Aiden Thomas

Los chicos del cementerio


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ningún problema.

      —¿En serio? —Julián ladeó la cabeza y entornó los ojos con cara de confusión—. Yo nunca estuve aquí, y eso que me conozco las calles de Los Ángeles como los dedos de la mano.

      —Como «la palma» de la mano —lo corrigió Maritza.

      —Como se diga.

      —Es que es un lugar secreto —explicó Yadriel, un poco pasmado y a la zaga de los otros dos.

      —Ya, ya, una sociedad secreta de hechiceros —dijo Julián asintiendo con firmeza.

      Yadriel se sentía como si estuviera en medio de un sueño muy raro. ¿Cómo podían estar tan tranquilos? Julián apenas se había sorprendido al enterarse de que estaba muerto. Maritza esquivaba sin esfuerzo los sepulcros y las urnas con la vista clavada en el teléfono, tecleando sin parar con sus largas uñas de color lavanda.

      No podía entenderlo: ¡la situación era muy seria, increíblemente seria, no había nada más serio en el mundo entero! Había invocado a un espíritu y ahora tenía que seguirle la corriente para que le permitiera liberarlo. Faltaban muy pocos días para el Día de Muertos; aquella era la fecha límite para Yadriel. ¿Cómo iba a ayudar a los nahualos a encontrar a Miguel si tenía que estar pendiente de Julián Díaz?

      Si quería demostrar quién era a tiempo para que lo presentaran en el aquelarre, tenían que ponerse manos a la obra y resolver el misterio cuanto antes. Yadriel aceleró el paso para unirse a Julián y preguntó:

      —¿Qué es lo último que recuerdas? Ya me entiendes, antes de que… —Hizo un gesto vago—. Murieras.

      A Julián no pareció molestarle su falta de tacto y simplemente se encogió de hombros:

      —Pues que estaba con mis amigos en el parque Belvedere.

      —¿Cuándo?

      —El martes por la noche.

      —Todavía es martes —Yadriel comprobó en su teléfono que ya era más de medianoche—. Bueno, madrugada del miércoles.

      —¿Y cómo acabó mi colgante en esa vieja iglesia del terror si yo estaba en el parque Belvedere? —preguntó Julián con cara de mal humor, como si de algún modo Yadriel tuviera la culpa.

      —¿Y yo qué sé? —La pregunta del espíritu era totalmente válida, pero Yadriel no tenía la respuesta—. A lo mejor estuviste aquí y no lo recuerdas.

      A Julián no se le veía muy convencido:

      —Me acordaría de un sitio como este. —Sacudió la cabeza y continuó—: Además, estoy seguro de que alguien me atacó. Fue justo después de que anocheciera; volvíamos de King Taco y…

      Maritza levantó la mirada de su teléfono un momento para contribuir a la conversación:

      —Ese sitio es chévere.

      Una sonrisa de dientes blancos iluminó el rostro de Julián.

      —¿Verdad? Tienen unos sopes de pollo que… —empezó a decir llevándose la mano al estómago.

      —¿Y luego qué pasó? —lo interrumpió Yadriel, sin parar de mirar a su alrededor.

      Unas voces fuertes le alertaron de que más adelante había alguien. Julián abrió la boca para responder, pero Yadriel lo cortó:

      —¡Chsss! ¡Espera!

      Los tres se desviaron del camino para no cruzarse con la pareja: un nahualo discutiendo con el espíritu de una señora mayor con mucho carácter.

      —¿Ni siquiera fuiste capaz de traerme las flores que te pedí? —clamó la señora señalando un jarrón con rosas (bien bonitas, según le pareció a Yadriel) que había a los pies de una detallada estatua de ángel—. ¡Odio las rosas!

      —Ay, mamá, ¡es lo mejor que encontré! Mira, ahora no tengo tiempo para discutir: Miguel desapareció y los demás podrían estar en peligro…

      —Ah, ¿y los demás son más importantes que tu mamá? —lo acusó la señora con el pecho henchido de indignación.

