba constantemente un cosquilleo gélido en el cuello cuando caminaba por el cementerio de los nahuales.

      Como estaba oscuro, apenas distinguía la cualidad traslúcida del cuerpo de