Ana Fernández de Nazar Anchorena

Es de sol


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había presentido. Sentía como si una parte de mí hubiera sabido anticipadamente lo que vendría después.

      La noche anterior a la ecografía de Amparo, cuando no sabíamos siquiera su sexo, soñé que caminaba por una casa llena de puertas, buscando detrás de alguna de ellas a mi bebé. Abría una de esas puertas, de vidrios repartidos y visillos blancos y entraba a un cuarto con pisos de madera crujiente, amplio y lleno de luz. Había un moisés en el medio, todo rosa con moños y tules. Me acercaba cuidadosamente y me asomaba para ver a mi bebita dormir. Era mi hija, era mujer y estaba tan resfriada que no podía respirar bien. El único pensamiento que tenía mientras la miraba, era que ella estaba enferma y que no había nada que pudiera hacer para ayudarla.

      Cuando fuimos a la ecografía y supimos que era mujer, la médica que realizaba el estudio me preguntó cuándo tenía que ver a mi obstetra. Dijo que no era nada urgente, que solo iba a incluir un pequeño detalle en el informe, pero que era una variante de la normalidad; que este hallazgo aislado no era indicio de nada raro. Ahí corroboré que Amparo estaba enferma y eso fue una semana antes del escáner completo que arrojó los peores resultados. Lo llamé al obstetra parada en el estacionamiento del mismo hospital donde se murió Blas y le dije: “Necesito que me consigas un turno para hacer un estudio más complejo de la bebé. Ella está enferma, te lo aseguro”. Le pareció descabellado, pero insistí diciendo que estaba absolutamente segura, que yo era su mamá y sabía mucho más de Amparo que nadie. Cedió en su postura y a la semana me esperaba el especialista que diagnosticó los efectos del virus en su cuerpo.

      Acostada inmóvil en una cama en la casa de mamá y papá ese 25 de diciembre, la vida se había derrumbado. O al menos para mí. No podía percibir nada a mí alrededor. Los sentidos estaban bloqueados. Estoy segura que de haber tenido un aparato capaz de medir ondas cerebrales, le hubiese sido imposible detectar alguna actividad en mi mente. Cerré los ojos y dejé que fluyera todo lo que había sentido los últimos días, algo que me golpeaba y llamaba desde algún espacio que desconocía. No sentía bronca, ni furia, ni enojo; solo dolor, punzante y mortal. También sentía miedo. Mucho miedo.

      En la oscuridad del cuarto, de pronto pude articular una palabra muda, que salió desde lo más profundo de mí ser con una potencia que me sacudió. Grité en silencio, un grito imperceptible para el oído humano, pero aún así estridente y ensordecedor, un grito que salió desde un alma vacía y rota y que se elevó al cielo para llegar sin escalas al corazón de Dios: “Ayudame, por favor ayudame”. Fue una súplica desesperada. Entonces, sentí con la contundencia que no da lugar a la duda, una voz cálida que me contestaba sin hablar: “Ya te oí, te estaba esperando”.

      Amanecí y enfrenté el primer día del resto de mi vida sin Blas. No sabía dónde ponerme o cómo actuar. En realidad, no sabía quién era yo sin Blas o más aún, me preguntaba si existía alguna versión mía posible sin él. Estaba perdida sin mi rubito amado y la vida seguía moviéndose inclemente sin respetar la ausencia desgarradora de nuestro hijo en ella. Lavarse los dientes o hacer un café en el mundo que se nos aparece cuando un hijo murió, es una tarea novedosa, que implica los desafíos de lo que hacemos por primera vez. Todo me resultaba absurdo, tomar una taza de té o ponerme los zapatos; básicamente actuar normal parecía ridículo y a la vez la única forma posible de empezar a trazar los bocetos de una nueva vida.

      Tenía muchas preguntas, todas dirigidas a Dios sin excepción. Lo interpelaba constantemente con ideas como: “¿Por qué a mí? ¿Por qué mis hijos? ¿Qué querés de nosotros? ¿Por qué me pedís tanto?” “¡No es justo, no es justo!” Esta frase la repetí un millón de veces y más. A pesar de este interrogatorio que no cesaba jamás, no sentía ningún enojo hacia Él. Me di cuenta de que el ser humano siempre considera una opción obvia sentir bronca contra Dios cuando las cosas se ponen feas, pero a mí eso no me ocurría. Sencillamente no estaba furiosa, muy por el contrario, percibía algo de lo mismo que había experimentado siete años atrás con la partida de Amparo: estaba llena de Dios y ese era el único y verdadero lugar seguro en donde podía descansar y buscar consuelo.

