Aiden Thomas

Los chicos del cementerio


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sobre las flores de cempasúchil; había sido el jardinero del cementerio durante mucho tiempo.

      Énfasis en «había sido», puesto que llevaba muerto cuatro años.

      En vida, Tito fue un jardinero de mucho talento. Él suministraba todas las flores para las celebraciones de los nahuales, pero también para las bodas, festividades y funerales de los habitantes sin magia del Este de Los Ángeles. Empezó vendiendo las flores que llevaba al mercado local en baldes y acabó teniendo su propia tienda.

      Después de fallecer mientras dormía y de que enterraran su cuerpo, Tito reapareció en el cementerio, dispuesto a ocuparse de las flores de las que había cuidado durante casi toda su vida. Le explicó al papá de Yadriel que aún tenía trabajo que hacer y que no confiaba en nadie para tomarle el relevo. Enrique dijo que Tito podía quedarse mientras siguiera siendo él mismo, pero con lo testarudo que era el jardinero, Yadriel se preguntaba si su papá habría sido capaz de liberarlo, aunque lo hubiera intentado.

      —¿Qué van a hacer? —repitió Tito.

      Bajo las luces anaranjadas de la iglesia, su cuerpo parecía bastante sólido, aunque sí se notaba algo traslúcido en comparación con las tijeras de podar más que tangibles que llevaba en la mano. Los bordes de los espíritus eran borrosos y, en general, su color era algo menos… vivo que el del mundo que los rodeaba. Parecían fotografías desenfocadas y con la saturación baja. Si Yadriel giraba un poco la cabeza, la forma de Tito se difuminaba y se mezclaba con el fondo.

      Yadriel se maldijo a sí mismo mentalmente; los nervios le habían jugado una mala pasada y por eso no había sentido antes a Tito.

      —¿Por qué no están en casa con los demás? —preguntó el jardinero.

      —Solo íbamos a… entrar en la iglesia —contestó Yadriel, pero la voz se le rompió a mitad de la frase y carraspeó.

      Tito levantó una ceja revuelta, lo que significaba que no se creía ni una palabra.

      —Para echar un vistazo a las cosas, ya sabes —dijo Yadriel encogiéndose de hombros—. Para asegurarnos de que todo está… listo.

      Con un «chas», las tijeras de Tito cortaron por el tallo un cempasúchil marchito. Maritza le dio unos golpecitos a Yadriel con el codo e hizo un gesto con la cabeza.

      —¡Ah! —Yadriel se quitó la mochila y rebuscó en su interior hasta que sacó algo envuelto en un trapo blanco—. Traje algo para ti.

      Felipe estaba demasiado ocupado con su novia como para que le importara qué se traían entre manos Yadriel y Maritza, y escabullirse sin que Nina y Rosa los vieran no era complicado, pero Tito era totalmente impredecible. El papá de Yadriel y él habían sido buenos amigos y era un hombre que no tenía paciencia alguna para las sandeces.

      Sin embargo, las ofrendas de comida solían conseguir que hiciera la vista gorda.

      —La abuelita las acaba de preparar… ¡Aún están calientes! —dijo Yadriel mientras abría el trapo y revelaba una concha: un delicioso pan dulce cuya crujiente parte superior se asemejaba a una concha marina—. Te traje una verde, ¡tu favorita!

      Si a Tito no lo convencían sus mentiras transparentes, a lo mejor el pan dulce lograba persuadirlo.

      Tito agitó la mano desdeñosamente y gruñó:

      —No me interesa en qué andan metidos unos realengos como ustedes.

      Maritza tomó aire y se llevó la mano al pecho con dramatismo:

      —¿Nosotros? ¡Pero si jamás…!

      Yadriel le dio un empujón para que se callara. Él no creía que fueran unos alborotadores, y menos si se comparaban con algunos de los nahuales más jóvenes, pero sabía que intentar hacerse pasar por angelitos no funcionaría con Tito. Por suerte, el jardinero parecía tener ganas de librarse de ellos.

      —Márchense —dijo secamente—, pero no toquen mis flores de cempasúchil.

      Yadriel no necesitaba que se lo dijera dos veces: agarró a Maritza del brazo y, cuando estaba punto de salir disparado hacia la iglesia, Tito añadió:

      —Deja aquí la concha.

