Ana Fernández de Nazar Anchorena

Es de sol


Скачать книгу

Un tratamiento, claro. Ayudarla. Amparo no podía ser abandonada a su suerte, lo dijo clarito. Teníamos que hacer algo. Y en ese tiempo que traté de abrigar la esperanza de lo posible, recibí un llamado enorme adentro mío que me invitaba a rezar.

      Rezaba como me salía. No estaba muy entrenada en el asunto y sentía mucho miedo. Quería conmover a Dios y convencerlo de que me ayudara. Para mí, en ese momento, ser ayudaba solo podía significar una cosa: que Amparo se salvara. Salvarse era sinónimo de curarse. No había otra opción en mi corazón y viéndolo ahora en retrospectiva, me doy cuenta de que allí empezó la verdadera historia que quiero contar, la historia de sobrevolar lo humano y la visión acotada que tenemos del mundo, para poder mirar aunque sea unos segundos breves con los ojos de Dios.

      Cada vez que hablaba con Dios le rogaba: “¡Salvala, por favor salvala!”. Y claramente quería ser salvada también yo de vivir una vida atada al sufrimiento. Sentía que era demasiado para mí, que no podía aceptar que mi hija jamás me hablara o comprendiera, que quizás ella nunca sabría con la totalidad de su capacidad que era su mamá y todo lo que esa relación especial implicaba. Quería que Dios nos liberara de esta cruz. Temía también que este mundo no estuviera preparado para ella; que la hiciera a un lado, que no la considerara y que le fuera aún más difícil la vida de lo que ya era. Me pregunté cómo recibía nuestro mundo a las Amparos y qué hacemos nosotros para cuidar a personas como ellas. Pensé, entonces, en las primeras veces que recé estando embarazada, cuando tal vez Dios ya me estaba preparando, aunque yo no lo supiera, cuando repetía casi de manera única y constante: “Por favor Dios, ayudame a ser la madre que mi hijo necesite”. Más tarde me daría cuenta que sería ella, al final de cuentas, la hija que yo necesitaba.

      Un día mamá me llevó a una Iglesia de las Carmelitas y vi allí una imagen de María sosteniendo a su hijo, Jesús ya muerto y entregado. Me puse a llorar desconsoladamente y me paré con mi panza ya visible y avanzada. Quise rezar y mi rezo se hizo presente con una voz suave y calmada que dijo en silencio: “Que se haga Tu Voluntad y no la mía”.

      Amparo murió dentro del vientre materno, es decir adentro de mi panza. En un control, que eran frecuentes y difíciles, el ultrasonido hizo prolongadamente un sonido hueco y profundo, parecido a estar sumergido en el mar. Era un sonido que estaba lleno de silencio. Entonces, cuando nadie se animaba a hablar en ese cuarto, cuando el médico no quiso precipitarse, ni Pedro preguntar lo que todos pensábamos, me adelanté y dije: “No se escuchan los latidos del corazón, ¿no?”. Y aunque faltaban más pruebas para corroborar que ella se había ido definitivamente, empecé a llorarla.

      Como ya estaba cursando el 7mo mes de embarazo, fue necesaria una cesárea para sacarla. Sacarla… esa es la palabra, porque no iba a tener la posibilidad de darla a luz, ni de que ella conociera este mundo. Amparo había volado más allá, desde el cobijo que en ese momento sentía escaso y roto de mi interior, a los brazos de Dios. Recuerdo estar acostada en la camilla antes de la cirugía y repetirme una y otra vez: “Esto no me está pasando, esto no es real”. Con los años iba a revivir una segunda vez este sentimiento tan extraño de querer negar lo que se manifiesta con la potencia de lo definitivo e irremediable.

      Siempre cuento que esa primera noche después de la cesárea, quedé internada en el piso de maternidad. Escuché muchos bebés llorar, quizás del cuarto contiguo o de las cunitas que los trasladan desde la nursery hasta donde están sus mamás. Apreté los ojos y me dije a mí misma que si podía sobrevivir aquella noche, sobreviviría a cualquier otra cosa en la vida. El dolor que sentí, quedó impreso en mi memoria y sentó un precedente de fortaleza y resistencia del que mi corazón tomó secretamente nota.

      Este hecho tan duro, tan desgarrador en la vida de Amparo y en la mía, supuso la puesta en marcha de un proceso que había sido concebido con ella, aunque todavía estaba demasiado golpeada para verlo acabadamente. No podía abarcar con el entendimiento nada de lo que me estaba ocurriendo, sin embargo sí sabía dos cosas: la vida jamás sería la misma (y esto no era necesariamente algo negativo) y tenía la convicción de que estaba siendo convocada a algo a través de este dolor gigante que desconocía completamente.