      Había una sola razón por la cual seguía viva. Dios me estaba sosteniendo fuerte para que no me cayera. Seguro se preguntarán cómo lo sabía o si serían trucos de mi mente claramente afectada. Bueno, admito que también yo me lo cuestioné, de modo que rezaba siempre diciendo una frase que pedía algo así como: “No permitas que nada de lo que sienta como verdadero, no lo sea”. Y me entregué en esa oración y en la confianza de saberme amada y mirada con compasión.

      Pronto supe que mis preguntas eran las mismas de todas aquellas personas que habían pasado por una situación similar. Cuando un hijo muere, es imposible no mirar al cielo y decir: “¿Qué es lo que acaba de pasar? ¿Tomaste nota de lo que ocurrió? ¿Dónde estabas? ¿Cómo no lo evitaste? ¿Hice algo para merecerlo?”. La razón por la cual estas preguntas no estaban cargadas de reproche, era porque tenía una premisa y esta era que Dios jamás sería capaz de abandonarnos, aunque estemos absolutamente desconcertados con los hechos que se nos imponen con la crudeza de lo irreversible. Claro que había tomado nota de lo que acababa de ocurrir, porque Dios nunca podría estar ausente o distraído en el momento más crucial de nuestras vidas, es decir, el día de nuestra muerte y retorno a la casa del Padre. No lo había leído, ni me lo decía ningún conocimiento de teología, que eran bastante escasos dicho sea de paso, simplemente lo intuía.

      Me enfrentaba a una concepción de Dios que era más difícil de amar y comprender ciertamente, porque el Dios que no nos cuesta y el que no se opone a nuestro corto entendimiento humano, es el que nos libra de todo mal. A Él recurrimos confiados en busca de ayuda, proponiendo o incluso imponiendo a veces, cuál es esa ayuda que deseamos recibir. Sin embargo, mi fe era mucho más fuerte que eso. No tenía problemas en aceptar al Dios que a veces parece ponernos en aprietos, porque tenía una premisa más que la consideraba una verdad absoluta e irrevocable: Dios es amor. La pregunta entonces rondaba en mi rezo siete años atrás: “¡Salvala! ¡Salvala!”. ¿Qué significaba ser salvados? ¿Y qué creemos nosotros que encierra la palabra salvación para Dios? Quizás tenía que confiar en que Dios siempre SABE, con mayúsculas. Y esperar entregada.

      Acepté con una fortaleza que me sorprendió a mí misma la muerte de Blas. Estaba segura de que ocurría por efecto de una gracia enorme que Dios me daba como respuesta a esa oración desgarrada ante la ausencia física de mi hijo. Sin embargo, la mente me acechaba constantemente. Volvía sobre los mismos pensamientos acerca de lo que había pasado ese día una y otra vez. Recordé la frase “la muerte vendrá como un ladrón” y me estremecí captando lo acertada que era. Sabía que poco podría entender, si cabe la palabra, todo lo que significaba este hecho impensado que le daba un giro inesperado y sufriente a nuestras vidas; porque la muerte es un gran misterio y la vida también lo es. Repasaba lo que consideraba una cadena de “errores fatales” que habían desembocado en esos minutos finales, algunos incluso tenían su origen el día anterior, como una especie de telaraña que se tejía silenciosa mientras ninguno de nosotros pudiera verlo. Eran pensamientos que me atormentaban mañana, tarde y noche y la culpa era tan grande que en algún punto quería pagar con este dolor gigante para intentar saldar lo que había ocurrido.

      A pesar de eso, paradójicamente estaba segura que estos cuestionamientos humanos se quedaban demasiado cortos y escasos para pensar la muerte de mi hijo o la de cualquier otra persona. Hacían parecer a la vida como pendiente de la suerte o de la casualidad. Y como diría Viktor Frankl, sobreviviente de los campos de concentración del régimen nazi, en su libro El hombre en busca del sentido, una vida que depende de pequeños hechos fortuitos librados a la suerte, es una vida que no vale la pena ser vivida. En su relato nos cuenta que “la principal preocupación de los prisioneros se resumía a esta pregunta: ¿Sobreviviremos al campo de concentración? De no ser así, aquellos atroces y continuos sufrimientos ¿para qué valdrían? Sin embargo, a mí personalmente me angustiaba otra pregunta: ¿Tienen algún sentido estos sufrimientos, estas muertes? Si carecieran de sentido, entonces tampoco lo tendría sobrevivir al internamiento. Una vida cuyo último y único