Ana Fernández de Nazar Anchorena

Es de sol


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de semana. Se siente orgullosa, diría, de poder contar que jamás cumplió la tarea de sostenerme y que, aunque fuera por mi bien, prefería alejarse mucho para no escuchar o ver. De modo que así se fueron acumulando mis primeros llantos, que fueron tantos y tan intensos que llegaron a dibujar algunos moretones en la panza, de la fuerza que hacía para liberarme, gritar y encoger la cabeza, todo junto y a la vez.

      A raíz de esto, empecé entonces a pensar cómo se va formando nuestra psiquis y moldeando con las experiencias que nos ocurren desde el comienzo. ¿Cómo sería yo sin este episodio y otros tantos que me pasaron en la vida? Quizás cada hecho fortuito y aparentemente aislado, tenga que ver con los que sucederán después, incluso cuando no podamos ver nosotros la relación que existe entre ellos, siendo que en realidad constituyen todos una cadena perfecta de sentido, donde cada evento resignifica a los anteriores y les da valor.

      El siguiente recuerdo de cuando era chiquita, era el deseo enorme de tener una familia grande y llena de hijos. Jugar a la mamá y al papá era mi entretenimiento preferido en el mundo. Cada cumpleaños pedía un bebote nuevo, que jamás eran suficientes. Tenía cunitas, cochecito, moisés y sillita de comer. Papá viajaba muchísimo por trabajo y nos traía unos regalos increíbles en la época en la que no era tan común llegar a Estados Unidos y encontrar cosas que no se conseguían sino allá.

      El día que volvía de viaje, después de haber estado ausente más de tres meses, mamá nos hacía faltar al colegio e íbamos todos en dulce montón al puerto para llegar justo antes de que el barco atracara. Recuerdo esos días con tanta emoción. Lo mejor que tenían era la magia que se respiraba en el aire. Mamá llevaría varias semanas a dieta estricta y anhelaba con tantas ganas el reencuentro, que disponía millones de cosas para que fuera perfecto. Los Fernández eran muchos y los viajes de papá los convocaban a largas noches de fiesta en casa, donde se charlaba hasta tarde, se escuchaba música y se contaban anécdotas del viaje y de lo que había ocurrido en casa mientras él no estaba.

      El teléfono sonaba sin parar esa mañana. Mamá corría con el secador de pelo en la mano, a medio vestir y pintar, intentando a la vez cambiarnos a nosotras y peinarnos con moños perfectos: “¡Por favor, no se ensucien! ¡Y no se arruguen los vestidos!”. En cada llamado le recordaba a alguien a qué hora llegaba papá y en que dársena atracaba el barco. Entonces partíamos todos al puerto. Me acuerdo que cuando estábamos cerca y ya empezaba a ver los contenedores apilados y algunos barcos de fondo, sentía ansiedad y emoción; ¡y el olor a barco! Los barcos tienen un olor particular y la cercanía al puerto también: es olor a sal y a aceite, a combustible y a mar; olor a llegada y a partida, a premio después de tanta espera paciente, a recompensa sagrada…, olor a mi papá.

      No sé por qué siempre teníamos que esperar muchísimo para subir al barco; por alguna cosa u otra, todo se demoraba. Papá salía a saludar desde la cubierta y cuando mamá lo veía… ¡ese momento era todo! Lo hacían por primera vez después de muchísimo tiempo y mamá estallaba de felicidad. Cuando sos chiquita, ver felices a tus papás es lo mejor que te puede pasar, no solo porque te hace bien su alegría, sino porque te sentís segura. Padres felices son padres capaces de protegerte, por eso la llegada de papá era un bálsamo en nuestras vidas. Finalmente, ponían la escalera y podíamos subir. Mis piernas eran cortas aún y la separación de cada peldaño bastante grande. Me daba miedo y miraba el agua sucia debajo de mis pies que golpeaba contra el borde del casco del barco. Llegábamos arriba y papá nos recibía con sus charreteras doradas y la gorra de capitán puesta. Tengo su perfume grabado en mi nariz, mezclado con algo de humo de cigarrillo, porque en esa época papá todavía fumaba. El abrazo entre mamá y papá era largo.

