como un rayo que le irradió hasta el hombro. Intentó serrarlo, pero lo único que logró fue que saltaran más chispas.
La luz de su portaje se fue apagando hasta que el acero volvió a ser gris, y el nahualo se dejó envolver por una gran decepción.
—Mierda.
—No naciste para esto, ¿eh? —dijo Julián encantadísimo consigo mismo.
Yadriel se volvió hacia Maritza; se notaba el pulso en los oídos, la garganta se le iba cerrando y sintió de repente tal dolor en el pecho que creyó que lo consumiría.
—¡Oye! —Maritza se acercó a él, lo agarró por los brazos y, con voz tranquila y reconfortante, dijo—: No te preocupes, no es culpa tuya. Seguramente es demasiado tozudo como para obligarlo a cruzar al más allá.
—¡Eh! —se quejó Julián.
—Igual que Tito, ¿sabes?
—Puede… —murmuró Yadriel, colorado por la vergüenza. Podía ser una explicación, pero ¿y si no lo era?
Julián dio un paso al frente:
—Escucha, estoy dispuesto a pasar esto por alto y hacer un trato.
Los nahuales se volvieron hacia él; se le veía mucho más tranquilo, con la mirada clavada en el hilo dorado que le emergía del pecho:
—Si me ayudas a encontrar a mis amigos y a asegurarme de que están bien, dejaré que hagas tus hechizos y que me envíes al más allá o donde sea. —Julián toqueteó con curiosidad el hilo que ya había empezado a desvanecerse, abrió los brazos y fijó los ojos en Yadriel—. ¿Trato hecho?
Yadriel miró a su prima. Ya estaba metido en una situación bastante peliaguda, y algo le decía que la cosa no iba a ser tan fácil como la planteaba Julián.
—No creo que tengamos otra opción —dijo ella.
O ayudaba a Julián y lo solucionaba todo por su cuenta, o le contaba a su papá lo que había ocurrido. Si Enrique llegaba a enterarse de que su hijo se había escabullido a sus espaldas para desafiarle y faltar al respeto a sus antiguas tradiciones, Yadriel acabaría metido en un apuro monumental.
Y, lo que era aún peor: jamás le permitirían participar en el aquelarre.
—Trato hecho —accedió a regañadientes. Antes de guardar su portaje en la mochila, lo agitó en dirección a Julián y añadió—: Pero tienes que hacer lo que yo te diga.
La sonrisa satisfecha de Julián hizo emerger hoyuelos en sus mejillas:
—A tus órdenes.
—Vendré a buscarte por la mañana… —empezó a decir Yadriel, acercándose al altar de la Dama Muerte para dejar el colgante.
—Espera, ¿qué? —Julián abrió mucho los ojos—. ¡No puedes dejarme aquí tirado!
—No te puedo llevar a casa, ¡alguien te vería!
—No voy a dejar que me abandones en una iglesia encantada.
—¡No está encantada!
—¡Si yo estoy aquí y soy un fantasma, es que está encantada!
—No es…
—¡Y eso da mala onda! —dijo Julián señalando hacia la Dama Muerte.
—¡No da mala onda! —gruñó Yadriel a la defensiva—. Maritza, échame una mano.
Cuando se volvió hacia ella, Maritza simplemente se quedó a un lado con cara de estar divirtiéndose:
—Un poco de razón sí que tiene. Tú lo invocaste, así que ahora es tu responsabilidad.
Yadriel farfulló indignado, pero ella continuó como si nada:
—Además, seguramente es menos arriesgado no perderlo de vista, ¿no crees?
A pesar del tono despreocupado con el que hablaba, Yadriel podía leerla como un libro abierto y se quedó mirándola furiosamente con las mejillas ardiendo. Apretó el colgante en el puño, tratando de pensar una razón mejor para dejar a Julián en la vieja iglesia antes que esconder a un chico guapo en su cuarto.
A un chico guapo y muerto.
Yadriel soltó un bufido. No podía creer que fuera a acceder:
—Tienes que evitar que mi familia te vea, ¿de acuerdo?
A Julián se le iluminó la cara con una expresión triunfal.
Yadriel se puso el colgante alrededor del cuello; para que Julián pudiera acompañarlo, tenía que llevarse también su ancla.
—No pueden enterarse de que me estuve escabullendo y ayudando a un espíritu.
Sería complicado, pero quizás la cosa no acabara en desastre si reducían al mínimo el contacto con otros nahuales para que no llegaran a percibir a Julián. De todos modos, a Yadriel tampoco es que le apeteciera pasar mucho tiempo con su familia.
—Entendido —Julián parecía muy seguro de sí mismo, pero fijó la mirada en la medalla de San Judas que colgaba del cuello del nahualo. Arrugó el entrecejo y sacudió un poco la cabeza—. Un momento, ¿cómo me voy a esconder de ellos si pueden ver fantasmas?
Yadriel parpadeó, buscando una respuesta en Maritza, pero ella alzó las manos.
—¡A mí no me mires! Yo solo soy una nahuala inútil que no puede sanar a nadie.
Y con esas palabras, se volvió y se dirigió hacia la puerta. Yadriel se apretó los ojos con las palmas de las manos. Típico.
De repente, un escalofrío le recorrió el lado derecho del cuerpo y le hizo estremecerse. Al abrir los ojos, vio que Julián estaba justo a su lado; si hubiera estado vivo, sus brazos habrían estado en contacto. Julián era bastante más alto que él y, estando tan cerca, debía bajar la cabeza para mirar a Yadriel. Tenía una expresión muy seria.
El nahualo dio un paso atrás, tratando de contener las mariposas que sentía en el estómago, y preguntó:
—¿Qué pasa?
—¿Los fantasmas pueden comer? —Julián se puso una mano en el estómago—. Me mueeero de hambre.
—Dios mío… —Yadriel se echó la mochila al hombro y se apresuró a seguir a Maritza.
—¡Oye, que lo digo en serio! —lloriqueó.
Ya fuera de la iglesia, Julián siguió caminando y, cuando Yadriel se volvió para cerrar la puerta, algo le hizo dudar.
Notaba una sensación extraña en la barriga, una molestia, como si se le hubiera olvidado algo. El suelo a sus pies todavía se notaba cargado de energía. Dirigió la mirada hasta el final de la nave principal, donde la Dama Muerte volvía a ser poco más que una mancha negra en la oscuridad de la iglesia.
Se quedó allí parado, escuchando y escudriñando entre las sombras, pero lo único que oyó fue a Julián quejándose de que quería una hamburguesa con queso mientras Maritza fingía tener arcadas.
Esperó un poco más, pero, como no ocurrió nada, cerró la puerta y corrió entre las lápidas para reunirse con ellos.
—¿Dónde demonios estamos?
Julián caminaba girando lentamente sobre sí mismo, observando todo lo que había a su alrededor, mientras los nahuales lo guiaban hacia la iglesia principal y la casa de Yadriel.
—En el cementerio —respondieron Yadriel y Maritza al unísono.
Julián puso los ojos en blanco:
—Ya, pero ¿dónde?
—Este