Ana Fernández de Nazar Anchorena

Es de sol


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no merecería la pena ser vivida” (Herder 2014, p92).

      Entonces me volví hacia mi Dios y quise pensarlo, sabiendo en principio que Dios no me debía nada. Él podía haber actuado de forma tal que salvarlo, en el sentido más acotado y pobre de la palabra, no fuera su “decisión”. O que en realidad no lo fuera liberarme de esta cruz tan grande que nunca hubiese querido cargar. Tenía que aceptarlo y lidiar con ello. Me conformaba con saber que Dios había estado presente para recibir a Blas y contener la hecatombe emocional de nuestras vidas; le pedía sin descansar, consuelo, docilidad y fe en sus caminos incomprensibles para nosotros. Lo sentía irrumpiendo otra vez en nuestras vidas, con la impronta de lo que deja cicatriz, pero también huella. El sentimiento me era claramente familiar.

      Los primeros días fueron de muchísimo caos y confusión. Nos atrincheramos todos en nuestro cuarto. La cuna de Santos volvió al lado de mi cama y Simón no podía dormir si no estaba en medio de nosotros. Cerrábamos la puerta y descansábamos en nuestro escondite improvisado, donde intentamos empezar a reconocernos siendo cuatro y no cinco. Pedro no podía dormir y se la pasó noches y noches despierto, la mayoría de ellas aferrado a la remera del club de fútbol favorito de Blas. Lloraba sin poder drenar jamás el dolor que lo estaba atravesando. En cambio yo, agradecía cada vez que se ocultaba el sol y tenía la posibilidad de apagar la mente por un buen rato.

      Esas noches soñé dos veces con Blas, dos sueños que fueron claros, nítidos y bellos. En el primero de ellos, Blas estaba sentado en un madero. Tal vez era una tranquera o una cerca y de fondo se veía un campo florido. El plano de lo que veía era muy cerrado, de forma tal que no lograba mirar mucho más allá de lo que describo. Entonces Blas me decía estas palabras: “Paciente, padrino querido”. Las decía sin hablar, pero yo las podía escuchar de todos modos. No era su voz, aunque sabía que era él quien hablaba. Y digo no era su voz, porque Blas parecía otro Blas. No era un chiquito y sus palabras eran sabias y profundas, un mensaje donde lo único que podía comprender cuando lo decía, era la importancia de la palabra paciente, que significaba PACIENCIA.

      Muchas veces pensé en la frase “padrino querido”. El padrino de Blas es el hermano de Pedro, con quien me siento absolutamente identificada. Si la suposición de que las personas nacidas bajo el mismo signo se parecen es cierta, Rafa y yo somos una prueba fiel que avala la teoría. Muchas veces Pedro me escuchaba hablar o emitir alguna opinión y aseguraba: “¡Por Dios, me casé con mi hermano!”. Así que de algún modo me vi reflejada en esa mención de Blas y me robé algo del cariño que le profesaba. Estaba segura que la parte importante del mensaje para mí, era la palabra “paciencia”. Por lo demás, lo dejé a Blas expresar su amor hacia su querido padrino sin buscar allí más que lo que él sentía: “Yo soy de Drafa”, como le gustaba referirse a sí mismo.

      En el segundo sueño, Blas estaba parado en el jardín de la casa donde fue su accidente. Había otros dos chiquitos con él. No los conocía, ni podría decir quiénes eran. Blas estaba en el medio y era el más alto de los tres. Entonces me decía, también sin voz, aunque otra vez podía entenderlo perfectamente, que él había resucitado. Su frase me dejaba feliz y confusa al mismo tiempo. Dudaba unos instantes y de pronto salía corriendo a comprarle ropa nueva. Blas me miraba hacerlo, con compasión y ternura y me hacía dar cuenta con una expresión piadosa y llena de amor, que no había entendido correctamente lo que él había dicho.

      Muchos pensaran que estos sueños simplemente respondían a imágenes y deseos que estaban incrustados en lo más hondo del inconsciente y que seguramente fueran una proyección de anhelos propios, pero no estoy de acuerdo. La modernidad, en su lucha constante por cuantificarlo todo y hacer encajar cada evento del mundo en una categoría inventada por el hombre para poder explicar todos los fenómenos y hechos que nos rodean, ha despojado tristemente al mundo de lo trascendental, de lo sobrenatural y de aquello que no podemos aprehender con los sentidos. El mundo ha perdido su magia y misterio.

