Aiden Thomas

Los chicos del cementerio


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había alcanzado las escaleras que conducían al interior de la iglesia antes de oír a Maritza maldecir y salir corriendo detrás de él.

      La oscura madera de las puertas de la iglesia estaba ajada. Yadriel subió lentamente los peldaños y le faltó muy poco para pisar un clavo largo y oxidado. Apartó con el pie unos cuantos clavos más que había desperdigados, y se dio cuenta de que a la izquierda había unos tablones de madera apilados.

      Probó el picaporte, que cedió con facilidad, y miró a Maritza con las cejas levantadas; ella frunció el ceño. Con esfuerzo, Yadriel tiró para abrir la puerta, y la madera se quejó al arrastrarla sobre el suelo de piedra.

      Desde el umbral, la oscuridad se extendía hacia las profundidades de la iglesia. El interior hedía a polvo, tierra húmeda y moho. Antes de que Yadriel pudiera sacar la lámpara de acampada de la mochila, Maritza ya había encendido su linterna de mano. Los dedos de Yadriel rozaron el frío acero de su portaje y lo sacó; su peso en la mano le daba sensación de seguridad. Si había algún espíritu con malas intenciones que se había instalado en la iglesia antigua, necesitaría el portaje para liberarlo.

      Y, bueno, si resultaba ser un delincuente huido de la justicia, pues también le vendría bien tenerlo a mano.

      —Después de ti, nahualo valeroso —dijo Maritza con una floritura.

      Yadriel carraspeó y entró con la cabeza alta.

      La lámpara de acampada lo bañó todo de una luz azul fría. El rayo de la linterna de Maritza iba y venía entre los diversos bancos que se extendían hasta la parte delantera de la iglesia. Yadriel cerró la puerta tras ellos y todo quedó en un silencio extraño. Los gruesos muros del edificio ahogaban el ruido constante que acompañaba la vida urbana.

      Yadriel trató de ignorar la presión extraña que sentía en el pecho, como si alguien le hubiera atado una cuerda a las costillas y tirara de él hacia el interior de la iglesia.

      Una alfombra cubría la nave central. Probablemente había sido roja en algún momento, pero el tiempo le había dado un tono marrón cobrizo. En la pared había una fila de ventanas ojivales con molduras intrincadas. Las vigas de madera se arqueaban hasta la bóveda, en lo más alto, donde la luz de la lámpara no alcanzaba a iluminar.

      —Hace mucho que no vengo por aquí —dijo Maritza con voz atípicamente pequeña mientras avanzaban entre los bancos.

      —Ni yo. —Frente a ellos, varios cirios de cristal centellearon desde el altar al reflejar la luz azul—. La última vez fue cuando tu mamá nos descubrió jugando a escondernos y nos castigó por «faltar al respeto».

      Maritza soltó una risa afable:

      —Ah, sí, ya ni me acordaba de eso —comentó apuntando con la linterna a una puerta que había a la izquierda del ábside. A la derecha había otra idéntica—. Si aparece Bahlam y nos arrastra hasta Xibalbá, me enfadaré mucho.

      Yadriel puso los ojos en blanco:

      —Sí, seguro que Bahlam, el dios jaguar del inframundo, está en esta iglesia vieja esperando a que un par de adolescentes…

      La sensación que Yadriel notaba en el pecho tiró de él con más urgencia y su frase quedó a medias. Había algo oscuro en medio del altar, pero no sabía exactamente qué era. Le dio un golpecito a Maritza:

      —¿Qué es eso?

      —¿Qué es qu…?

      La luz de la linterna barrió el altar. Unos ojos huecos les devolvieron la mirada.

      —Santa Muerte… —musitó Maritza entre dientes.

      Unas velas polvorientas de diversos tamaños descansaban sobre ornamentados candeleros dorados. Estaban colocadas formando un semicírculo y, en el centro, se alzaba una figura envuelta en una mortaja oscura. Era un esqueleto ataviado con una túnica negra de la cual las polillas ya habían dado buena cuenta. Unos patrones de encaje elaborados con hilo dorado decoraban el dobladillo y las mangas.