      Antes de Amparo, estaba muda de historias. Ella desbordó infinitos sentimientos, que necesitaban ser acotados en algún lugar. Muchas veces discutimos Pedro y yo sobre qué íbamos a hacer con tanto que sentíamos o dónde lo poníamos para seguir viviendo, para no sentirnos afuera del mundo y tan extremadamente en carne viva. Alguien nos dijo que teníamos que encontrarle un espacio, un lugar donde pudieran descansar ella y nuestro corazón roto. Entonces empecé a escribir, sin conducta alguna, pero logré igual darle forma a muchas ideas que me ayudarían varios años más tarde; notas escuetas volcadas en un papel cuando aún no conocía a mí amado Blas. Acotar el dolor gigante y recibirlo en nuestro corazón para transformarlo y darle un ribete posible a la historia, es tarea casi obligada y diría yo la única manera de seguir en la vida. Porque el mundo avanza inexorablemente sin piedad, aún cuando nuestro pequeño universo acaba de detenerse y explotar en millones de pedazos.

      Estando embarazada, mamá me regaló una imagen de una india con vestido verde que también estaba embarazada. Me gustaba mucho y limpiando una mesita sobre la que descansaba, se me resbaló de las manos, partiéndose en muchas partes y ya no teniendo arreglo alguno. Le dije a Pedro cuando llego del trabajo: “¿Vos crees que será un mal augurio?”. Y él me contestó: “Dejate de pavadas”. La otra imagen que tenía y que también representaba una mujer embarazada, fue la de la Virgen María. Era una figura que todas las mujeres de la familia fueron teniendo y pasándosela en cada ocasión de sus embarazos. Para cuando llegó el mío, descubrimos que en realidad había dos estatuitas dando vueltas, solo que una estaba extraviada. En la casa de mi hermana quedaba la que conservara por haber sido la última en tener a su bebé, pero no sabía si dármela o no porque dos tías la reclamaban y se atribuían la propiedad de la estatuita que guardaba. Finalmente aparecieron las dos, pero producto de la disputa, la Virgen llegó a casa demorada, aunque siempre segura.

      Ahora pienso que la rotura de la india embarazada no fue un mal presagio, porque lejos estoy de ser supersticiosa, pero tal vez sí fuera un símbolo del dolor, de lo permanente e irreversible que nos ocurriría. La Virgencita traía, en cambio, un mensaje mucho más lindo: que Ella tiene sus tiempos; que Ella sabe siempre cuándo llegar y cuándo retirarse. Como una buena madre.

      En ese momento difícil que nos tocó transitar a Pedro, a Amparo y a mí, Dios nos puso una cruz enorme al hombro que llevamos muchas veces con bronca, pena y desilusión, pero también con esperanza e incluso con la leve percepción de que algún tipo de redención nos estaba siendo regalada, producto seguramente de una nueva forma de amor, una manera diferente de sentir que jamás hubiese sido posible sin nuestra querida hija Amparo.

      Dios caminaba con nosotros y también lo hicieron personas que fueron especiales en ese camino; personas íntegras, nobles, bondadosas y capaces de tender una mano cuando Pedro y yo sentíamos que nos moríamos también. Personas que supieron cuidar a nuestra hija cuando nosotros mismos no podíamos hacerlo; personas que la supieron querer y abrazar. Personas que vieron en ella a otra persona; una que no respiraba sino a través de mí, una que no se alimentaba sino a través de mí, una que no podía quejarse, llorar o sonreír, una que incluso solo tenía cara en nuestra imaginación, pero que no dejaba de ser por eso, menos persona que cualquiera de ellos. Y a estas personas les estoy inmensamente agradecida, por luchar por mi hija, por no abandonarla, por mirarla con respeto, por ver a Amparo, enferma, chiquita, dormida dentro mío, pero plenamente viva.

      Recuerdo que las primeras semanas que le siguieron a su muerte, empecé tímidamente a juntar pedazos rotos de nuestra antigua vida. Inocentemente creí que podía volver, de alguna forma, a unir las piezas hasta que quedara una única faltante. Tal vez podría yo vivir con un solo hueco… No sabía, durante ese primer rato, en el que uno está como aturdido y anestesiado, dudando si lo que pasó era real o solo una espantosa pesadilla, cuán grande y hondo era el agujero y cuánto más difícil sería que juntar partes y reunirlas. Se trataba más bien de nacer de nuevo y de morir incluso un poco nosotros para empezar otra vida, una diferente.

      Pasé muchos días sola en casa lidiando con mi pena, que era grande y profunda. Me recluí del mundo porque todo me lastimaba. Estaba