Aiden Thomas

Los chicos del cementerio


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otra vida, y Yadriel estaba de acuerdo. No parecía una posibilidad, teniendo en cuenta lo violenta que se sintió su muerte—. Con suerte, estará con su cuerpo.

      A Yadriel se le encogió el estómago ante la idea de encontrar el cuerpo sin vida de Miguel en algún lugar del cementerio. La cara de Andrés pasó a tener un impresionante tono verdoso, y Yadriel no pudo creer que hace tiempo hubiera estado perdidamente enamorado de él.

      Enrique tomó su portaje de la encimera. Era un cuchillo de caza, mucho más grande y amenazador que el de Yadriel, pero seguía siendo discreto si se comparaba con los portajes que llevaban los nahualos más jóvenes, como Diego y Andrés.

      Los cuchillos de estos dos eran largos y ligeramente curvos, demasiado grandes como para ser prácticos o poderlos ocultar fácilmente. Tenían sus nombres grabados en las hojas y les habían añadido adornos llamativos. De la empuñadura del portaje de Andrés colgaba una pequeña cruz de una cadena de dos centímetros y medio. Diego llevaba una calavera bañada en oro. «Extravagantes» era la palabra que había usado Maritza para definir esos portajes. Los adornos no solo eran totalmente innecesarios, sino que encima molestaban.

      —Tenemos que irnos —dijo Enrique, y todo el mundo comenzó a moverse.

      Aquella era su oportunidad. Podía ayudarles a encontrar a Miguel para que lo enterraran en el camposanto de los nahuales. Era una de las responsabilidades de los nahualos, así que él también se encargaría. Ahora que tenía su propio portaje, quizás Yadriel podría ser quien liberara el espíritu de Miguel a la otra vida.

      Hizo ademán de seguir a los nahualos, pero Enrique extendió el brazo para detenerlo.

      —Tú no. Quédate aquí —le ordenó.

      A Yadriel se le cayó el alma a los pies, pero insistió:

      —Papá, puedo hacer lo mismo que el resto…

      Un sonido fuerte hizo que Enrique sacara su teléfono del bolsillo. Pasó el pulgar por la pantalla, se lo llevó al oído y preguntó con expresión tensa:

      —Benny, ¿lo encontraste?

      Todos se quedaron quietos. Yadriel oyó palabras apresuradas en español al otro lado de la línea. Su papá dejó caer los hombros y, masajeándose la frente, suspiró:

      —No, nosotros tampoco. Estamos tratando de reunir a más gente para que ayuden con la búsqueda…

      El joven saltó al ver la oportunidad.

      —¡Yo puedo ir! —dijo.

      Su papá le dio la espalda y siguió hablando por teléfono. Frustrado, Yadriel hizo una mueca y se puso delante de él.

      —¡Papá! Déjame ayudar. Yo…

      —Te dije que no, Yadriel —gruñó Enrique, frunciendo el ceño mientras trataba de oír la voz al otro lado.

      Normalmente, Yadriel no le llevaba la contraria a su papá, pero aquello era importante. Miró a los nahualos que aún quedaban en la cocina, buscando a alguien que lo escuchara, pero ya iban saliendo unos detrás de otros a excepción del tío Catriz, que observaba a Yadriel con expresión desconcertada.

      Cuando su papá se dirigió a la puerta, Yadriel se interpuso en su camino con determinación, se quitó la mochila del hombro y abrió la cremallera.

      —Si tan solo me escucharas.

      —Yadriel…

      Él ya tenía la mano dentro y aferró la empuñadura de su portaje:

      —Mira…

      —¡Basta!

      El grito de Enrique hizo saltar a Yadriel.

      Su papá era un hombre de carácter tranquilo. Era muy difícil que algo lo alterara o le hiciera perder la calma. Eso era, en parte, lo que lo convertía en un buen líder. Ver la cara de su papá tan colorada, oír la aspereza de su voz, era realmente estremecedor. Incluso Diego, que estaba justo detrás de Enrique, se sobresaltó.