      Entrar al camarote me parecía alucinante. Todo en el lugar tenía una mística especial. Tomábamos algo, había alguna charla rápida para ponerse al día con las noticias que no podían esperar y papá recibía a algunas personas para terminar el papelerío que requería el final del viaje. Entonces, nos llamaba a mi hermana y a mí a su cuarto. Arriba de la cama había una pila enorme de juguetes ordenados y dispuestos para nosotras. ¡No sabíamos por dónde empezar! De los miles de regalos que nos trajo en esos años, recuerdo especialmente estos: unos patines increíbles de cuatro ruedas que generaron una pelea entre mamá y papá (mamá le había pedido expresamente que no los comprara porque le parecían peligrosos y que éramos chicas para poder dominarlos, pero que al final los usamos por años y años y eran bastante fáciles de rodar), unas remeras con unas rockeras estampadas (las llamábamos las remeras con las caras locas y nos parecía lo más transgresor que podíamos ponernos) y unas cajitas con figuras de cerámica de chinitos (ese fue el viaje más largo de papá, a China. En ese momento todo lo que trajo me pareció aburrido, nada que ver con las maravillas que se podían conseguir en Estados Unidos y hoy lamento no tener esas cajas de cartón bellísimas con el sinfín de chinitos cuidadosamente pintados adentro). Pero ninguno de ellos me ponía tan feliz como recibir una muñeca. Daba una mirada rápida a los paquetes y buscaba ansiosa alguno que tuviera el tamaño para contener una adentro. Si papá decía que ese viaje no me había traído otra porque ya tenía demasiadas, tragaba con desilusión forzando la cara de alegría por todo lo demás. Y es que para mí nunca serían suficientes muñecas. Amaba peinarlas, vestirlas, cuidarlas y estar con ellas. Me daba un trabajo enorme que mi hermana quisiera jugar conmigo. A ella le interesaban las trepadoras. Y se ponía nerviosa cuando accedía y me preguntaba: “¿Qué muñeca va a ser tu hija?”. Y yo le contestaba: “Todas, todas ellas”. El sueño de tener muchos hijos siguió para siempre, no lo abandoné jamás. Y al día de hoy, le agradezco a Dios haberme dado la posibilidad de cumplirlo.

      Supe que estaba embarazada de Amparo justo al año de habernos casado. Encaré esa búsqueda con el miedo de que jamás fuera posible hacerlo realidad, el miedo que acompaña a los deseos que son verdaderos e importantes, aquellos de los que sentimos que sería imposible prescindir. Para mi sorpresa, no supuso ninguna demora. Amparo estaba en camino, solo que en ese primer momento no sabía su nombre o la historia difícil que deberíamos atravesar juntas.

      Entonces, queriendo concebir un libro, concebí a mi chiquita estrella fugaz. Con ella nacieron infinitas historias, se despertaron sensores dormidos y se activaron terminaciones nerviosas que creía yo en desuso. Explotaron el llanto, el amor; una nueva forma de amor. La vida apareció ante mis ojos en su estado más verdadero, en su versión también más cruda y con las aristas más difíciles, esas que nos sugieren guarecernos y a la vez no nos dejan escapar.

      A medida que las semanas de embarazo avanzaron, el bebé se reveló mujer. Allí mismo supimos que estaba afectada por un virus arrasador que yo misma le había contagiado y que tuvo la oportunidad de atacarla en su etapa más vulnerable; es decir, en el período de gestación, cuando nuestro sistema inmunológico aún en desarrollo no tiene la capacidad de defenderse de la intrusión de un virus como este. Era un virus absolutamente común e inofensivo para cualquier adulto, pero implacable para ella. Los hallazgos ecográficos fueron contundentes y pronosticaban un futuro muy duro. Amparo, que en ese entonces ya tenía nombre, iba nacer muy probablemente con parálisis cerebral. Escuchar la expresión “parálisis cerebral” referida a alguno de nuestros hijos es como una bomba que estalla justo encima de tu cabeza. Te deja aturdido y confundido, tan desorientado que quisieras salir corriendo, pero te das cuenta de que es imposible hacerlo, porque ni las piernas te responden y porque aunque si lo hicieran, no hay lugar donde esconderse. Esto estaba pasando. Era un hecho. Veía mi propia vida como si fuera una espectadora y me percibía como alguien desdoblado de la persona que estaba atravesando esta situación tan terrible y desgarradora.

      En aquella oportunidad, conocí un médico que siempre estará cerca de mi corazón y memoria, porque fue un hombre definitivamente eficiente en su labor como profesional, pero sobre todo por ser una persona buena. Intentó todo para salvar a mi hija y darle una chance de curación. Con el tiempo supe que la oportunidad me la estaba dando en verdad a mí, de transitar este camino que nos quedaba andar con la paz de saber que lo estábamos intentando todo. Podía hacer algo por ella: abrazar la posibilidad de este tratamiento pionero y cuyos resultados no eran certeros,