Aiden Thomas

Los chicos del cementerio


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las manos en los bolsillos de su sudadera negra.

      —No puedo creer que Miguel… —Su voz se fue apagando, ya que no quería pronunciar aquello en voz alta.

      Catriz negó con la cabeza lentamente y dio una larga calada a su cigarrillo.

      —Tan joven, tan repentino… —dijo mientras el humo le brotaba de la nariz—. Ojalá pudiera ayudar, pero no me ven muy útil. —Se encogió de hombros.

      Yadriel soltó una risotada corta. Sí, sabía exactamente lo que se sentía.

      —¿Qué demonios pasó? —preguntó repitiendo las palabras de Maritza.

      Catriz suspiró profundamente y Yadriel siguió su mirada hacia la puerta, desde donde les llegaban voces ahogadas.

      —Parece que tu papá ya reunió a las tropas para averiguarlo.

      Yadriel asintió fríamente; la breve discusión que había tenido con su papá se abría paso de nuevo en su interior.

      —A todos los nahualos —gruñó en voz baja mientras jugueteaba con la cola de Picassina.

      —Bueno, a todos no —puntualizó Catriz.

      Yadriel hizo una mueca al darse cuenta de su propia insensibilidad.

      Catriz siempre había quedado apartado de los nahualos y de sus tareas. Hacía miles de años que la Dama Muerte había concedido a los nahuales sus poderes y, al principio, podían casi equipararse a los de la diosa. Las mujeres podían hacer rebrotar un brazo entero o salvar a alguien al borde de la muerte con un poco más de concentración que la que se necesita para hacer cálculo mental. Los hombres más poderosos incluso podían traer de vuelta a los muertos cuando los espíritus estaban fuera del alcance de las nahualas.

      Pero, con la disolución de la magia a lo largo de las generaciones, era imposible hacer un uso tan extravagante de sus poderes. Su magia no era un pozo sin fondo, sino uno que se iba agotando al usar sus habilidades para curar a los vivos y guiar a los muertos y que necesitaba tiempo para rellenarse.

      Los nahuales cada vez eran más débiles, y algunos nacían con remanentes de poder tan minúsculos que ni siquiera podían usar sus habilidades para las tareas más simples sin correr peligro de muerte.

      Como Catriz.

      Yadriel sentía que su tío era el único, aparte de su mamá, que realmente lo entendía. Los nahualos trataban a Yadriel y a Catriz de la misma forma. Ninguno de los dos había podido celebrar su ceremonia de quince años, ni los habían presentado en el aquelarre durante el Día de Muertos.

      El aquelarre era una gran fiesta que se celebraba la segunda noche del Día de Muertos, la última que pasaban en la tierra de los vivos los espíritus de los nahuales del pasado antes de regresar al más allá. Todos los nahuales que habían celebrado su ceremonia de quince años desde el último Día de Muertos hasta aquella noche juraban servir a la Dama Muerte y ayudar a mantener el equilibrio entre la vida y la muerte, tal y como habían hecho sus ancestros antes que ellos. Era entonces cuando se les presentaba oficialmente ante la comunidad.

      Tanto Yadriel como Catriz sabían lo que era ver a los demás usar magia y tener que quedarse a un lado sin poder hacer nada. Al menos, ahora Yadriel sabía que podía usar sus habilidades.

      Sin embargo, su tío no tenía ese lujo. Como hijo mayor, Catriz debería haber sido el líder de los nahuales tras la muerte del abuelo de Yadriel, pero, como no podía usar magia, el título había pasado a su hermano pequeño, Enrique, el papá de Yadriel. Era algo que había sucedido hacía mucho, cuando los dos eran pequeños, pero Yadriel nunca olvidaría la cara de su tío durante la presentación de Enrique con el tocado sagrado que lo reconocía como el próximo líder de los nahuales del Este de Los Ángeles.

      Dolor y anhelo.

      Yadriel conocía demasiado bien esas sensaciones.

      —Perdona, tío, quería decir… —se disculpó a toda prisa Yadriel.

