Aiden Thomas

Los chicos del cementerio


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portaje, que lo trataran igual que a cualquier otro nahualo, que le dieran las mismas responsabilidades. A Maritza le habían ofrecido los mismos derechos de los que gozaba el resto de la comunidad, pero había optado por rechazarlos.

      —¡Venga, date prisa! —dijo Maritza agitando la mano con impaciencia.

      Yadriel inspiró profundamente. Con las manos sudorosas, agarró con más fuerza la cantimplora de metal frío y exhaló con los labios fruncidos.

      Algo más seguro, desenroscó el tapón y vertió la sangre de pollo en el bol. Fue todo un detalle por parte de Maritza que tratara de disimular su expresión de asco.

      Cuando la sangre se mezcló con el tequila, una ráfaga de viento recorrió la iglesia. Las llamas de los cirios temblaron. El aire se notaba espeso, como si estuvieran rodeados de cuerpos, a pesar de que, a excepción de ellos dos, el lugar estaba vacío.

      La adrenalina fluía por las venas de Yadriel y se le puso la piel de gallina de la emoción. Cuando habló, se esforzó para que su voz sonara firme y profunda al invocar a su diosa:

      —Santísima Dama Muerte, te pido tu bendición.

      Una corriente de aire le rozó la cara y se deslizó por su cabello como si fueran dedos. Las llamas se agitaron de nuevo y, de repente, la estatua de la Dama Muerte pareció haber cobrado vida. No se había movido ni había cambiado, pero Yadriel sintió que algo se acercaba a él, así que encendió una cerilla y la dejó caer en el bol; el líquido prendió y empezó a arder.

      —Prometo proteger a los vivos y guiar a los muertos.

      Le temblaban las manos, así que aferró su portaje con más fuerza.

      —Esta es mi sangre, derramada por ti.

      Abrió la boca y presionó la punta de la daga contra la lengua hasta que se formó una herida. Con una mueca de dolor, sostuvo el portaje delante de él: en el filo de la hoja, una fina línea escarlata resplandecía a la cálida luz de los cirios. Entonces, acercó la daga al fuego que danzaba en el bol y, en cuanto las llamas acariciaron el acero, la sangre crepitó y los cirios se avivaron como antorchas. Yadriel entrecerró los ojos cuando un calor repentino le golpeó la cara.

      Por último, apartó el portaje del fuego y pronunció las palabras finales:

      —Con un beso, te prometo mi devoción —murmuró antes de pasarse la lengua por los labios.

      Cuando hubo equilibrado la empuñadura en la palma de la mano, besó la imagen de la Dama Muerte. Una luz dorada chispeó en la punta de la hoja y fluyó en dirección a la mano de Yadriel. La piel le resplandecía a medida que la luz se extendía por el brazo. Le recorrió las piernas y se le enroscó en los dedos de los pies. Yadriel se estremeció; aquella sensación tan extraordinaria lo dejó sin aliento.

      Tan rápido como había llegado, la espesa concentración de magia de la iglesia se disipó. Todas las llamas de los cirios se extinguieron por sí solas a la vez. El aire se quedó inmóvil. Yadriel se remangó la sudadera y vio maravillado cómo la luz dorada se desvanecía sin dejar marca alguna sobre su piel marrón. Entonces, levantó la mirada hacia la Dama Muerte y, con las manos en las mejillas, susurró:

      —Caray… ¡Caray! ¡Funcionó! —Se llevó la mano al pecho, notó el latido atronador de su corazón y se volvió hacia Maritza en busca de confirmación—: ¿Funcio…? ¿Funcionó?

      El fuego que aún ardía en el bol relucía en los ojos de su prima. Tenía una sonrisa enorme dibujada en la cara:

      —Solo hay una forma de averiguarlo.

      La risa se adueñó de Yadriel; entre el alivio y la adrenalina, estaba prácticamente delirando:

      —Cierto.

      Si la Dama Muerte lo había bendecido y le había otorgado los poderes de los nahualos, significaba que podía invocar a un espíritu perdido. Si conseguía invocar a alguno y liberarlo a la otra vida, por fin podría demostrar quién era realmente a todo el mundo: a los nahuales, a su familia y a su papá. Lo verían tal y como era. Verían a un chico y a un nahualo.

