Alberto Montt

DeMente 2: Dos cabezas piensan más que una


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las que se relacionan con la “recompensa” y la “aversión”, y la que procesa los olores, llamada bulbo olfatorio.

      ¿Quién no ha recordado de modo fulminante algún momento de la infancia al sentir un determinado olor? El perfume de la madre, el aroma del guiso de la abuela o el olor de los útiles escolares el primer día de clases. Con la mente en ese fenómeno, los científicos decidieron entrenar a dos grupos de ratones para lograr en ellos el aprendizaje de asociar dos estímulos reales. Un grupo aprendió a asociar el olor de la acetona con una recompensa (comida); y el otro, a relacionar ese mismo aroma con un castigo (un pequeño golpe eléctrico).

      Después del período de entrenamiento, los roedores fueron puestos a prueba. Los dos grupos se introdujeron en un lugar dividido en dos partes: una que olía a acetona y la otra, no. Su comportamiento tuvo directa relación con lo que habían aprendido. Los que habían recibido comida se fueron de inmediato al rincón que olía a acetona; y los que habían sufrido el shock eléctrico se alejaron de ese lugar. El desafío siguiente fue el más difícil: generar esas mismas memorias, pero no producto del entrenamiento sino de la estimulación cerebral.

      Los científicos escogieron para este experimento el sistema olfatorio por su particular estructura. Cada neurona del órgano olfatorio (la nariz) expresa un único tipo de sensor de aroma (receptor), y las neuronas que comparten el mismo receptor se juntan en uno o dos glomérulos en el bulbo olfatorio en el cerebro. Entonces, al conocer qué receptor se estimula con un determinado aroma, se puede estimular en forma directa el glomérulo correspondiente a través de la luz y, con ello, simular la acción del receptor, aunque no haya sido así.

      Luego vino la parte de asociar el olor a las respuestas de recompensa o de castigo. Los investigadores se basaron en estudios previos que proponían que ciertas partes del cerebro mostraban mayor actividad cuando se exponían a estímulos que generaban respuestas placenteras o de tipo aversivo.

      Sobre la base de estos conocimientos, ratones de laboratorio fueron sometidos a un proceso de estimulación artificial a través de optogenética; es decir, aplicando puntos de luz dirigidos a las neuronas que participan de las respuestas tanto olfativas para la acetona como de recompensa o de aversión, según el grupo al que perteneciera el animal, con la intención de lograr un aprendizaje asociativo artificial.

      En una jornada posterior, los ratones fueron llevados al lugar del experimento inicial, que tenía un rincón con olor a acetona y otro sin ese aroma. Y su comportamiento fue el mismo que el de los roedores que sí habían tenido la experiencia real: hubo un grupo que evitó el rincón de la acetona y otro que lo prefirió, coincidiendo con la estimulación cerebral que habían experimentado.

      Esto demostró que es posible generar una memoria sin haberse sometido a una experiencia sensorial previa y a un proceso asociativo de aprendizaje. Aún falta un largo camino por recorrer antes de llegar a situaciones como las que vimos en Matrix, pero este experimento abre un mundo de posibilidades: la memoria y el aprendizaje son posibles gracias a la estimulación cerebral. Para lograrlo, es necesario conocer un detallado mapa de las zonas cerebrales involucradas en la adquisición de recuerdos y conocimientos. El resultado podría llegar a tener similitud con lo aprendido en años de experiencia. Una vez más, constatamos que la ciencia ficción puede llegar a ser ciencia real.

      GLOSARIO:

      Optogenética: es un método de estimulación cerebral que se realiza modificando genéticamente algunas neuronas para hacerlas sensibles a la luz con el fin de poder activarlas mediante destellos luminosos.