      Yadriel solo se dio cuenta de que Maritza se le había agarrado del brazo cuando lo soltó. Algo más tranquilo, se rio y le dijo:

      —Te noto muy asustadiza esta noche.

      Con esas palabras, se ganó dos rápidos puñetazos en el brazo, así que dio un salto para apartarse de ella y añadió:

      —Es la Dama Muerte original de cuando construyeron esta iglesia.

      Yadriel levantó la lámpara para que la luz azul iluminara la figura. Era una representación más antigua que incorporaba los símbolos más arcaicos: en una mano llevaba una guadaña muy real y, en la palma de la otra mano, un orbe de arcilla. El esqueleto era liso y amarillento, tenía la mandíbula abierta y le faltaban unos cuantos dientes. Yadriel se preguntó si eran huesos de verdad, si sería el esqueleto de alguien.

      Pero sus pensamientos se centraron en el tocado que lucía. Unas plumas de búho formaban el semicírculo interior, más pequeño; estaban cosidas y fijadas mediante discretas láminas de oro con forma de luna creciente, casi como si fueran botones. Las plumas que emergían por debajo eran, sin lugar a dudas, plumas de un quetzal sagrado. Tenían un color verde iridiscente con toques azulados; eran como las plumas de un pavo real, pero el doble de intensas.

      —¿Por qué la dejaron aquí? —preguntó Maritza desde algún lugar a espaldas de Yadriel.

      —No creo que la abandonaran. —Él se encogió de hombros y apartó con cuidado las telarañas que se habían formado en el hombro de la Dama Muerte—. Diría que esta iglesia es su hogar.

      Yadriel notó que estaba sonriendo; le gustaba más esa versión clásica. Cuando se acercó aún más, pudo sentir una energía que se arremolinaba a sus pies, como si estuviera sobre un géiser y el agua fluyera ferozmente por debajo.

      —¿La percibes tú también? —preguntó Maritza.

      Él asintió:

      —Aquí es más intensa.

      Fuera cual fuera el espíritu que los había guiado hasta allí, andaba cerca.

      Yadriel dio un paso atrás y algo crujió bajo su bota. Cuando apartó el pie, vio que en el suelo polvoriento había una cadena de plata con una pequeña medalla. Maritza se acercó a él:

      —¿Qué es eso?

      —Parece un colgante —murmuró Yadriel, dejando la lámpara en el suelo.

      Recogió la cadena con cuidado y, al rozarla, un escalofrío le recorrió el cuerpo, pero la sostuvo a la luz para observarla mejor. La medalla que colgaba apenas era más grande que la uña de su pulgar; en el borde superior ponía RUEGA POR NOSOTROS y, en el borde inferior, SAN JUDAS TADEO. En el centro se apreciaba la figura de un hombre de pie vestido con una túnica larga; tenía un libro aferrado contra el pecho y un cayado en la otra mano.

      La medalla necesitaba una buena limpieza. La plata estaba deslustrada, pero desde luego no parecía tan vieja como para que llevara tantísimo tiempo perdida en aquella iglesia. Solo la figura de San Judas estaba inmaculada, como si alguien la hubiera pulido de tanto frotarla con el pulgar.

      Yadriel extendió la mano y, en cuanto tocó el frío metal de la medalla, una corriente eléctrica fluyó por sus venas. Inspiró una rápida bocanada de aire; algo latía bajo sus pies al mismo ritmo que su corazón.

      —¿Qué pasa? —lo interpeló Maritza mientras él trataba de recuperar el aliento.

      —Es un ancla —dijo medio mareado por el subidón de adrenalina.

      Cuando un espíritu se enlazaba a un ancla, no podía alejarse mucho de ella; por eso había historias de casas encantadas y no de ciudades enteras acosadas por un único fantasma. Solo cuando los espíritus se desvinculaban de lo que los unía a la tierra de los vivos, un nahualo podía liberarlos y ayudarlos a cruzar en paz hacia el descanso eterno.

      Yadriel nunca había tenido en sus manos el ancla de un espíritu. Eran objetos