      Yadriel se puso en pie con el portaje apretado cuidadosamente contra el pecho. Se relamió y notó el sabor de los últimos restos de sangre. La lengua le escocía, pero el corte era pequeño; dolía igual que cuando alguna vez se había quemado bebiendo café de olla recién apartado del fuego.

      Mientras Maritza recogía los cirios, manteniéndose claramente alejada del bol de sangre ardiendo, Yadriel se acercó a la estatua de la Dama Muerte. Como medía poco más de metro cincuenta, tuvo que inclinar el cuello hacia atrás para verla en su nicho.

      Deseaba poder hablar con ella. ¿Podía verlo como realmente era? ¿Podía ver lo que su familia no veía? Yadriel había pasado muchísimo tiempo sintiendo que nadie lo entendía, a excepción de Maritza. Tres años atrás, cuando le contó a su prima que era trans, ella ni siquiera se sorprendió. «¡Ay, por fin!», dijo exasperada, pero sonriendo. «Ya sabía que te pasaba algo. Estaba esperando a ver si lo soltabas».

      Durante todo ese tiempo, Maritza fue su fiel confidente, y fue capaz de ir cambiando de pronombres según si estaban solos o con más gente hasta que Yadriel estuvo listo.

      Le llevó otro año reunir el coraje necesario para contárselo a su familia. Lo hizo cuando tenía catorce años, pero con ellos no fue tan bien como con su prima. Conseguir que ellos y los demás nahuales usaran los pronombres correctos y lo llamaran por su verdadero nombre se había convertido en una lucha constante.

      Aparte de Maritza, la persona que más lo apoyó fue su mamá, Camila. Cambiar de hábitos siempre lleva tiempo, pero ella se acostumbró sorprendentemente rápido e incluso corregía con amabilidad a la gente para que Yadriel no tuviera que hacerlo. Era una carga pesada, pequeñas cosas que se iban acumulando, pero su mamá lo ayudó a soportar parte de ese peso.

      Cuando se sentía especialmente afectado por tener que pasarse la vida peleando por ser quien era, ya fuera en el instituto o dentro de su propia comunidad, su mamá hacía que se sentara en el sofá con ella, lo abrazaba y él descansaba la cabeza sobre su hombro. Ella siempre olía a clavo y canela, como si acabara de preparar una torta bejarana. Mientras le deslizaba cariñosamente los dedos por el cabello, solía murmurar: «Mijo, mi Yadriel…». Lentamente, el dolor se convertía en un malestar lejano que nunca desaparecía del todo.

      Pero hacía casi un año que ella ya no estaba.

      Yadriel sorbió por la nariz y se la restregó con el puño; la parte de atrás de la garganta le quemaba.

      Ese iba a ser el primer Día de Muertos desde que perdió a su mamá. Cuando llegara la medianoche, el día uno de noviembre, las campanas de la iglesia repicarían para dar la bienvenida al cementerio a los espíritus de los nahuales fallecidos. Entonces, durante dos días, Yadriel podría volver a verla.

      Podría mostrarle que era un nahualo de verdad, un hijo del que podía sentirse orgullosa. Realizaría las tareas que su padre y el padre de su padre habían llevado a cabo como hijos de la Dama Muerte. Yadriel demostraría a todo el mundo quién era.

      —Vamos, nahualo —lo llamó Maritza amablemente—, tenemos que salir de aquí antes de que alguien nos descubra.

      Yadriel se volvió y sonrió.

       Nahualo.

      Estaba a punto de agacharse para recoger el bol del suelo cuando se le erizó el pelo de la nuca. Yadriel se quedó helado y miró a Maritza, que también se había quedado petrificada antes de dar un paso.

      Algo iba mal.

      —¿Lo sentiste? —preguntó Yadriel.

      Su voz hizo eco en la iglesia vacía, aunque no fue más que un murmullo. Maritza asintió y preguntó:

      —¿Qué fue eso?

      Yadriel sacudió ligeramente la cabeza. Era casi como sentir a un espíritu cerca, pero distinto. Nunca había percibido nada de una forma tan intensa. Una sensación de