Ana Fernández de Nazar Anchorena

Es de sol


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veces no ocurra con la frecuencia que deseamos: la tragedia puede irrumpir en tu vida y cambiar tu existencia repentinamente; pero algo mágico también puede suceder una mañana cualquiera, cuando nada te hace sospechar mientras desayunas distraída, que ese día te deparará un cambio completo y feliz que va a transformarte para siempre.

      Recuerdo ese momento como uno de los más perfectos de mi vida. Estaba alucinada con la idea e incluso que fuera sorpresivo lo hacía más agradable todavía. De algún modo me sentía completa y que la vida había sido “justa” conmigo. ¿Qué más podía pedir? Tenía todo para ser feliz al alcance de la mano y ensayaba de a ratos una teoría, que hoy considero absurda, sobre la compensación. Dios me había premiado después de tanto dolor y me invitaba inexorablemente a vivir en paz.

      El tiempo fue pasando y los chicos crecían sin mayores problemas. Vivimos en un país donde claramente siempre algo nos quita el sueño, pero la verdad es que Pedro y yo no teníamos grandes preocupaciones. De cualquier manera, hablábamos mucho sobre la idea de la felicidad. Era un tema recurrente en nuestro matrimonio y sobre qué hacíamos ahora que habíamos alcanzado la parte más importante de nuestro proyecto de vida. En mi interior anhelaba la posibilidad de ser mamá una vez más y en este sentido creía que el proyecto familiar no estaba concluido. Pedro, por el contrario, estaba decidido a no a tener más hijos y se veía a sí mismo como un plan sin rumbo o incluso frustrado. Él siempre fue un apasionado y un soñador y, en cierto punto, el proyecto familiar que requería un sustento económico obvio, había recaído siempre sobre sus hombros. Pedro quería cocinar, arte que domina y disfruta como pocos, o conocer distintos países y sus culturas… Quería tener algo que no tenía y envidiaba sanamente a los muy pocos que lo han logrado en esta vida: tener una vocación. La frase dice: “Ama lo que haces y no tendrás que trabajar por el resto de tu vida”. Ese era su anhelo mayor.

      A veces le decía que todavía estaba a tiempo, pero la verdad es que no lo expresaba con convicción. Ocuparse de tres chiquitos menores a cinco años supone un desgaste grande y una entrega enorme de nuestro propio tiempo, energía ¡y libertad! Para mí cualquier renuncia valía la pena, porque ellos eran mi sueño completo. Para Pedro también, pero insistía en que una cosa no debería anular a la otra y que ese ruido que sentía diariamente en su interior lo llamaba a hacer algo.

      Para esta época que les cuento, un poco de la magia que había derramado la vida de Amparo, se había diluido. La realidad nos estaba tragando. La rutina, la falta de tiempo y espacio, o mejor dicho el tiempo mal invertido y despilfarrado como si no fuera este un bien escaso que cuidar. Vivimos en un mundo que ha inventado tantas necesidades, ¡tantas! Y nos han convencido que no es posible una vida sin estas necesidades satisfechas, necesidades que no tienen nada que ver con la esencia del ser humano y su capacidad de explotar sus potencialidades. ¡Mucho menos de ser felices! A veces añoraba mi etapa de dolor, porque haber estado recluida del mundo y con el corazón abierto, daba lugar a la conexión con lo que era bueno y sacro. Traer esto a colación me recuerda que el hombre es el único ser capaz de tropezar dos veces con la misma piedra.

      Entonces llegó la Navidad del 2018, el día fatídico que cambió nuestras vidas para siempre. Salimos de casa siendo cinco y volvimos solo cuatro de nosotros. Decirlo y escribirlo, me sofoca el corazón; y vuelvo a experimentar la agonía que sentí ese día y los siguientes, un dolor que no podría nombrar porque es mudo y sordo, un dolor que te atraviesa al medio y te desgarra con la potencia de lo que es mortal y permanente, un dolor que amenaza con destruirlo todo y no retirarse jamás, un dolor que no admite escondites ni fugas, que es amenaza hasta de lo que considerabas conquistado y ya propio; un dolor que te arranca una a una las capas del corazón hasta dejarte desnuda el alma, quizás en el estado más puro que esta haya tenido desde que éramos bebés recién nacidos.

      Los detalles de su muerte no tienen importancia. Blas se ahogó en una pileta el día que todos festejábamos la Navidad el 25 de diciembre. Mientras decía incoherencias y rezos atolondrados detrás de la puerta de un cuarto de RCP en el hospital, comprendí que mi vida pendía de un hilo, que estaba por morir también yo. Mí amado Blas, mi bebé… “Él es mi bebé, no podes llevártelo, no me hagas esto, por favor te lo suplico, no me quites a mi bebé yo no voy a poder vivir sin él, te ruego que no te lo lleves”. Sabía adentro mío que Blas se moría, lo supe incluso cuando por un momento lograron sacarlo del paro cardíaco... Mi hijo se iba a morir.