      La cocina se quedó en silencio. Yadriel sentía que todos los ojos estaban puestos en él y cerró la boca de golpe. El corte que tenía en la lengua le escocía; era una sensación afilada y metálica.

      Enrique apuntó a la sala de estar con un dedo:

      —¡Tú te quedas aquí con el resto de las mujeres!

      Yadriel se estremeció. Una vergüenza ardiente le inundó las mejillas. Soltó la daga y dejó que cayera al fondo de su mochila. Miró a su papá lleno de furia, tratando de parecer feroz y desafiante, aunque los ojos le quemaban y las manos le temblaban.

      —Con el resto de las mujeres —repitió Yadriel, escupiendo las palabras como si fueran veneno.

      Enrique parpadeó y su enfado se tornó en confusión, como si de repente pudiera ver claramente a Yadriel. Se apartó el teléfono de la oreja. Los hombros se le hundieron y su expresión se relajó.

      —Yadriel… —suspiró, extendiendo la mano hacia su hijo.

      Sin embargo, Yadriel no iba a quedarse a escucharlo. Maritza intentó detenerle:

      —Yads…

      —Déjame.

      No podía soportar su cara de lástima. Se dio la vuelta, se abrió paso entre los mirones y escapó hacia el garaje. La puerta se estrelló contra la pared antes de que él la cerrara de un portazo y bajara los pocos escalones dando zancadas.

      Cuando encendió las luces, estas parpadearon y revelaron un caos organizado. El carro de su papá estaba aparcado a un lado. Yadriel caminó de un lado a otro sobre el cemento manchado de aceite; respiraba entrecortadamente, ya que el binder le apretaba las costillas. El enfado y la vergüenza libraban una guerra en su interior.

      Quería gritar o romper algo. O ambas cosas.

      La cara de su papá —la expresión de arrepentimiento cuando se dio cuenta de lo que había dicho— le pasó por la mente. Yadriel siempre estaba perdonando a la gente por ser insensible, por referirse a él usando el género equivocado y por llamarlo por su necrónimo. Cuando le hacían daño, siempre les daba el beneficio de la duda, o lo achacaba a que no entendían o que estaban acostumbrados a ciertas cosas.

      Pero estaba harto. Harto de perdonar. Harto de tener que luchar simplemente por existir y ser él mismo. Harto de ser el raro.

      Pertenecer implicaba negar quién era, y vivir como alguien que no era casi lo había destrozado por dentro. Sin embargo, también amaba a su familia y a su comunidad. Ya bastante duro era el hecho de no encajar; ¿qué ocurriría si no podían (o no querían) aceptarlo por lo que era?

      Frustrado, le dio una patada al neumático del carro, pero lo único que consiguió fue hacerse daño en el pie. Soltó una ristra de palabrotas y trastabilló hasta un taburete viejo. Con una mueca, se sentó pesadamente.

       Eso no fue buena idea.

      Miró con el ceño fruncido al sedán negro, y su reflejo enfadado le devolvió la mirada desde el parabrisas. El pelo se le había despeinado de todo lo que había corrido aquella noche. Yadriel lo llevaba corto de los lados y más largo por arriba, y dedicaba mucho tiempo a peinárselo. El cabello era una de las pocas cosas de su apariencia que podía controlar. No había manera de que las camisas de vestir le quedaran bien (o le apretaban demasiado el pecho y las caderas, o le quedaban cómicamente enormes), pero al menos podía decolorarse el pelo e invertir su pequeña paga en comprar gomina Suavecito. Era lo único que lograba domar su gruesa mata de cabello ondulado y negro. No podía alargar sus mejillas redondeadas ni hacer que las cejas le crecieran gruesas y oscuras. Para él, las botas militares eran algo tan práctico como estético: con ellas puestas, ganaba algo más de dos centímetros. No era mucho, pero le ayudaba a sentirse menos acomplejado por lo bajito que era en comparación con el resto de chicos de dieciséis años. Los pequeños cambios, como por ejemplo imitar la forma en la que vestían o llevaban el pelo Diego y sus amigos, hacían que