      Lo último que Yadriel llegó a oír fue al pobre nahualo gruñendo de hastío.

      Cuanto más cerca estaban de su casa, más nervioso se sentía Yadriel. Mantenía los ojos bien abiertos por si veía luces de linternas; eso significaría que todavía había gente por la zona buscando a Miguel, pero lo cierto es que se veían menos que antes. Lo más probable es que la búsqueda se hubiera extendido hacia el exterior del cementerio.

      Y Yadriel debería haber estado con ellos.

      —Bueno, continúa —dijo haciendo un gesto para que Julián siguiera contándoles la historia.

      —Pues, como decía —siguió Julián como si nada—, estábamos cruzando el paso elevado sobre la autopista. Luca se adelantó porque le encanta bajar la rampa a toda velocidad y… —Se quedó parado con las pupilas dilatadas—. Mierda.

      Maritza se sobresaltó y Yadriel se agachó pensando que alguien los había visto:

      —¿Q-qué…?

      —¿Qué pasó con mi monopatín? —Julián echó la cabeza hacia atrás con un gruñido y se restregó la cara—. ¡Acababa de ponerle ejes nuevos!

      Yadriel arqueó una ceja mirando a Maritza, y ella hizo lo mismo con expresión divertida. Julián se volvió de golpe a Yadriel:

      —¡Tenemos que encontrarlo!

      Yadriel parpadeó sorprendido. ¿Hablaba en serio?

      —La verdad es que dudo que vayas a necesitarlo —comentó Maritza.

      —Uf, si el tipo ese se lo llevó, te juro que… —continuó Julián con la mandíbula tensa.

      —¿Qué tipo? —interrumpió Yadriel antes de que Julián se fuera por la tangente.

      —¡El que atacó a Luca! —exclamó furioso. Gesticulando como loco, empezó a hablar a toda velocidad mientras iba de un lado para otro—. Luca gritó y, cuando llegamos hasta él, un tipo lo tenía agarrado contra la pared. Seguramente quería robarle o algo, como si el pobre alguna vez tuviera dinero… Entonces yo me arrojé sobre el tipo ese y lo empujé; pensé que lo había arrojado al suelo, pero se dio la vuelta antes de que pudiera apartarme y…

      Sin darse cuenta, Julián acabó metido en un sepulcro que le llegaba a la altura de la cintura. Se detuvo con los hombros caídos y el ceño fruncido, como si se le hubieran acabado las pilas de repente. Por un instante, los bordes de su cuerpo se emborronaron y pareció diluirse.

      —Y todo quedó a oscuras. —Se restregó el pecho con la mano—. Lo siguiente que recuerdo es estar con ustedes dos.

      A Yadriel le dio lástima; no tenía ni idea de qué decirle a alguien que acababa de descubrir que había muerto. Sabía por experiencia que no se le daba bien tranquilizar ni consolar a la gente. Nunca había sido su punto fuerte. Él no era su mamá.

      Buscó a Maritza con la mirada para que le ayudara, pero ella se mordió los labios y se encogió un poco de hombros.

      —No tenemos muchos hilos de los que tirar —admitió Yadriel. ¿Cómo iban a hacer frente a esa situación?

      Pero Julián ya tenía una respuesta preparada:

      —Tenemos que encontrar a mis amigos —insistió con los ojos fijos en los de Yadriel. Había tanta fiereza en ellos que el nahualo dio un paso atrás—. Necesito asegurarme de que están bien. Si les pasó algo y es culpa mía… ¡Ah! ¡Puedo enviarles un mensaje! —dijo alegremente, y bajó la mirada para palmearse los bolsillos.

      Un grito se le atoró en la garganta en cuanto se dio cuenta de dónde se había metido y, sacudiéndose la ropa, trastabilló hacia atrás.

      —¿Qué podemos hacer, Yads? —preguntó Maritza,