      La risa de su tío era cálida, y su sonrisa, indulgente. Dándole a Yadriel unas palmadas en la espalda, Catriz dijo:

      —No pasa nada, no pasa nada. —Se llevó la mano al mentón prominente y se mesó la barba de varios días—. Tú y yo nos parecemos. Los demás se aferran a las costumbres, a las tradiciones, y siguen reglas antiquísimas. Como no tengo poderes, a mí no me ven útil.

      Catriz no dijo esas palabras con resentimiento, sino con impavidez.

      —Y a ti, sobrino mío…

      Una calidez floreció en el pecho de Yadriel y una sonrisa osó asomarse a sus labios. Pero Catriz suspiró y, dándole un pequeño apretón en el hombro, sentenció:

      —A ti ni siquiera te dan una oportunidad.

      La sonrisa de Yadriel se esfumó al mismo tiempo que su ilusión.

      La puerta que daba a la cocina se abrió de repente y la abuela entró en el garaje con paso firme. Yadriel y su tío suspiraron al unísono; la privacidad era un bien escaso en un hogar latino multigeneracional.

      —¡Ahí están! —exclamó la abuelita Rosamaría con un bufido, sacudiéndose el dobladillo del delantal. Llevaba el pelo gris recogido en un moño, como siempre que cocinaba, lo cual era… siempre.

      Yadriel refunfuñó para sí mismo. Lo último que le apetecía era que su abuela lo sermoneara, así que se levantó y tomó en brazos a Picassina. Catriz se quedó sentado y le dio otra calada al cigarrillo.

      La abuela se llevó una mano a su amplia cadera y sacudió un dedo delante de Yadriel.

      —¡No se te ocurra marcharte ahora! —le riñó.

      Su abuela era una mujer achaparrada, más bajita incluso que él, pero, cuando regañaba, su presencia hacía encogerse de miedo hasta al nahualo más bravucón. Siempre olía a agua de colonia, y Yadriel notaba ese aroma en su propia ropa mucho después de que ella le diera uno de sus abrazos de oso. Tenía un acento cubano fuerte y vibrante, pero su carácter lo era aún más.

      —No, abuelita —gruñó Yadriel.

      —¡Es peligroso! Con lo que le pasó a Miguel… —La abuela no acabó la frase, sino que se santiguó y empezó a murmurar una oración breve.

      Quizás Yadriel estaba siendo egoísta. No es que quisiera que la situación girara en torno a él, pero ¿acaso no tenía derecho a luchar por sí mismo? Aunque… tal vez no fuera el mejor momento.

      Yadriel frunció el ceño. El tío Catriz lo vio y puso los ojos en blanco, un gesto muy atrevido cuando la abuela no estaba mirando.

      —¡Vamos, hagan algo útil! —La abuela se acercó a las estanterías del garaje y empezó a rebuscar por las cajas—. ¿Dónde está? —gruñó para sí, hablando tan rápido con su acento cubano que se comía las eses.

      El garaje contenía una plétora de objetos y artefactos. Había vitrinas y cajas de madera donde almacenaban armas antiguas y esculturas. Los trajes sagrados y los que estaban elaborados con plumas los guardaban dentro de casa en baúles elegantes, alejados de la luz, hasta que los sacaban para lucirlos en ocasiones especiales, como el Día de Muertos. A Yadriel solían pedirle que trepara para bajar cajas del garaje y así ayudar a la abuela a encontrar el objeto tremendamente específico que anduviera buscando.

      La abuela apartó una caja de ayoyotes. Las nueces huecas repiquetearon; estaban cosidas en pieles que se llevaban alrededor de los tobillos durante las danzas ceremoniales. Picassina levantó las orejas y bajó de un salto de los brazos de Yadriel para investigar.

      —¿Qué buscas, mamá? —preguntó Catriz sin moverse de la silla.

      —¡La garra del jaguar! —le ladró ella como si fuera obvio, y después se volvió con el arrugado rostro encogido de consternación.

      Yadriel sabía qué era la garra del jaguar porque su abuela jamás le permitiría olvidarlo. Era un conjunto formado por cuatro