Aiden Thomas

Los chicos del cementerio


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la mano como si tocar la medalla fuera a ayudarla a pensar mejor.

      —Podría serlo.

      La esperanza de encontrar a su primo estaba librando una batalla contra la lógica. Yadriel apretó la medalla en la palma de la mano y una calidez se le extendió por el brazo. Se volvió a Maritza con una sonrisa y dijo:

      —Solo hay una forma de averiguarlo.

      Su prima lo miró con cara de escepticismo.

      —Tengo que intentarlo. ¿Y si el espíritu de Miguel se enlazó a esto en vez de a su portaje? —dijo él, retorciendo la cadena entre los dedos.

      —Puede que el ancla esté enlazada a alguien que se haya tornado maligno —rebatió Maritza, recorriendo la deteriorada iglesia con una mirada incisiva.

      —Pues menos mal que tengo esto, ¿no? —dijo Yadriel sacando su portaje.

      Maritza observó la daga, pero al final sonrió:

      —Bien, nahualo, haz tu magia.

      Una oleada de emoción casi lo mareó cuando se arrodilló ante la Dama Muerte. Quizás fuera por la daga que tenía en la mano o por la magia que ahora sabía que corría por sus venas, pero Yadriel, una persona que más bien pecaba de cauta, sentía un valor temerario.

      Rebuscó en su mochila para sacar el bol de arcilla, donde vertió el tequila que quedaba en la botellita y un poco de sangre de pollo, y agarró la caja de cerillas. Después, se puso en pie y trató de respirar hondo, pero estaba tan exaltado que prácticamente temblaba. Le costó encender la cerilla con las manos sudorosas, pero al final lo consiguió.

      Miró a Maritza, y esta le dio ánimos con un gesto de cabeza. Yadriel había visto a su papá invocar espíritus, así que sabía lo que tenía que hacer y cómo hacerlo. Solo debía recitar las palabras.

      La llama se le acercaba lentamente a los dedos; no había tiempo para dudar. Extendió el brazo y la medalla que colgaba de la cadena giró sobre sí misma, resplandeciendo a la luz tenue.

      —Te… —Yadriel se aclaró la garganta para deshacer el nudo que se le había formado—. ¡Te invoco, espíritu!

      Y dejó caer la cerilla en el bol, que crepitó durante un segundo en la sangre y el alcohol antes de explotar en una oleada de calor y de luz dorada. Yadriel dio un brinco hacia atrás y tosió a causa del humo.

      El fuego que ardía tranquilamente en el bol bañaba de luz anaranjada a un chico: estaba de rodillas ante la estatua de la Dama Muerte, aferrándose el pecho.

      —¡Funcionó! —dijo Yadriel medio incrédulo.

      El espíritu tenía una mueca retorcida en la cara y los dedos agarrados a la camiseta. Llevaba una chamarra bomber negra de cuero con capucha, una camiseta blanca, vaqueros desgastados y zapatillas Converse.

      —No es Miguel —trató de susurrar Maritza, pero hablar en voz baja nunca se le había dado bien.

      Yadriel gruñó y se pasó la mano por la cara. Lo bueno era que había logrado invocar a un espíritu de verdad. Lo no tan bueno era que había invocado al espíritu equivocado.

      —Ya lo veo —siseó.

      No podía apartar la mirada de aquel chico que jadeaba para recobrar el aliento. Tenía los músculos del cuello tensos y, al igual que todos los espíritus, los bordes de su cuerpo eran algo translúcidos. De repente, el muchacho miró a ambos nahuales con una cara muy enfadada (y guapa); su expresión de dolor se había tornado en otra más bien de desdén.

      —Bueno, al menos no es un espíritu maligno —comentó Maritza.

      El chico se puso en pie con esfuerzo, pero se le veía inestable:

      —¡¿Quién demonios son ustedes?! —rugió. Tenía unos ojos oscuros y brillantes como la obsidiana.

      —Em… —Fue lo único que logró pronunciar Yadriel, incapaz de formar una frase coherente.

