Ana Fernández de Nazar Anchorena

Es de sol


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me tocó transitarlo.

      Durante años había intentado concebir una buena historia, una trama que valiera la pena ser contada. Nunca nada me parecía lo suficientemente bueno o relevante. En general porque me gusta escribir de mí misma. Y no es que mi vida fuera especialmente interesante, sino que narrar lo que nos pasa es terapéutico y tiene un efecto liberador que además es sanador. Supongo será por eso que escribir es una actividad que nunca dejé de hacer, aunque solo quedara en la intimidad de mis notas, llevando un pequeño diario o ensayando escuetas oraciones en alguna libreta linda que llegara a mis manos. Dependía del momento, dependía mucho de lo que estuviera pasándome.

      Me di cuenta, una vez, que en general había algo especialmente creativo y fructífero en las etapas de dolor, en los ratos de tristeza y en las noches que parecen largas o más oscuras que las demás. Sé mucho de esas noches, incluso antes de la historia que quiero contarles en este libro. No sé por qué. Quizás Dios me haya ido preparando para el dolor, quizás Dios me fuera moldeando y entrenando sin que yo lo supiera, a lo largo de los primeros años, incluso desde el principio de mi vida.

      De modo que buscando una buena historia para contar, la historia me encontró a mí. Nace desde lo más profundo del alma, desde las emociones más intensas y en el estado más puro que pudiera sentir jamás. Se la ofrezco en estas páginas, dándome la posibilidad de sanar también yo, escribiéndola y siendo leída.

      Descubrí enseguida que escribir suponía una disciplina que no tenía, porque las oraciones más geniales, verdaderas y llenas de sentido, aparecían siempre cuando no tenía lápiz y papel a mano, mucho menos una computadora. En general se trataba de momentos de mucha introspección y soledad o después de rezar, cuando las emociones y recuerdos venían a mí en forma más ordenada y apacible. Eran ratos en los que caminaba por mi jardín o me hacía un rico café por la mañana. Cuando el alma está absolutamente destrozada, los pequeños placeres de la vida son todo. Cada minúsculo momento que antes parecía trivial y mecánico, se transformaba en un pequeño ritual de sanación y de mucho aprendizaje también. Me preguntaba cuántos cafés había tomado en mi vida, calentitos y al reparo de mi bella cocina, una mañana helada de invierno mientras todos mis hijos estaban a salvo en casa o en el colegio, ¡y yo ni siquiera lo había notado, mucho menos agradecido! Seguramente dirán que esto es propio de las personas que han vivido situaciones traumáticas y que no se puede ir por la vida pensando en la rica comida que acabamos de comer, ni mirar con el asombro de un niño el milagro que representa la vida de nuestros hijos, pero se equivocan. Esto no solo debería salirnos intuitivamente del corazón, sino que además es casi una invitación obligada a ponernos en sintonía con nuestra capacidad de reconocer y venerar todo lo que permite que nuestra existencia tenga sentido y esté tan llena de amor y de paz.

      Escribí las primeras líneas sentada en mi cocina y me parece tan acertado; porque de algún modo aquí empezó todo, en esta cocina. Aquí comenzó la historia que intento contarles lo más fielmente posible con este relato.

      Conocí a mi marido, Pedro, estando los dos en nuestro viaje de egresados de quinto año. No sé si el amor a primera vista existe, pero sí recuerdo el primer minuto que lo vi. Estaba festejando la llegada al lugar donde íbamos a pasar la siguiente semana y se reía con toda su cara. Mi colegio y el suyo paraban en el mismo hotel. Alguien puso un viejo minicomponente en el pasillo y todas las puertas de los cuartos estaban abiertas, transformando el piso entero en una suerte de gran boliche. Una amiga tomó una foto de ese momento y así conservamos hoy, una imagen de los iniciales y escasos minutos del encuentro. Teníamos diecisiete años y una mezcla perfecta de inocencia e impunidad, cuando todavía nos creemos eternos e invencibles y que el mundo se postra servido a nuestros pies. No creo que sintiera amor al verlo, pero sí pensé que ese chico me gustaba mucho.