      Yadriel la colocó sobre la tumba de color melocotón mientras Tito volvía a centrarse en sus flores.

      El joven subió corriendo los peldaños de la iglesia con Maritza siguiéndolo de cerca y, tras un buen empujón, las enormes puertas se abrieron con un chirrido.

      Avanzaron lentamente por la nave central. El interior de la iglesia era sencillo; a diferencia de las iglesias normales, no había muchas hileras de bancos ni asientos en la parte de atrás. Cuando los nahuales se reunían para las ceremonias y los ritos, todos los asistentes estaban de pie y formaban grandes círculos en el espacio abierto. En el ábside, había tres ventanas oblongas con vitrales intrincados y coloridos que la luz californiana atravesaba durante el día. Decenas de velas apagadas se apelotonaban en el altar principal.

      Una estatua de la diosa sagrada de los nahuales descansaba sobre un estante colocado a media altura en la pared. Hacía milenios, cuando dioses y monstruos caminaban por las tierras de América Latina y del Caribe, los nahuales recibieron sus poderes de esta deidad: la Señora de los Muertos.

      El esqueleto estaba labrado en piedra blanca. Con pintura negra, se habían acentuado las líneas de sus dedos huesudos, su sonrisa dentuda y las cuencas de los ojos. La Dama Muerte vestía un huipil tradicional blanco con ribetes de encaje, una falda a capas y una mantilla que le cubría la cabeza y le caía hasta los hombros. Flores delicadas bordadas con hilo dorado decoraban el cuello del vestido y el dobladillo de la mantilla. Un ramo de las flores de cempasúchil de Tito recién cortadas descansaba en sus manos esqueléticas.

      Tenía muchos nombres e iteraciones: Santa Muerte, la Huesuda, Dama de Sombras, Mictecacíhuatl… Dependía de la cultura y del idioma, pero toda representación e imagen llevaba a lo mismo. Que lo bendijera la Dama Muerte, tener su propio portaje y poder servirla era lo que Yadriel más anhelaba en el mundo. Quería ser como los otros nahualos, encontrar espíritus perdidos y ayudarlos a cruzar al más allá. Quería pasarse las noches despierto y aburrirse vigilando el cementerio. Incluso se pasaría horas arrancando malas hierbas y pintando tumbas si así su gente lo aceptaba como nahualo.

      A medida que Yadriel se acercaba a ella, impulsado por su deseo de servirla, pensó en todas las generaciones de nahuales que habían celebrado sus ceremonias de quince años allí mismo. Hombres y mujeres que habían llegado de todas partes —México, Cuba, Puerto Rico, Colombia, Honduras, Haití… incluso incas, aztecas y mayas— y que habían recibido sus poderes gracias a los dioses antiguos. Culturas dinámicas y repletas de bellos matices, mezcladas para dar forma a su comunidad.

      Cuando un nahual cumplía quince años, se presentaba ante la Dama Muerte para recibir su bendición y para que ella vinculara su magia al canalizador que hubiera elegido, a su portaje. Los portajes de las mujeres solían ser rosarios, un símbolo que había nacido como collar ceremonial y cuyo significado se fue alterando con la expansión del catolicismo en América Latina. Era un accesorio que pasaba desapercibido y del que colgaba un dije que solía contener una pequeña cantidad de sangre de animal sacrificado. Aunque el símbolo más común era el de la cruz, los rosarios de las nahualas a veces lucían un corazón sagrado o una estatuilla de la Dama Muerte.

      Los portajes de los hombres solían ser algún tipo de daga, pues era necesario un filo para cortar el hilo dorado que unía a los espíritus con sus anclas terrenales. Al cortar ese hilo, los nahualos podían liberar a los espíritus a la otra vida.

      Obtener un portaje era un rito de paso importante para todos los nahuales.

      Para todos, excepto para Yadriel.

      Su ceremonia de quince años se había pospuesto indefinidamente. El pasado mes de julio había cumplido los dieciséis y ya estaba harto de esperar.

      Para demostrar a su familia lo que era, quién era, Yadriel necesitaba celebrar su propia ceremonia de quince años, con el permiso