Aiden Thomas

Los chicos del cementerio


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es que más bien parecía una versión caricaturizada de una gata, porque tenía un gran agujero en una oreja y el ojo izquierdo siempre entrecerrado. Además, tenía la columna huesuda y algo torcida, la cola prácticamente calva y una de las patas traseras en una posición algo rara.

      Un profundo suspiro liberó algo del enojo que Yadriel tenía en el pecho.

      —Ven aquí, Picassina —la llamó extendiendo la mano.

      Con otro maullido de felicidad, la gata cojeó hacia Yadriel; el cascabel que colgaba de su collar azul tintineaba a su paso. Se restregó contra una de sus piernas y le llenó los vaqueros negros de pelos grises.

      Yadriel logró esbozar una pequeña sonrisa y recorrió con los dedos el lomo maltrecho del animal antes de rascarle debajo de la barbilla, justo donde le gustaba. Su recompensa fueron unos ronroneos bien sonoros.

      Picassina se había unido a la familia cuando Yadriel tenía trece años, durante la época en la que su mamá había tratado de enseñarle a sanar. Las nahualas solían aprender esas habilidades mucho antes de la ceremonia del portaje, pues las mujeres de la familia las instruían paso a paso.

      La mamá de Yadriel había intentado introducirlo poco a poco en el mundo de la sanación, pero incluso con trece años, él ya sabía que no funcionaría. Yadriel sabía que no era una nahuala; de hecho, ya había salido del armario con Maritza, pero aún no se había atrevido a contárselo a su mamá. A medida que su ceremonia de quince años se acercaba, el pánico iba en aumento.

      Todo el mundo creía que era una «flor tardía» o que quizás el rito de paso lo ponía nervioso. Por eso, cuando su mamá y él encontraron una pequeña gata gris en el arcén de la carretera un día al volver del instituto, ella decidió aprovechar la ocasión para enseñarle.

      Era evidente que la gata estaba malherida. Quizás la habían atropellado o había perdido una pelea contra un perro o contra uno de los mapaches aterradores que recorrían las calles por la noche. Yadriel sintió una pequeña punzada en un rincón de su mente; percibió el dolor que le irradiaba de una pata. Cuando era pequeño, odiaba la habilidad de los nahuales de percibir el sufrimiento de los demás. Como siempre había tenido mucha empatía, le afectaba sentir tanto dolor en el mundo.

      Su mamá hizo que se sentara en el bordillo, tomó a la gata y la puso sobre la amplia falda que le cubría el regazo. Llevaba su portaje enrollado en la muñeca: era un rosario de jade con un frasquito que, a primera vista, parecía Nuestra Señora de Guadalupe, pero al observarlo más de cerca, se veía que la figura era en realidad un esqueleto. Su mamá se quitó el portaje, desenroscó el tapón y dejó que cayeran sobre sus dedos unas gotas de sangre de pollo. Luego acarició la estatuilla de la Dama Muerte, dijo unas palabras y una luz dorada iluminó el rosario.

      Era una herida tan fácil de curar en un animalito tan pequeño que, con la ayuda de su mamá, Yadriel debería haber sido capaz de sanarlo fácilmente. Motivado por la sonrisa cálida y el afecto de su mamá, Yadriel apoyó el rosario contra la pata de la gata. La mano le temblaba por miedo a que algo saliera mal o, peor, a que todo saliera bien y que la experiencia le demostrara que tenía que ser una nahuala. Su mamá puso la mano sobre la suya y se la estrechó.

      Yadriel dijo las palabras finales, pero tuvieron el efecto contrario.

      Aún recordaba las gotas de sangre que mancharon la falda blanca de su mamá. El maullido terrible. El dolor agudo y repentino que sufrió la pobre gata y que él percibió. La cara de estupefacción de su mamá. Aquello no pudo durar más de dos segundos, pues su mamá tomó a la gata en brazos y la sanó inmediatamente.

      En un abrir y cerrar de ojos, aquel sonido horrible enmudeció. El dolor se desvaneció. La gatita cerró los ojos y se convirtió en un ovillito de pelo en los brazos de su mamá. Yadriel se echó a llorar de pura angustia, convencido durante un largo instante de que había matado al pobre animal, pero su mamá se acercó y le susurró al oído:

      —Chsss, ya pasó. Mira, la gatita está bien, solo está durmiendo, ¿ves?