      Pedro es mi mejor mitad y la persona que me hizo saber quién era yo misma. Suena muy cursi, pero la verdad es que Pedro me permitió mirarme a través de su propia mirada. Me puso enfrente de un espejo y lo que se veía en ese reflejo me gustó mucho, como si no hubiera conocido hasta entonces atributos de mi personalidad que él me dijo que tenía. Pero no solo eso, sino que además a Pedro le encantaban tanto, los descubría y quería con tanta convicción, que finalmente terminé aceptándolos como propios y haciéndolos míos. Somos la antítesis perfecta y cada vez que la vida nos impuso sortear situaciones tristes o problemas graves, supe porqué me había casado con él. Si la frase “me preocupa” es una de las más habituales en mi boca, Pedro podría identificarse con el lema “Dios proveerá”. Él nunca espera que nada malo pase, hasta que las circunstancias le indiquen lo contrario. Es un optimista nato, simple, noble y llano. Pedro ama y sufre con sencillez, con bondad. Nunca tiene pensamientos mezquinos o rebuscados sobre algo o alguien y quizás su peor defecto sea la falta de fuerza de voluntad. Para eso me tiene a mí, que soy tozuda y constante como pocas y con cierta agudeza y sensibilidad especial para percibir el mundo, motivo por el cual Pedro a veces se ve obligado a dar un vistazo con mis ojos, quizás chocándose con alguna realidad dolorosa de la que preferiría no tomar nota.

      Unos diez años atrás, Pedro me propuso casamiento. ¡Estaba tan feliz! Había esperado ese día durante el larguísimo tiempo de novios y al fin estaba ocurriendo. Trabajé tres años con una diseñadora de vestidos de novia y por esos días tuve la posibilidad de ver muchísimas mujeres felices que iban a probarse los vestidos con sus mamás, suegras y amigas. El proceso de elegir las telas y el diseño era largo, pero valía la pena cuando quedaba concluido y llegaba el momento de ponerse la prenda terminada por primera vez. Recuerdo que se miraban al espejo y recién ahí se daban cuenta que efectivamente aquello estaba pasando: se iban a casar. Las veía con atención y pensaba que más tarde o más temprano yo sería una de ellas.

      Tenía en la cabeza todo lo que quería para mi vestido de antemano. Me fui al centro, a una casa de antigüedades, a buscar lo que necesitaba para hacerlo realidad. Compramos un vestido usado muy antiguo y lindo. Se lo llevé a Laura, la diseñadora para la que trabajaba, capaz de hacer magia con sus manos y con su impronta tan característica. Tenía guardado un camisón viejo, pero alucinante, de encaje. Lo había conseguido por un valor irrisorio algunos años atrás en una tienda de venta de usados en el barrio de Flores. Entonces, Laura encontró la manera perfecta de hacer encastrar las dos piezas y transformarlas en una, increíblemente bella y perfecta, que era exactamente lo que yo quería. Mi vestido estaba en camino y la fecha del casamiento, fijada.

      Para ese entonces, tuvimos la suerte de poder comprar una casa gracias a la ayuda de nuestros padres. Empezamos a ver departamentos en la ciudad. Íbamos de un barrio a otro tratando de poner en la balanza metros cuadrados y zona, sin encontrar jamás nada que nos cerrara del todo. Admito que no tenía mucha agudeza para buscar y elegir. ¡Cualquier cosa me venía bien! Se estaba haciendo realidad el sueño de mi propia familia y lo sentía como si la mejor parte de la vida estuviera recién por comenzar.

      Finalmente terminamos viendo casas en las afueras de la ciudad y sin darnos mucha cuenta de cómo ocurrió, llegamos a la que sería la nuestra. Aquí pasamos los días más felices y las penas más hondas y profundas también. Las paredes de esta casa guardan la historia de la familia que en ese entonces no había nacido y recibió a dos personas que llegaron siendo casi niños despreocupados; personas que veo lejanas y por las que siento infinita ternura. A veces vuelo con la mente a quienes fuimos y nos abrazo con el pensamiento, dándonos ánimo y fuerza por todo el camino duro que tendríamos que recorrer. Me doy cuenta de que no sabíamos nada de la vida, ni de la valentía de la que seríamos capaces aún en las circunstancias más adversas y desgarradoras que hubiéramos podido vaticinar.

      La nuestra es una cocina con casa y no al revés. Pedro trabaja con números en una oficina igual a la de casi todos los demás, pero cocinar es lo que más le gusta en el mundo. Es un cocinero amateur, un aficionado, pero lo hace tan bien como un profesional. Aprendió sin cursos, solo por el placer de hacer, viéndolo quizás a su papá o a las señoras que cocinaban en su casa cuando era chico. De grande acumuló horas y horas de programas de cocina y en casa se fueron apilando los libros