Alberto Montt

DeMente 2: Dos cabezas piensan más que una


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la Tierra. Esta capacidad intelectual nos permitió llegar a ser la especie dominante, capaz de construir objetos inimaginables, dominar tierras inhóspitas e idear complejas teorías que explican la naturaleza de aquello que nos rodea. Pero, ¿qué determina la inteligencia de un ser vivo?

      Hasta ahora la hipótesis más aceptada por la comunidad científica indicaba que la vida en sociedad había sido el factor determinante en el desarrollo de facultades cognitivas superiores. Según esta teoría, los cerebros más grandes fueron el resultado de la necesidad de convivir y reproducirse en grupos sociales cada vez más complejos. En términos evolutivos, los cerebros mejor adaptados han sido capaces de avanzar de manera progresiva en pensamientos más elaborados y en construcciones mentales de alto requerimiento intelectual. En definitiva, es la vida en sociedad la que nos ha obligado a desarrollar nuevas y siempre crecientes capacidades cognitivas.

      Sin embargo, esta idea de la evolución resultó algo dudosa para algunos estudiosos del tema. Su crítica apuntaba a señalar que las investigaciones realizadas hasta ese momento consideraban muestras muy pequeñas donde no era posible observar de forma global el enorme y complejo árbol que es la evolución.

      Esta misma inquietud rondaba en la cabeza de Alex R. DeCasien, quien junto a su equipo del departamento de antropología en la Universidad de New York, Estados Unidos, analizó el comportamiento y la alimentación de más de 140 especies distintas de primates. En concreto, estudiaron las estructuras sociales de sus manadas, el tipo de alimentación que llevaban, los esfuerzos cognitivos que se requerían para encontrar dicho alimento y, por último, el grado de desarrollo cerebral que mostraban.

      Los resultados mostraron una interesante relación entre el tipo de alimentación que tenían dichas especies y su inteligencia.

      Por ejemplo, el análisis determinó que las especies que consumían hojas (folívoros) tenían un comportamiento social más simple en comparación de aquellas que consumían frutas (frugívoros). En tanto, aquellas especias que comían hojas y frutas exhibían aún más complejidad intelectual y social.

      ¿Cómo se justifican estas diferencias? La primera explicación podría tener relación con el mayor aporte nutricional de la fruta en comparación con las hojas. Pero hay más. Según el equipo investigador, la búsqueda de fruta requiere un esfuerzo cognitivo mayor. El animal debe saber y recordar dónde y cuándo encontrar los mejores frutos para su alimentación; debe saber, además, cómo pelar un fruto e incluso elaborar una herramienta para conseguir ese objetivo. Los primates que se alimentan de hojas, en contraparte, no enfrentan mayores obstáculos para conseguir sus alimentos. Las hojas son abundantes y su búsqueda no implica grandes desafíos. Distinta es la situación de los primates omnívoros, que de manera ocasional comen carne, como el chimpancé africano, que caza en manada elaborando complicados planes para capturar presas y cuya inteligencia es comparada con la de los humanos.

      En paralelo, el equipo determinó que dichos comportamientos estaban directamente relacionados al crecimiento de la neocorteza cerebral, una estructura clave para el pensamiento racional, y que es el último sector en desarrollarse en los primates. Por otro lado, esta idea también puede relacionarse con aquellas que hablan sobre adaptaciones ecológicas, debido a la necesidad de almacenamiento y recuperación de información espacial en el cerebro, a las demandas cognitivas del forrajeo extractivo de frutos y semillas, y a una mejor calidad de la energía que es necesaria para el crecimiento del cerebro fetal. En conjunto, parece ser que el frugivorismo no solo proporciona una mayor presión selectiva sobre el procesamiento cognitivo, sino que también compensa los costos de un cerebro demandante desde el punto de vista metabólico, al facilitar una menor asignación de energía para realizar la digestión (muy alta en el consumo de hojas). Esta idea puede extrapolarse a especies que no son primates pero que poseen una capacidad cognitiva desarrollada, como cetáceos, otros mamíferos carnívoros y aves.