      Pero lo único que Yadriel veía era su fracaso. Lo único que sentía era el terrible peso de saber que no era capaz de hacerlo. Pero, más que eso, sabía que él no era así. Sabía que no era una nahuala.

      Su mamá le apartó el pelo de los ojos y le acarició la mejilla con dedos fríos.

      —No pasa nada —dijo, como si también lo supiera.

      Por desgracia, su mamá no pudo sanar a la gata del todo. El efecto contrario del hechizo había causado daños que ni ella podía reparar, pero al menos ya no sufría. La llevaron a casa y Yadriel se responsabilizó de ella, asegurándose de que siempre estuviera atendida y de que nunca le faltara comida. La gata dormía en su habitación cada noche, y Yadriel siempre le llevaba trocitos de chorizo y pollo después de cenar.

      Su mamá la empezó a llamar cariñosamente «Picassina» en honor al famoso pintor de los cuadros de figuras retorcidas.

      Picassina era mucho más que una gata; era más bien una compañera. Cuando Yadriel echaba de menos a su mamá, era casi como si el animal lo supiera. Cuando él se sentía invadido por la culpa, Picassina se hacía un ovillo en su regazo y ronroneaba a todo volumen. Aquella gata era una bolita de calidez y consuelo en la que aún vivía la magia de su mamá.

      Picassina se acurrucó contra la punta de una de las botas de Yadriel, y él acarició el suave pelaje que tenía detrás de las orejas hasta que cerró sus ojos ambarinos.

      Su mamá no volvió a presionarlo para que intentara sanar. Para una comunidad tan anclada en la tradición, que Yadriel no pudiera sanar significaba que no tenía magia, por lo que su ceremonia de quince años se pospondría indefinidamente. Los nahuales pensaban que lo suyo no era más que la consecuencia de la disolución de la magia que se iba abriendo paso en su linaje, pero Yadriel y su mamá sabían la verdad.

      Ella fue la que le compró su primer binder por internet y le ayudó a contárselo a su papá y a su hermano. Fue difícil tener que explicar su identidad, explicársela a sí mismo, no solo a su familia, sino a toda la comunidad. Estaba claro que seguían sin entenderlo, pero cuando todavía estaba su mamá, al menos podía contar con ella para lidiar con la situación.

      Fue ella la que insistió en que Yadriel debía celebrar su ceremonia de quince años como nahualo y en que los demás debían acogerlo en la comunidad como lo que era: un chico. Se cargó con la tarea de tratar de explicarle a su papá que él era un nahualo. Que era un chico.

      —No puede simplemente elegir ser un nahualo. —Yadriel oyó decir a Enrique una noche en la cocina; él y Camila conversaban en voz baja mientras bebían café dulce.

      —No es una elección —contestó su mamá con voz tranquila pero firme—. Es lo que es.

      Ella le dijo a Yadriel que los demás solo necesitaban tiempo para comprenderlo. Pero él había perdido a su mamá, su defensora, hacía menos de un año. Sin ella, no había nadie que lo apoyara. Ahora lo trataban como si simplemente no tuviera magia, como alguien que podía ver espíritus y sentir el dolor ajeno, pero que nunca sería parte de la comunidad del todo.

      —Qué desastre…

      La voz sobresaltó a Yadriel. Cuando se dio la vuelta, vio a Catriz en el umbral de la puerta con un cigarrillo entre los dedos. Se le veía cansado, con una expresión sombría, pero comprensiva.

      —Tío… —suspiró Yadriel relajando la postura. Se fijó en la puerta, preguntándose si su papá estaría con él.

      —No te preocupes, tu papá y los demás nahualos ya se fueron. —Su tío dio una calada al tiempo que bajaba los escalones, tomó una silla de plástico y se sentó junto a Yadriel—. Estamos tú y yo solos. —Le puso la mano en la coronilla y añadió con una sonrisa—: Como siempre.

      Yadriel soltó una risita afligida. Una pequeña parte de él había esperado que su papá lo hubiera seguido para disculparse, pero su tío tenía razón: ellos dos siempre estaban en la periferia de los nahuales. Al menos se tenían el uno al otro;