se pudo rescatar el cerebro fosilizado. El hallazgo se hizo en una zona de sedimentos fluviales en Wealden, Reino Unido, y se trató de un hecho muy excepcional, ya que el cerebro y sus estructuras son altamente frágiles y propensas a la descomposición ante elementos como la tierra y el agua. Las condiciones para su conservación y fosilización son muy raras: el animal tuvo que morir y ser cubierto inmediatamente por barro y sedimentos como los del fondo de un río o de un lago para así quedar aislado del oxígeno y las bacterias que pudieran desintegrarlo. Pero incluso en estas condiciones, existía una gran probabilidad de que este tejido no se hubiera conservado.
En una primera etapa, los investigadores calcularon el Cociente de Encefalización, que estima la posible inteligencia de un animal. Este índice establece una relación entre el volumen de la cavidad craneal y el peso corporal. Los humanos tenemos la cifra más alta de todos, que oscila entre 7,4 y 7,8. Nos siguen los delfines con un índice cercano al 5,5.
Antes del hallazgo en Wealden, se estimaba que el cociente de los dinosaurios podría estar en 1,4, es decir un poco más que el de un perro. Esto se vio reforzado gracias a los descubrimientos del análisis del cerebro fosilizado, que demostró que estos enormes animales exhibían una inteligencia al menos superior a la de sus parientes vivos más cercanos, los cocodrilos modernos, los cuales se quedan atrás con un índice de 1. Pese a ello, los cocodrilos son capaces de realizar procesos sociales y de supervivencia complejos, como cuidar a sus crías, acción que pocos reptiles realizan.
La cavidad craneal del iguanodonte fue sometida a pruebas de microscopia electrónica y de tomografía computarizada (escáner usado en tratamientos médicos), las cuales permitieron revelar detalles hasta ahora inesperados sobre las meninges, tejidos membranosos que recubren las paredes del cerebro. Se observó, por ejemplo, que estas tenían similitudes con las de los cocodrilos. Además, se descubrió que la parte anterior del cerebro, donde está ubicado el hipotálamo, estaba bien definida y desarrollada, lo cual apoyaría la idea de que estos animales cuidaban de sus crías hasta una avanzada edad, posiblemente en parejas, y que vivían en grandes grupos.
Los análisis permiten aventurar que los iguanodontes incluso podían comunicarse por medio de la realización de vocalizaciones, como se ha demostrado en algunos descendientes del mismo grupo, los hadrosaurios o dinosaurios pico de pato, que tenían cavidades craneales que les permitían emitir este tipo de sonidos, lo que demuestra un nivel comunicativo mucho más complejo de lo esperado.
Estos descubrimientos revelan desconocidos rasgos de la vida de estos gigantes que poblaron nuestro planeta hace 200 millones de años. Saber más sobre la enorme diversidad de seres vivos que han habitado la Tierra ofrece una lección de humildad que nos recuerda que somos una especie más de las muchas que han prosperado en el mundo, durante el tiempo que les tocó vivir.
GLOSARIO:
Cociente de encefalización: es una estimación aproximada de la posible inteligencia de un animal. Se define como el cociente entre la masa del encéfalo y lo que se esperaría encontrar en un animal de similares dimensiones.
Hipotálamo: estructura cerebral que se localiza bajo del tálamo en el diencéfalo, entre ambos hemisferios cerebrales. Integra la información proveniente de diversas regiones cerebrales y la médula, participando en varias funciones, como: el control del flujo sanguíneo, la regulación del metabolismo energético, la reguilación de la actividad reproductiva y la regulación de los estados fisiológicos, como la temperatura, el ciclo de sueño, y otros.
¿Es posible revivir un cerebro?Felipe Tapia
El joven Víctor Frankenstein dejó a su cariñosa familia en Ginebra para viajar a Alemania a estudiar en la universidad de Ingolstadt. Allí se maravilló con la anatomía y la fisiología humana. Pasó días y noches investigando en osarios y panteones, hasta que un día, según su propio relato, descubrió “el origen de la generación y la vida”. Y se sintió capacitado para “dar vida a la materia inerte”. Acometió entonces la tarea de crear un nuevo ser a partir de los restos que había recogido para sus experimentos. Trabajó día y noche de modo infatigable durante casi dos años. Y una desapacible madrugada de noviembre, bajo la mortecina luz de una vela vio “cómo la criatura abría sus ojos amarillentos y apagados”.