      —¿Dónde estoy? —El espíritu echó la cabeza hacia atrás y miró a su alrededor—. ¿Estoy en una iglesia? —Se volvió hacia Yadriel y Maritza con una mirada acusadora—. ¿Quién me metió en una iglesia?

      A Yadriel la mente le iba a mil: le sonaban ligeramente aquellas facciones fuertes y aquella voz potente y ronca, pero no lograba ubicarlas.

      —Bu-bueno, verás… —tartamudeó.

      No sabía cómo explicarle al muchacho la situación en la que estaban, pero este tampoco le dio oportunidad. El chico fijó la mirada en la cadena que aún colgaba de la mano de Yadriel y dio zancadas hacia él con los hombros encorvados, tenso de ira:

      —¡Eh! ¡Eso es mío!

      Trató de arrebatarle el colgante, pero su mano lo atravesó. Lo intentó una segunda vez y, cuando ocurrió lo mismo, se quedó helado, parpadeó y pasó la mano por el colgante una y otra vez. Entonces, soltó un grito ahogado con los ojos como platos y se apartó con pasos inseguros.

      —¿Q-qué…? —balbució. Su mirada iba de su mano a los nahuales—. ¿Qué demonios pasa aquí?

      —Uf, qué incómodo es esto —dijo Yadriel rascándose la nuca.

      A Maritza se la veía bastante menos preocupada y, mientras caminaba con interés alrededor del joven, dijo:

      —Bueno, al menos ahora está claro que eres un nahualo.

      El espíritu la miró con el ceño fruncido.

      —¿Quiénes son ustedes y por qué tienen mi colgante? —exigió volviéndose hacia Yadriel.

      —Em… Lo usamos para invocarte —contestó.

      —¿Invocarme? —El muchacho arqueó una de sus gruesas cejas.

      —Sí, pensábamos que era de Miguel. —¿Cuál era la forma más delicada de decirle a alguien que estaba muerto?

      —Un primo nuestro —especificó Maritza.

      Al chico no parecía interesarle lo más mínimo quién era Miguel.

      —Es mío —insistió con un gruñido, doblando los dedos en un gesto de exigencia—. Tiene mi nombre, ¿lo ves?

      Yadriel le dio la vuelta a la medalla y, efectivamente, había un nombre grabado en la parte de atrás.

      —Oh. —Parpadeó sorprendido al ver las letras grabadas: JULIÁN DÍAZ. A Yadriel casi se le salieron los ojos de las órbitas y volvió a fijar la mirada en la cara del muchacho—. Oh.

      Julián Díaz. Conocía a Julián Díaz. Bueno, más bien sabía de él porque habían ido al mismo instituto. A pesar de que allí asistían más de veinticinco mil alumnos, Julián se había labrado toda una reputación. Faltaba mucho a clase, pero era difícil no darse cuenta de su presencia cuando iba por los pasillos. Hablaba a voces, pocas veces se tomaba algo en serio y solía meterse en problemas. Era de ese tipo de personas que no pasan desapercibidas, que llaman la atención de todo el mundo sin ni siquiera intentarlo. Un chico atractivo con cara en forma de diamante, una barbilla estrecha que le daba un aspecto terco y una voz intensa que siempre parecía destacar sobre las demás.

      —¿Qué quisiste decir con lo de «invocarme»? —preguntó de nuevo Julián. Tenía la vista fija en sus manos semitransparentes y les iba dando la vuelta como si tratara de resolver un rompecabezas.

      —¿Sabes cómo llegaste hasta aquí? —preguntó Yadriel tratando de abordar el tema delicadamente.

      Julián lo miró lleno de ira:

      —¡No! Yo iba por la calle con mis amigos… —Observó a su alrededor, como si esperara encontrarlos en aquella fría iglesia, y frunció el ceño tratando de recordar—. Y entonces, alguien… algo… ¿pasó? No sé, me caí al suelo. A lo mejor me asaltaron. —Julián se frotó distraídamente el pecho—. Cuando quise darme cuenta,