una naranja al tamaño del planeta Tierra.
La parte de la ciencia que estudia lo muy pequeño se llama mecánica cuántica; de sus aplicaciones toma cuenta la nanotecnología, un término muy de moda. Nano es un prefijo griego que significa “enano”. De la nanotecnología lo que debemos saber es que es pequeña, muy pequeña. Un cabello humano tiene como diámetro unos 80 000 nanómetros. Esta coma (,) contiene alrededor de medio millón de nanómetros. Imaginemos que una persona se puede encoger hasta medir 10 nanómetros de altura, si la colocamos al lado de un pequeño alfiler, la altura y el grueso del alfiler se asemejarán a un rascacielos. Para hacernos una idea clara, un nanómetro es lo que crece la barba de un hombre en el tiempo que le toma levantar la hoja de afeitar y acercarla a su rostro. ¡Realmente impresionante! ■
EL TAMAÑO SÍ IMPORTA. NÚMEROS GIGANTES
Es el centro astronómico AH-02, el más avanzado del planeta, un grupo de astrónomos investiga en el infinito universo y detecta que en el centro de nuestra galaxia ocurre una explosión monumental. La humanidad se encuentra en peligro inminente y, luchando por su supervivencia, elabora una serie de estrategias para liberarse del terrible final… Estas líneas corresponden a un escenario recurrente en las películas de Hollywood. Buen argumento para películas de bajo presupuesto, pero fatal desde el punto de vista de la ciencia.
Existen dos grandes errores que no se toman en cuenta: primero, el universo no es infinito (o eso creemos por el momento); segundo, el universo es grande, tan grande que el número relacionado con sus dimensiones es difícil de imaginar. Nuestro universo se encuentra plagado de galaxias, según se cree son 100 000 millones, y cada una, a su vez, contiene 100 000 millones de estrellas, en promedio. Si tomamos una galaxia representativa como la Vía Láctea, nuestro hogar en el universo, su diámetro estimado es de 100 000 años luz (la repetición en los números es solo una agradable coincidencia). En consecuencia, si el centro de nuestra galaxia estallara en este momento, realizando un cálculo apresurado y suponiendo que estamos en el extremo de la galaxia y que esta es completamente simétrica, tardaríamos unos 50 000 años en enterarnos. Podríamos estar “vivitos y coleando” tranquilos en nuestra ignorancia acerca del terrible cataclismo, esperanzados en que cuando llegue la onda explosiva a la Tierra, las futuras generaciones tengan la capacidad tecnológica adecuada para afrontarla… Aunque, siendo sinceros, no habría mucho que hacer.
El cálculo anterior se fundamenta en que podemos mirar las galaxias gracias a que recibimos su luz, la cual viaja a la impresionante velocidad de 300 000 kilómetros por segundo, eso quiere decir que las estamos viendo no como son ahora, sino como fueron en el pasado. Efectivamente, las distancias en el universo son enormes, de tal manera que se hace necesario pasar de nuestras habituales unidades de longitud, metros (o kilómetros), hacia los monumentales años luz, que representan la distancia que viaja la luz en un año. Esta distancia en kilómetros es 9,4 x 1012 km (9 460 000 000 000, nueve billones y medio de kilómetros). Según esta perspectiva, la luz de Alfa Centauro, la estrella más cercana a nosotros después del Sol, la veríamos una vez transcurridos 4,3 años, pues se encuentra a 4,3 años luz de distancia. Andrómeda, una de las galaxias más cercanas a la Tierra está a la fabulosa distancia de dos millones de años luz y, aún más impresionante (sostente de tu asiento), según las actuales estimaciones el tamaño del universo corresponde a unos increíbles 93 mil millones (93 000 000 000) de años luz de diámetro. El viaje en el sentido inverso también es interesante. La distancia desde el Sol a la Tierra es de 150 millones de kilómetros, unos 8 minutos luz, mientras que la distancia de la Tierra a la Luna es de “apenas” unos 384 000 km, esto es algo más de un segundo luz.
Si tomamos de nuevo las cifras, no es fácil ser conscientes de lo que significan las enormes distancias en el universo. Sabemos que es mucho, pero somos incapaces de estimar cuánto es ese mucho. Para hacernos una mejor idea, imaginemos que podemos contar a una velocidad de cinco números por segundo. Si no comemos, no dormimos, no vamos al baño, si solo nos dedicamos a contar los 365 días del año, las 24 horas del día, demoraríamos en llegar a la cifra de un billón (un millón de millones) en (¡glup!) 6 000 años. Esto quiere decir que si cuando inventamos la escritura hubiéramos empezado a contar en una especie de maratón gigantesca de números, ahora apenas estaríamos llegando a la cifra de un billón. ■
En 1609 Galileo apuntó su mensajero celeste, el telescopio, hacia nuestro satélite natural. Lo que observó cambió en forma radical la forma de mirar la Luna. Aquella, que se consideraba lisa, resultó tener una topografía desafiante: llena de montañas, planicies y cráteres. Ese mismo telescopio sugirió la existencia de anillos alrededor de Saturno y demostró que no todo tenía por qué girar en torno a la Tierra, tal como lo había dicho años antes Copérnico. A partir de ese momento, el antiguo deseo de explorar el espacio cobró nuevos aires para la humanidad.
EL PEQUEÑO PASO PARA UN HOMBRE
Solo por una casualidad del destino, en 1969, exactamente 360 años después del telescopio de Galileo, el primer ser humano, Neil Armstrong, dejó huellas sobre suelo lunar. Los titulares de los diarios de ese 21 de julio fueron alucinantes, solo comparables a la noticia de la decodificación del genoma humano y la clonación de Dolly. El “salto enorme para la humanidad” solo fue posible gracias a la conjunción de un extraordinario esfuerzo, enorme creatividad y mucho coraje. En ese momento, nadie que no fuese parte del equipo de la NASA podía imaginar cuán cerca del desastre estuvieron los tripulantes del mítico Apolo 11.
En 1972, tras seis misiones que lograron posarse en suelo lunar y con el “casi” desastre del Apolo 13, el programa de las misiones espaciales tripuladas se dio por finalizado. La NASA regresaría a la exploración espacial con una nueva y revolucionaria astronave: “el transbordador”.
El transbordador espacial fue diseñado para ser lanzado de manera rutinaria, segura y barata como un cohete, para luego regresar sano y salvo, como si fuera un avión. En 1976 se realizó la demostración del despegue, vuelo en la atmósfera y aterrizaje para el Enterprise. Cuatro orbitadores adicionales lo seguirían: el Columbia, el Challenger, el Discovery y el Atlantis. En 1981, el transbordador Columbia se convirtió en el primero en ingresar en el espacio exterior.
Ninguno de los transbordadores ha estado libre de problemas. Dos viajes fueron fatídicos: el del Challenger, que en 1986 apenas alcanzó a despegar y, tras la falla en un empaque del propulsor de combustible, ardió ante la atónita vista del mundo, y el del Columbia, en 2003, que se desintegró