Ana Fernández de Nazar Anchorena

Es de sol


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vida. Amparo nos mostró cómo hablar con Dios. Nos hizo pequeños y vulnerables, pero también protegidos por su mirada siempre atenta y compasiva.

      Muchas noches le pedí a Dios que salvara a mi hija Amparo. Le pedí que la salvara sin darme cuenta de que tal vez era yo la que estaba siendo salvada; que Pedro y yo estábamos siendo salvados e invitados también a vivir una nueva vida a través de ella. Y esto es lo más noble, puro y bondadoso que pudo hacer nuestra hija por nosotros. Nuestra querida Amparo, que tuvo una historia corta pero intensa, que parecía un ángel dormido, incapaz de ser corrompido por ninguna enfermedad, incapaz de ser limitada por ninguna dolencia de este mundo. Dios le dio a Amparo alas para que fuera libre y volara más allá. Pero en su paso supo darse entera. Nos dio su amor y su sabiduría. Me hizo mamá. No sabía cuánto me faltaba rumiar todavía, cuántas noches de oración profunda tendría por delante y cuántas ideas quedaban por madurar y acoger en el alma.

      Por eso le agradezco a Dios todos los días por habérmela dado, por haberme elegido para ser la mamá de un ser tan especial como mi Amparo, por ser yo bendita entre todas las mujeres, casi como María, por haber tenido una hija como ella. Amparo nos señaló el camino, porque muchas veces la vida es lo que nos ocurre mientras insistimos en seguir planeándola; nos preparó el corazón para estar atentos, para ser dóciles y mansos a las circunstancias que no podemos cambiar y dejó entrever que la única forma de reponernos y volver a andar, es descansando en Dios, cuya cruz es también soporte, bastón y puente a la morada donde mi hija habita. Amparo me hizo notar que Dios nos habla, todo el tiempo y de diversas maneras. A veces lo hace un poco bajito y el ruido del mundo no nos deja escucharlo; algunas otras solo un corazón ciego y sordo podría pasarlo por alto. Me pregunto, entonces, si Pedro y yo habríamos tenido antes corazones ciegos y sordos.

      Leyendo una vez un librito biográfico sobre la historia de la hija de alguien más que se fue de este mundo, encontré una frase que escribió la mamá durante su agonía. Rezaba así: “…María, si la quieres, es tuya, pero cómo nos gustaría que la dejaras con nosotros…”. Me sentí infinitamente identificada con su ruego y a la vez me impresionó tanto su humildad y entrega. Me miré en esas notas como en un espejo, temiendo, suplicando, sufriendo un dolor sin nombre, pero también ofreciendo nuestras hijas a Dios. Es difícil aceptarlo a veces, pero las manos de Dios son incluso mejores que nuestras propias manos, las manos con las que hubiésemos querido protegerlas y acunarlas hasta el fin de nuestros días, no el de ellas. Solo la sensibilidad y la grandeza de una madre que ama profundamente a su hija puede decir en el momento más oscuro, en ese instante extremo donde se desgarra el alma y también el cuerpo: “…María, si la quieres, es tuya…”.

      La vida siguió su curso y nos atrevimos a soñar una vez más. Éramos muy jóvenes, recién empezábamos y nos merecíamos otra oportunidad. Sin embargo, algo había cambiado en mí para siempre. Sentía una conexión especial con Dios que me mantenía despierta. Si Él había querido llamar mi atención, ciertamente lo había logrado.

      En diciembre del año siguiente nació mi amado Simón. Siempre le pregunto: “¿Ya te dije cuál fue el día más feliz de mi vida? Fue el día que naciste vos”. Quizás con cierto sentido de consideración hacia sus hermanos, Simón me responde tímidamente: “Y el día que nacieron Blas y Santos”. Lo correcto sería decir que sí, pero estaría faltando a la verdad. Los padres rara vez nos permitimos admitir que todos los hijos nos inspiran sentimientos diferentes en intensidades igualmente distintas. Claro que los días que Blas y Santos nacieron fueron súper felices, pero lo que yo sentí cuando nació Simón fue sublime. Mi hijo me había dado el último empujón devuelta al mundo real. Tenía tantas ganas de vivir como nunca antes y ciertamente tanto más desde la muerte de Amparo hasta ese día glorioso. Había llegado la hora de disfrutar. Me lo había ganado, después de tanto tiempo de tristeza y de un embarazo al que había renunciado a percibir como algo bueno en sí mismo y carente de amenazas. Simplemente no había podido hacerlo, solo había esperado con la mayor calma de la que era capaz, que el médico me entregara a mi bebé vivo y aullando. Todos somos hijos de nuestras propias historias, tuve paciencia y piedad conmigo misma por sentir así y aceptaba con resignación que no fuera una opción andar por la vida siendo una embarazada feliz.