El nuevo ser medía casi dos metros y medio. “Su piel amarillenta apenas si ocultaba el entramado de músculos y arterias”, relata el joven científico. “Respiró profundamente y un movimiento convulsivo sacudió su cuerpo”. Entonces, los sueños de gloria de Víctor dieron paso al horror. “¿Cómo expresar mi sensación ante esta catástrofe, o describir el engendro que con tanto esfuerzo e infinito trabajo había creado?”. Para el doctor Frankenstein este experimento era un primer paso de una línea de investigación que culminaría en poder “devolver a la vida a aquellos cuerpos a los que la muerte había entregado a la corrupción”. Pero las cosas no salieron así. El engendro creado se convirtió en el comienzo de una historia de terror.
Mary Shelley publicó Frankenstein o el moderno Prometeo en 1818, cuando tenía veintiún años de edad. Considerada uno de los máximos exponentes de la novela gótica, esta historia parte con el deseo de un científico de poder dar marcha atrás a la muerte. En ese momento parecía una idea de ciencia ficción y, si bien, no es posible devolver la vida, el desarrollo de la ciencia sí ha permitido cambiar el momento en que el proceso del fin parece irreversible.
El instante en que el corazón se detiene ha sido considerado por siglos, y por distintas culturas, como el momento en que la vida se acaba. Pero los avances científicos demostraron que esta definición carecía de la precisión necesaria. El desarrollo de nuevas técnicas como la reanimación cardiopulmonar, la circulación extracorpórea, la ventilación artificial y el trasplante de órganos, probaron que la vida podía seguir adelante después de la detención momentánea del corazón.
Hoy en día se entiende a la muerte no como un evento puntual, sino como un proceso. Este momento puede comenzar, por ejemplo, con un paro cardiorrespiratorio, que se asocia a la falla secuencial e irreversible de los demás órganos del cuerpo y al cese, por ende, de las funciones biológicas del organismo. Para definir el momento exacto del fin de la vida, se buscó un punto de no retorno. El criterio más utilizado es el de “muerte cerebral”. Es el instante en que el proceso es irreversible y eso ocurre cuando cesa la actividad eléctrica del cerebro, lo que se asocia a una pérdida permanente de la conciencia y de los reflejos tronco-encefálicos. Sin embargo, una investigación reciente nos lleva a preguntarnos si la muerte cerebral es realmente el punto de no retorno.
Un equipo de científicos de la Universidad de Yale, Estados Unidos, desarrolló un mecanismo que permitió explorar los límites de la reversibilidad de la muerte cerebral, recuperando funciones en cerebros de animales varias horas después de su deceso y generando con ello un conjunto de nuevas preguntas éticas, legales y filosóficas.
Este estudio se basa en situaciones concretas en las que se pueden recuperar funciones cerebrales si se dan las condiciones correctas. Por ejemplo, la mantención de muestras de tejido cerebral animal, varias horas después de la muerte, en un laboratorio. En estudios clínicos recientes, se ha logrado recuperar tejido cerebral al restaurar el flujo sanguíneo hasta 16 horas después de un infarto; y hay casos en que la función cerebral se ha restablecido en pacientes varias horas después de que se haya detenido la circulación sanguínea tras sufrir una hipotermia severa.
Para probar su hipótesis, los investigadores diseñaron un procedimiento quirúrgico con un líquido de perfusión especial y un dispositivo de circulación al que llamaron BrainEx, que es una combinación entre una máquina de diálisis y una de circulación extracorpórea como las que se usan en cirugías a corazón abierto. Los estudios se realizaron utilizando cerebros de cerdos muertos obtenidos de la industria alimentaria, los cuales fueron transportados en hielo, procesados y conectados al sistema BrainEx cuatro horas después de la muerte del animal.
El procedimiento permitió aislar al cerebro junto a las principales arterias que lo proveen de sangre, las que también fueron conectadas al sistema BrainEx. Este contaba con un oxigenador