      Nunca entendí cómo salimos de ese hospital y volvimos a buscar al resto de nuestros hijos a la casa llena de gente en donde estábamos. La llamé a mi hermana con un teléfono prestado y dije las palabras más sufrientes que pronuncié en toda mi vida: “Blas se murió”. Y el corazón se me vuelve a desarmar en mil pedazos, que tengo que detenerme a juntar antes de poder seguir escribiendo esta historia que les estoy contando.

      Volvimos esa noche a casa en estado de shock. Estábamos adormecidos y francamente un poco muertos también. Dijimos algunas palabras desesperadas en el auto. Simón y Santos viajaban en silencio en la parte de atrás. Me di vuelta y vi el lugar de Blas vacío. Tenía sus zapatos en la mano y los abrazaba pensando que aún conservaban el calor de sus pequeños pies en ellos. Reparé en que sus zapatos también estaban vacíos y de pronto sentí que todo, absolutamente todo, estaba vacío de él. Simón se había acurrucado al lado de Santos y le tomaba la mano, quizás como una forma desesperada de calmarse y buscar consuelo él mismo más que por una intención de contener a su hermano bebé. La mente iba a mil por hora y los pensamientos era tantos y tan potentes que se agolpaban sin darme la posibilidad de procesarlos, identificarlos o decodificarlos. Me voy a volver loca, pensé.

      Cuando Amparo murió, supe que podía descansar en la fortaleza de Pedro y me di el lujo de desmoronarme tranquila y completa, sin preocuparme por nada más que el dolor que sentía en el corazón. Esta vez, miré a la persona que manejaba inanimado nuestro auto. Me había dicho en el hospital, sentado hecho un ovillo en un rincón del piso: “Yo me acabo de morir”. Temí por nuestro futuro, si es que todavía existía algún futuro posible y pensé que todo lo que estaba pasando podía ponerse más aterrador aún. Esta vez me tocaba a mí tirar del carro donde subí uno a uno a todos los miembros vivos de la familia y empecé a moverlo, esa misma noche, a unos escasos minutos de la muerte de mi amado Blas.

      Dormimos en la casa de mis padres. Cuando algo terrorífico nos ocurre, siempre volvemos a la vulnerabilidad propia de la niñez y mamá y papá eran mi único lugar seguro en el mundo. Los vi quebrados de dolor y me sentí infinitamente culpable por ocasionárselos. Me atormentaba pensando que había hecho algo malo, muy malo, que le había costado la vida a Blas y que además repercutía en quienes yo más quería hasta hacerlos desfallecer de pena para siempre. No podía mirar a mi familia ampliada. Les había quitado a su queridísimo Blasito y no había nada que pudiera hacer para subsanarlo.

      Los imaginé festejando en otro lado aquel día, la casa llena de gente con motivo de la Navidad, cuando ninguno presentía que el peor llamado de sus vidas estaba por llegar. Recordé la noche que llamé a papá y a mamá, estando ellos de vacaciones en una casita que tenían en la playa, para decirles que Amparo estaba muy enferma. Mamá trataba de ensayar una respuesta del otro lado del teléfono y de mis lágrimas eternas, mientras papá lloraba sentado en un sillón abatido.

      Me acosté en la cama y apagamos la luz. Miré el techo y el mundo se detuvo. Repasé mentalmente las últimas semanas. Siempre fui una persona demasiado sensible, perceptiva e intuitiva. Tal vez lo heredara de mi abuela Ofelia, que tenía un sexto sentido extraño que la asaltaba en general sin que ello le gustara demasiado. Los días anteriores a la muerte de Blas, Pedro y yo habíamos estado en alerta. Algo raro nos ocurría y no sabíamos qué era. Sentíamos que nos costaba trabajo estar en pie y que no teníamos energía para andar. Lo comentamos entre nosotros y dijimos: “Algo está pasando, pero no sabemos qué es”. El año estaba llegando a su fin y muy probablemente estaríamos exhaustos y agotados. Sin embargo, este sentimiento me mantenía en vilo.

      Tuve un sueño recurrente esos días de diciembre de los que despertaba sobresaltada y asustada. Soñaba que el agua se llevaba nuestra casa. El avance de la humedad era tan grande, que arrancaba pedazos del techo y de las paredes, dejando agujeros por los que no me atrevía a mirar. Entonces llamaba a distintos especialistas en reparación y me