Aiden Thomas

Los chicos del cementerio


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piernas largas seguían el ritmo de Yadriel sin problemas y esquivaba las tumbas con cuidado de no pisar jarrones de flores ni fotos enmarcadas.

      —Encontrar el portaje de Miguel, invocar a su espíritu, descubrir qué le ocurrió y liberarlo antes del Día de Muertos —enumeró Yadriel mientras avanzaba entre las filas de tumbas de colores vivos—. Así, él podrá volver para celebrarlo con el resto de nahuales y yo podré participar en el aquelarre de este año.

      —Mmm, diría que tu plan tiene bastantes puntos flacos.

      —No dije que fuera un buen plan.

      —¿Y por dónde empezamos?

      —Por la casa de sus papás.

      Estaba claro que nadie estaba teniendo suerte en el cementerio, así que el siguiente lugar lógico donde buscar era su vivienda, y la forma más rápida de llegar era cruzando una puerta trasera que ya no se usaba en la parte más antigua del cementerio.

      Cuanto más se acercaban al cementerio original, más viejas eran las tumbas y las lápidas. Para cuando la iglesia antigua estuvo a la vista, el camposanto era básicamente una colección de tumbas sencillas con cruces. En la mayoría ya ni se podía leer el nombre.

      Yadriel y Maritza aminoraron el paso hasta que se detuvieron delante de la iglesia antigua.

      Cuando los primeros nahuales inmigraron a Los Ángeles, construyeron una pequeña iglesia con un cementerio. Pero, a medida que la comunidad creció, también lo hizo el camposanto y, al final, la iglesia original se les quedó pequeña. La iglesia nueva se construyó unos veinte años atrás, a la vez que la casa de Yadriel.

      Al comparar ambas iglesias, la antigua parecía más bien una ruina vetusta. Unas enredaderas habían conquistado los dos muros de ladrillo que se unían detrás de la iglesia, dándole al edificio un fondo verdoso y lúgubre. No había muchas farolas de la calle cerca, pero como en aquella ciudad el sol nunca parecía ponerse del todo, la neblina de contaminación y las luces urbanas lo bañaban todo de un resplandor anaranjado incluso en mitad de la noche.

      La iglesia en sí se construyó con piedras de distintas formas y tonos unidas con arcilla. Del techo emergía un campanario que quedaba justo encima de la puerta de madera y que, al parecer, no contenía ninguna campana. El edificio estaba rodeado por una valla de hierro forjado que llegaba más o menos a la altura de la cintura; en el cementerio interior, había unas pocas lápidas alienadas.

      —Allí, mira.

      Yadriel le dio un empujoncito a Maritza y señaló el muro de detrás de la iglesia. La entrada antigua al cementerio estaba allí, medio oculta bajo la capa de hiedra. Yadriel no pudo evitar una sonrisa al doblar la esquina de la valla y trotar hasta la entrada.

      —¿Ves? —dijo apartando un puñado de hojas—. ¡Un atajo!

      Los barrotes de hierro se alzaban imponentes frente a ellos, y una cerradura de aspecto muy resistente unía las dos manijas para proteger los secretos de los nahuales y evitar que entraran intrusos. Maritza soltó un silbidito.

      —Menos mal que no llevo falda —gruñó para sí antes de poner el pie en uno de los barrotes horizontales y darse impulso.

      Yadriel apretó las correas de su mochila, listo para trepar detrás de ella, pero tuvo la sensación de que había alguien detrás de él. No es que se diera cuenta de golpe, sino que fue más bien como un hormigueo que le ascendía lentamente por la nuca. Al darse la vuelta, solo vio la iglesia y las tumbas antiguas. No se oía más que el ruido del tráfico y el de una alarma de carro lejana.

      Sacudió la cabeza y se volvió de nuevo hacia los barrotes de la puerta. Agarró la adornada manija para darse impulso, pero en cuanto hizo presión, no hubo resistencia alguna.