      Houston, tenemos un problema: los cambios cerebrales tras un viaje al espacioChristian Poblete

      Supo que quería ser astronauta cuando tenía cinco años. Junto a su hermano gemelo vio en la televisión cuando Neil Armstrong se convirtió en el primer ser humano en pisar la superficie de la Luna. Era el 21 de julio de 1969. Cincuenta años después, el astronauta norteamericano Scott Kelly logró ser escogido para integrar la misión “Un año en el espacio”, planificada para estudiar el impacto en el cuerpo humano de la exposición sostenida a la ingravidez. En la Estación Espacial Internacional (ISS por sus siglas en inglés), Kelly dio 5 mil 440 vueltas a la Tierra, contempló más de 10 mil amaneceres y supo que el espacio olía a metal quemado y soldadura. A su regreso, tal como estaba programado, se sometió a una serie de estudios que incluyeron a su hermano gemelo que permaneció en la Tierra durante su viaje al espacio. Los resultados confirmaron lo que ya se sospechaba. Scott había crecido y era más alto que su gemelo; presentaba serias alteraciones en su material genético y había perdido masa ósea y muscular. Su anatomía había cambiado de manera inapelable.

      Desde el primer viaje espacial, protagonizado por el cosmonauta ruso Yuri Gagarin, han sido más de quinientos los astronautas, de 39 países, que han seguido sus pasos. Al igual que Scott Kelly, varios han tenido largas estadías en la Estación Espacial Internacional en los últimos veinte años. En este nuevo ambiente espacial, los efectos de atracción gravitatoria casi inexistentes, les permiten “nadar” con libertad dentro de la estación. Sin embargo, los astronautas se enfrentan a condiciones muy diferentes a las que tenemos en la superficie de la Tierra, como la nula presión atmosférica y fuertes oscilaciones térmicas causadas por las diferencias en la exposición respecto al Sol.

      No se trata solo de condiciones hostiles del entorno. Imagina por un momento vivir confinado en un espacio reducido, con las mismas tres personas durante seis meses, sin la más mínima posibilidad de salida y siendo monitoreado en todo momento para registrar cambios de humor o de conducta producto del encierro. Pareciera ser casi un reality show estelar.

      Pero, ¿cuál es el impacto en el sistema nervioso? Diversos estudios señalan que estar expuestos por períodos extensos a condiciones de microgravedad induce cambios en algunas estructuras cerebrales; entre ellos, el lóbulo frontal, el cerebelo y la corteza insular; zonas relacionadas con la conducta, la coordinación motora y la emocionalidad respectivamente.

      Sin embargo, un artículo publicado en la revista de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos expone más evidencias que cobran relevancia al momento de evaluar la factibilidad de los futuros viajes espaciales, abriendo una serie de interrogantes ante el creciente interés en la colonización del planeta Marte.

      La investigación liderada por Angelique Van Ombergen, del Laboratorio de Investigación en Equilibrio Aeroespacial y del Departamento de Neurociencias Traslacionales –ambos de la Universidad de Amberes en Bélgica–, se basó en el análisis de imágenes obtenidas por resonancia magnética a once astronautas que permanecieron por al menos seis meses orbitando la Tierra dentro de la Estación Espacial Internacional. Las primeras imágenes fueron obtenidas dos días antes de sus respectivos viajes al espacio. La segunda toma, en tanto, se concretó diez días después de volver a la Tierra. Por último, se les volvió a realizar el examen a los siete meses desde su llegada.

      Las imágenes fueron comparadas –en los mismos periodos de tiempo– con otras once personas que tenían características similares a las de los astronautas estudiados, pero que no tenían relación con el programa espacial.

      Tras cuatro años de investigación se concluyó que la exposición prolongada a un ambiente de microgravedad, asociado a vuelos espaciales de larga duración, produce un aumento del volumen en los ventrículos cerebrales, cavidades por donde circula el líquido cefalorraquídeo. Entre otras cosas, este líquido incoloro, protege el sistema nervioso central, actuando como un amortiguador ante aumentos en la presión intracraneal.

      Con el estudio de seguimiento, realizado siete meses después del regreso de los astronautas a la Tierra, se observó que estas inflamaciones del organismo disminuyeron, pero no lo suficiente para retomar los parámetros normales. Entonces, ¿qué consecuencias tendrían, en los viajeros espaciales, estos valores aumentados? Una correlación observada es la alteración en la morfología ocular y la agudeza visual.

      En concreto, se registró un aplanamiento del globo ocular y una acumulación de líquido (edema) en una estructura denominada disco óptico. Por otro lado, los astronautas presentaron signos de alteración