      Simón me fue sanando con su amor. Su existencia permitía que volviera a sentirme como yo misma. Ya no era una extraña para mí, ni el mundo que me circundaba una amenaza latente. Por el contrario, me sentía orgullosa de lo que había logrado. ¡Miraba hacia atrás y me parecía la vida de otra persona a la cual había sobrevivido!

      Cuando un par de años pasaron, sentí ganas de intentarlo una vez más y empezamos a buscar a Blas con muchísima emoción. Blas fue mi único hijo que tardó en venir. Lo invoque meses y meses, que algunos fueron demasiado largos. Realmente quería tener otro hijo y descubrirme en una nueva oportunidad para vivir su espera despojada de toda tragedia. Finalmente un día supe que estaba embarazada. Lo habíamos logrado otra vez. Blas fue mi hijo de la esperanza, mi hijo que trajo consigo la bendición de reescribir la historia y hacerme saber que todo lo que no es, puede llegar a ser. Me hizo redefinirme como mamá, ¡y ver en mí atributos que desconocía absolutamente!

      Blas y yo éramos muy distintos, razón por la cual me gustaba mucho estar con él. Siempre fui demasiado tímida e insegura, muy enroscada en pensamientos profundos, que me volvían bastante más compleja de lo que hubiese querido. Mientras yo viajaba por el mundo pesada y dando solo pasos seguros, Blas más bien flotaba y daba pasos felices. La diferencia entre seguro y feliz me la hizo notar mi pequeño Blas. Tuve la sensación de haber vivido toda una vida buscando seguridad y la seguridad era para mí altamente valorada. Pero tenía un gran y único defecto por el que valía la pena salir de la madriguera que cuidadosamente había fabricado: un lugar seguro no es, casi nunca, un lugar feliz. Deseaba tanto ser feliz y solo pude darme cuenta de ello a mis treinta y tres años, después de la vida que nació cuando llegó Blas.

      Mi hijo era una persona magnética. Atraía a todos hacia sí sin hacer ningún esfuerzo por conquistar el corazón de nadie. Muchas tareas agotadoras que definen a las personas para agradar a los demás, definitivamente no tenían nada que ver con su personalidad. El centro de su vida era nuestra familia y volcaba todo su amor de forma completa, desinteresada y sin pedir jamás nada a cambio. Sus hermanos eran destinatarios especiales de un amor que nunca juzgaba ni intentaba cambiar al otro. Blas los quería sin reservas, así como eran, algo que me ponía a pensar varias veces que de algún modo él era mejor con ellos que yo misma. No sé si sería apropiado decir que los amaba más, pero ciertamente lo hacía mejor. ¿Por qué? Porque lo hacía aceptando la totalidad de quienes eran, con sus defectos y virtudes, con lo que tenían para ofrecer y con sus carencias.

      Muchas veces sentía que quería aprender de Blas dos cosas por sobre todas las demás: ir por la vida despegada del suelo y amar como él amaba. Y esto que les cuento fue anterior al desenlace de su historia en esta vida. Existe una concepción muy frecuente de que las personas que mueren gozan de la mirada compasiva de quienes los sobreviven, que tienden a recordar lo bueno que había en ellas y minimizar o incluso negar sus puntos flacos. Y si esa persona es un niño de tres años y medio, ¡más aún! Pero les aseguro que no es el caso de Blas. Este chiquito era verdaderamente especial. Si tuviera que definirlo en una oración, diría que era bueno, bueno en el sentido más amplio del término. Intento buscar las palabras adecuadas, pero ninguna basta para que puedan abarcar mis lectores quién era él. Entonces, me limito a desearles que puedan tener cerca “un Blas” en su vida alguna vez.

      Simón supo lo bello que era tener un hermano amigo al lado suyo. Se buscaban, se peleaban, se querían, compartían gustos e intereses. Blas lo seguía por todos lados. Creo que nadie más en el universo volverá a sentir alguna vez lo que Blas sentía por Simón. Era un amor cargado de orgullo hacia su hermano mayor, un amor compasivo, un amor que buscaba siempre el objeto de ese amor. Cuando Blas empezó el jardín, Simón fue el gancho para que se quedara. Las maestras lo llamaban para que Blas se sintiera a gusto. Donde estuviera su hermano Simón, era siempre un buen lugar.

      Apenas