al nahual que lo llevara un poder inmenso, pero oscuro. A la abuela le gustaba sacar las dagas en ocasiones especiales, como el Día de Muertos, para asustar a los nahuales más jóvenes y darles una lección sobre el peligro de abusar de sus poderes.
—¿Han visto el conjunto por aquí? —preguntó la anciana.
Catriz simplemente arqueó una ceja con expresión plácida.
—Ay, ay, ay… —murmuró ella disgustada, agitando las manos hacia su hijo.
Entonces miró a Yadriel, pero él simplemente se encogió de hombros. Digamos que ayudar no le apetecía demasiado. La abuela soltó un gran suspiro y chasqueó la lengua.
—Tu papá está muy estresado ahora mismo, nena —declaró solemnemente.
Yadriel se encogió al oír aquella palabra tan ofensiva. En un idioma con tantas marcas de género, que se dirigieran a él de la forma adecuada resultaba casi un milagro.
—Ay, pobre Claudia, pobre Benny… —se lamentó la abuela mientras se abanicaba con la mano. Ni siquiera se dio cuenta de la reacción de su nieto.
La ira empezó a abrirse camino en el interior de Yadriel, pero ella le dedicó una mirada severa:
—Esto es trabajo de los hombres y tenemos que dejarlo en sus manos. ¡Ven! —La abuela le hizo un gesto para que la siguiera hacia la puerta—. Tengo pozole en la cocina. Cómete un plato para entrar en calor…
Y se le escapó el necrónimo de Yadriel.
Él dio un paso atrás con una mueca.
—¡Me llamo Yadriel, abuela! —gritó con tanta brusquedad que tanto la abuela como Picassina se sobresaltaron.
Catriz se quedó mirándolo y su sorpresa no tardó en convertirse en orgullo. La abuela parpadeó durante un instante, con la mano puesta en la garganta. Yadriel notaba que la cara se le estaba poniendo colorada; tenía el reflejo de disculparse en la punta de la lengua, pero se la mordió.
La abuela suspiró y asintió:
—Sí, Yadriel.
Entonces, se acercó a él, lo tomó de las mejillas con sus manos suaves y le dio un beso en la frente. Con ese gesto, la esperanza renació en el pecho del joven nahualo.
—Pero siempre serás mijita —agregó con una sonrisa.
Y, con esas palabras, la esperanza volvió a morir.
La abuela se dio la vuelta y subió las escaleras, dejando a Yadriel en el sitio. Él se restregó la cara con las manos y apretó la mandíbula. Debería estar ahí fuera con el resto de nahualos buscando a Miguel. Quería usar su portaje y demostrarles que tenía poder. Podía ayudarlos a encontrar a Miguel. Si lo pudiera demostrar…
—Lo siento mucho, Yadriel. —La mano de su tío lo agarró por el hombro.
Yadriel dejó caer las manos y miró a Catriz a los ojos. Su tío tenía una expresión dolida. Aunque los motivos por los que ambos no encajaban eran distintos, Catriz era el único que podía entender por lo que estaba pasando Yadriel. Aparte de Maritza, él era el único que se esforzaba por comprenderlo. Los otros nahuales lo ignoraban; les daba tanto miedo confundirse con su nombre o referirse a él con el género equivocado que simplemente lo evitaban.
Pero su tío no.
—Ojalá tu mamá estuviera aquí —dijo Catriz.
Un dolor devastador, el dolor de echarla de menos, se extendió por todo el cuerpo de Yadriel. A veces era un dolor sordo que solo le molestaba si divagaba demasiado. Otras veces ardía. Sin ella, Yadriel se sentía a la deriva.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó, odiando lo desesperado y derrotado que sonaba.
—No lo sé —contestó Catriz.
—¡Catriz! —llamó la abuela desde la cocina—. ¡Necesito más frijoles!
Su tío resopló:
—Al parecer, solo sirvo para bajar cosas de los estantes —dijo secamente.
Cuando Catriz abrió la puerta, les llegó un olor a pollo y chiles desde la cocina. Antes de entrar, se dio la vuelta con una sonrisa cansada y dijo:
—Ojalá hubiera alguna forma de que pudiéramos demostrarles lo mucho que se equivocan.
Yadriel se quedó mirando la puerta cerrada después de que Catriz se marchara, apretando los puños. Al final, entró de nuevo en la cocina, la cruzó sin mirar a nadie y subió directo hacia su dormitorio.
—¡Yads! —lo llamó Maritza, pero él no se detuvo.
La pequeña lámpara de su mesita de noche era la única luz que iluminaba la habitación. En una esquina, pegada a la ventana, había una cama de matrimonio deshecha sobre la que arrojó la mochila. Yadriel se arrodilló, extendió el brazo debajo de la cama y tanteó hasta encontrar su linterna de plástico. A su espalda, oyó entrar a Maritza.
—¿Qué haces?
—Prepararme. —Rodeó con los dedos la linterna y la sacó.
Maritza lo miró con el ceño fruncido y los brazos cruzados:
—¿Para qué?
—Si quiero que me escuchen, tengo que demostrarles de qué soy capaz. —Yadriel pulsó el botón de la linterna para asegurarse de que aún tenía pilas—. Si encuentro el espíritu de Miguel, descubro qué le pasó y lo libero a la otra vida a tiempo para el Día de Muertos, no les quedará más remedio que dejarme formar parte del aquelarre. —Yadriel apuntó el rayo de luz hacia su prima—. ¿Vienes?
Sus labios pintados de borgoña dibujaron una gran sonrisa:
—¿Lo dudas?
Yadriel sonrió también; se sentía temerario y cargado de energía, y la adrenalina le provocaba un hormigueo en los dedos. Le lanzó la linterna a Maritza y ella la atrapó en el aire con facilidad. Yadriel metió en su mochila una lámpara LED de acampada y una caja de cerillas, y se aseguró de que los cirios, el bol y el resto del tequila siguieran ahí.
Agarró su portaje y lo sacó de la vaina de piel que Maritza le había fabricado. Examinó la hoja, sintiendo su peso equilibrado en las manos, y acarició con el pulgar la imagen de la Dama Muerte.
En pocos días, su mamá regresaría para el Día de Muertos. Yadriel podría verla y hablar con ella. Le enseñaría su portaje y, así, su mamá sabría que lo había conseguido. Lo único que faltaba era encontrar a Miguel.
Yadriel se volvió a Maritza:
—¿Lista?
Con una sonrisita satisfecha, ella señaló hacia la puerta con la cabeza y dijo:
—Cuenta conmigo.
Cuando volvieron a bajar, todos los nahualos ya se habían dispersado para ayudar en la búsqueda de Miguel. La abuela estaba en la cocina, mientras que un puñado de mujeres seguía rodeando a Claudia. Todas estuvieron encantadas de hacerse las locas cuando Maritza y Yadriel salieron por la puerta a toda prisa.
El camposanto de los nahuales se encontraba justo en medio de la zona conocida como Este de Los Ángeles, rodeado de muros altos que lo ocultaban de los curiosos. Yadriel oía perros ladrando a lo lejos y la música reguetón a todo volumen de un automóvil que pasaba por allí.
Se cruzaron con unos nahuales que seguían buscando a Miguel:
—¿Encontraron algo? —preguntó el más mayor.
—Nada detrás del columbario oriental —contestó otro.
—Tampoco hay rastro de él cerca de los mausoleos de su familia