      Justamente por esos días tuve la oportunidad de ver la película del Padre Pío, un fraile capuchino que llevó los estigmas de Cristo vivos y sangrantes durante medio siglo. Este hecho inexplicable, que supuso un misterio enorme para él mismo, pero que aprendió a aceptar y amar con entrega y humildad, implicó un quiebre o desconcierto gigante al interior de la Iglesia Católica. ¿Por qué? Porque sencillamente no era posible explicar este fenómeno desde la medicina y porque los seres humanos le tenemos demasiado miedo a lo que está fuera de nuestro control. Hay una escena muy interesante de la vieja película que recrea su vida, donde dos altos clérigos discuten sobre el hecho que los convoca con posturas radicalmente opuestas. Uno de ellos creía que la Iglesia moderna debía alejarse y ser cauta con situaciones como estas, a sus ojos propias del oscurantismo de antaño; mientras que el otro argumentaba con cierta tristeza que si la iglesia iba a despojarse de todo lo que no nos es posible comprender y de todos sus misterios ya no tendría sentido profesar nuestra fe.

      De modo que no le restaba importancia ni desestimaba jamás lo que sentía, intuía o soñaba. El dolor tiene un efecto narcótico que adormece los sentidos con los que percibimos el mundo material y nos deja en silencio para oír lo que está más allá. Parecía que el velo que separa nuestro mundo del otro se había abierto al menos un poquito. Y por esa rendija entraba mucha luz. Darle lugar a Dios quizás tenga que ver, irremediablemente, con zambullirnos en misterios que nos exceden, porque lo cierto es que la fe no puede ser abarcada con el entendimiento, sino con el corazón. Y el corazón es muchas veces terreno desconocido, porque la información que allí se guarda tiene un origen imposible de cuantificar o medir, pero que lejos de hacerla menos verdadera, la convierte en poderosa, auténtica y esencial.

      Recién después de este hecho que marcó la vida de mi familia, tomé consciencia de lo difícil que era para Dios ser Dios en la actualidad. De pronto entendí que el hombre moderno había ido corriéndolo cada vez más lejos de sí mismo, cuestionándolo en el mejor de los casos o incluso echándolo por completo. Paradójicamente, el ser humano, ávido más que nunca antes de algún sentido de trascendencia y contenido para su espíritu insatisfecho crónico, indagaba a diario en un sinfín de disciplinas que conocemos bajo el nombre del new age, que nos invitan a conectarnos con la fuente, la energía o el universo. Entiendo que la finalidad de todas ellas, exploradas incluso por mí, es la conexión del hombre con algo que nos complete y nos invada de amor. Desde este punto de vista, me parece que su objetivo es bueno y noble también. Quizás lo que empecé a cuestionarme con mucha curiosidad es por qué nos cuesta tanto decir “Dios” y preferimos términos más suaves o menos comprometidos como luz y energía. Terminamos siendo tibios y confusos y le cerramos la puerta al único que todo lo puede.

      Quizás esta idea me hiciera sentir cierto remordimiento con Él. Si al principio creía que iba a preguntarle sin descansar el porqué de lo que le había pasado a Blas durante el resto de mi vida, de pronto me percibí como niña caprichosa haciendo una gran pataleta. Aunque era piadosa con mi propio dolor y estaba convencida de que a Dios no le incomodaba mi pregunta incisiva o que incluso podía tolerarla pacientemente, sentí que no era correcto o al menos necesario, hacerla. Seguramente Dios no se molestaba con este interrogante constante, porque nadie mejor que Él comprendía mi pesar y la pequeñez de mi corazón ante semejante sufrimiento. De pronto la vida se me reveló como un verdadero milagro y la muerte un misterio. Así de sencillo, así de complejo. No había preguntado al comienzo de su vida por qué me lo había dado, quizás dando por sentado lo que no lo es. Consideramos todo lo recibido un derecho y lo que perdemos, injusto.

      Asimismo, muchas personas me repitieron un millón de veces que no intentara comprender algo que jamás iba a desentrañar y en este sentido preguntar un porqué se volvía ridículo, pero ciertamente no era mi estilo dejar de esforzarme por saber de qué se trataba lo que nos había ocurrido. Entonces dejé de preguntarle a Dios y en cambio me puse a leer. Quería saber qué opinaban otros sobre la vida, la muerte, el sufrimiento, la vida después de la muerte o el cielo.

      Cada uno puede construir su propio camino en la búsqueda de lo que considera verdadero y este es el mío, que no es más que un humilde punto de vista entre tantos otros que hay en el mundo. Sin embargo, nobleza obliga, sin importar cómo llegas a Él, creo que Dios es la única Verdad. Y la respuesta a todas nuestras preguntas. La pregunta madre de todas mis dudas, rondaba la