      Yadriel logró apartarse del medio cuando la puerta se abrió. Maritza soltó un gritito y él se tapó la boca con la mano de la risa que le dio al ver a su prima a punto de caerse. Cuando la puerta se detuvo con un chirrido, Maritza estaba a medio camino y se aferraba a ella como si le fuera la vida.

      —¡¿Estaba abierta?! —siseó enfadada entre la hiedra, con la cara metida entre dos barrotes.

      —Eso parece. —Yadriel apenas podía contener la risa, pero no tardó en fruncir el ceño. Examinó la cerradura, moviendo la manija arriba y abajo—. Un momento, ¿cómo es que está abierta?

      Los nahuales ponían mucho empeño en garantizar que nadie ajeno a su comunidad entrara en su cementerio.

      Maritza aterrizó al lado de Yadriel con más bien poca gracilidad y, con gesto de mal humor, refunfuñó:

      —Algún idiota se habrá olvidado de cerrarla.

      —Pero ¿por qué iba alguien a usar esta puerta?

      En teoría, todo el mundo entraba y salía del camposanto únicamente por la entrada principal, cerca de la casa de su familia. Maritza se volvió hacia él con los brazos cruzados y arqueó sus cejas perfectamente delineadas:

      —¿Aparte de para escabullirse en mitad de la noche, quieres decir?

      Yadriel la fulminó con la mirada:

      —Pero…

      Un escalofrío le recorrió la espalda y lo dejó sin aliento. Maritza y él se volvieron de golpe hacia la iglesia. Los ojos de Yadriel recorrieron las ventanas, medio esperando ver a alguien observándolos, pero no eran más que agujeros negros y vacíos en las paredes.

      —¿Lo sentiste? —preguntó Maritza con voz susurrante.

      Yadriel asintió, incapaz de apartar la mirada de la iglesia y temiendo parpadear por si se le escapaba algo. Los pelos de la nuca se le erizaron y se le puso la carne de gallina. Maritza se arrimó más a él:

      —¿Es un espíritu?

      —No lo sé, pero aquí pasa algo raro…

      Percibir espíritus era normal; al fin y al cabo, los había por todo el cementerio. La sensación se convertía como en un ruido de fondo, igual que el tráfico de Los Ángeles; al cabo de un rato, ya ni la notabas.

      Pero aquella sensación era distinta. Era un hormigueo extraño que parecía indicar la presencia de un espíritu, pero a la vez aguijoneaba parte de su mente, lo cual podía significar dolor.

      —¿Puede que sea Miguel? —se preguntó Yadriel, entornando los ojos para centrarse en sus sensaciones—. Me acercaré a ver…

      Se dirigió hacia la iglesia. Aunque no fuera Miguel, podía ser que alguien (vivo o muerto) estuviera en apuros.

      —Si soy un nahualo, ayudar a cruzar a los espíritus perdidos es mi responsabilidad, ¿no? —comentó por encima del hombro mientras se daba impulso para cruzar la pequeña valla.

      A Maritza no se la veía muy convencida, pero lo siguió igualmente.

      Yadriel buscó entre las lápidas inclinadas a medida que se acercaban lentamente al viejo edificio, tratando de encontrar algo que se moviera, una pista o cualquier cosa. El hormigueo se había convertido en un zumbido constante bajo su piel, como cuando le parecía que el teléfono le vibraba en el bolsillo.

      —Este sitio me pone los pelos de punta —susurró Maritza frotándose el brazo—. ¿Y si está encantado?

      Yadriel ahogó una risotada.

      —Pues claro que está encantado, mujer, si el cementerio está lleno de espíritus —dijo intentando usar el sarcasmo para calmar sus propios nervios.

      Maritza le dio un puñetazo en el brazo:

      —Me refiero a monstruos o algo así.

      —Los monstruos no existen.

      Yadriel se acercó a una de las altas ventanas, pero, incluso después de limpiarla con la manga de su sudadera, seguía sin ver nada más que oscuridad en el interior.

      —¿Hablas en serio? —Maritza alzó indignada