      Entonces, nuestra inteligencia también se tendría que deber en gran parte a nuestras estructuras sociales. Bueno, según este estudio, no tanto… Se ha descubierto que comportamientos sociales complejos, como por ejemplo las coaliciones o la reciprocidad, que se suponía que eran únicos para los primates, están presentes en otras familias de especies que no poseen cerebros grandes, como las hienas manchadas. Por lo tanto, la premisa que afirma que la complejidad social requiere una complejidad cognitiva, no necesariamente es cierta. De este modo, los desafíos de la vida social podrían no requerir soluciones cognitivas elaboradas, sino que podrían resolverse usando reglas evolutivas bastante simplificadas.

      Diversos estudios observacionales y de simulación han sugerido que simples reglas de asociación pueden explicar patrones complejos de comportamiento. Ahora, la idea de que grupos más grandes de individuos requieren de una mayor capacidad cognitiva puede ser fácilmente malinterpretada, ya que los individuos dentro de un grupo no necesariamente tendrán la obligación ni el deseo de relacionarse con todo el resto de los individuos que lo conforman (solo es cosa de ver a nuestra propia especie).

      Todos estos antecedentes relevan la importancia de la alimentación en el desarrollo de la inteligencia, lo que deja abiertas una serie de preguntas no menores: ¿Cómo te afecta a ti lo que comes?, ¿qué alimentos debes consumir y en qué cantidad?, ¿cuál es el impacto de la alimentación en el desarrollo intelectual de las futuras generaciones? La respuesta está a un bocado de distancia.

      GLOSARIO:

      Neocorteza cerebral: el neocórtex o neocorteza es la estructura del cerebro de mamíferos que se ha desarrollado más recientemente en la evolución. En humanos, se le atribuyen capacidades que son únicas entre las especies como la abstracción, el lenguaje y el razonamiento.

      Las neuronas de la sedDaniela De Giorgis

      ¿Por qué si tomamos un vaso de agua sentimos al instante que se “apaga” la sed… si en la práctica se necesitan varios minutos para que esa agua hidrate nuestro cuerpo?, ¿por qué preferimos una cerveza bien helada en lugar de una a temperatura ambiente?, ¿por qué muchos enfermos sienten calmada su sed solo con mojarse la boca?, ¿cómo funciona el mecanismo que nos impulsa a beber?

      ¿Te ha pasado que después de comer una gran porción de papas fritas sientes la necesidad imperiosa de tomar agua? Todas estas sensaciones ocurren porque tras la alta ingesta de sodio y otras sales, o luego de una pérdida de líquidos por parte del organismo, hay un desbalance en nuestra homeostasis corporal, vale decir, una pérdida del equilibrio en la relación entre el agua y las sales en nuestro organismo. Este desbalance nos genera una necesidad evidente de ingerir agua. Pero ¿cómo sabemos que algo anda mal en nuestro organismo si no tenemos un mecanismo que nos permita mantener constante la adecuada concentración de sales, agua y otros componentes, dentro y fuera de manera constante (equilibrio osmótico)?

      Al parecer, la respuesta podría estar en nuestro cerebro. Trabajando con ratones, investigadores de la Universidad de California, Estados Unidos, descubrieron en 2016 un grupo de neuronas que son las encargadas de manifestar esta necesidad de ingerir agua que también podrían estar presentes en nuestros cerebros.

      Las “neuronas de la sed” conforman una estructura neuronal conocida como el órgano subfornical, el que tiene la capacidad de activarse cuando se hace necesaria la ingesta de agua, operando como un “sensor osmótico”, que sorprendentemente se anticipa a la sed antes de que aparezca.

      Para poder estudiar el comportamiento de las neuronas del órgano subfornical, los investigadores utilizaron una herramienta conocida como optogenética. Gracias a esta técnica pudieron observar y medir, “en vivo y en directo”, la actividad de las neuronas modificadas genéticamente de un ratón. Cuando dichas neuronas estudiadas tienen algún tipo de actividad, emiten una fluorescencia que es detectada por una fibra óptica instalada sobre el órgano subfornical del ratón.

      Con el fin de determinar cuán rápido los ratones experimentaron la sensación de saciedad (inhibición de la actividad neuronal), les restringieron el acceso al agua durante un periodo de tiempo. ¿Qué ocurrió? Se observó un incremento del registro eléctrico de este grupo de neuronas, situación que cambió cuando se les permitió beber agua, ya que la señal bajó