Alexis Hidrobo

Ciencistorias


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LA CALMA

      Una vez en la trompa de Falopio, por fin los espermatozoides elegidos tienen un respiro. Los corredores pueden descansar, protegerse y recobrar energía. Esta pausa también les sirve para permitir un proceso de maduración que facilita su papel en la fecundación. Los espermatozoides pueden sobrevivir en las trompas entre 24 y 60 horas. Si el momento es el adecuado y se ha producido la ovulación, las cosas son muy favorables (ya era hora). Hay que recordar que cuando el óvulo abandona el ovario, penetra en la trompa de Falopio adyacente y es impulsado hacia el útero gracias a unas proyecciones denominadas cilios, que se localizan en la superficie interna de la trompa. Si el óvulo se encuentra con el espermatozoide en su interior, donde tienen lugar la mayoría de las fecundaciones, se implantará en el útero bajo condiciones óptimas.

      El viaje del espermatozoide hacia el encuentro final, en la trompa, puede ocurrir en tan solo unos pocos minutos, gracias a la ayuda proporcionada por dos mecanismos de atracción entre espermatozoide y óvulo. El primero es químico y se llama quimiotaxis (dirección química). En este proceso el óvulo atrae a los espermatozoides mediante la liberación de una sustancia química. El segundo tiene que ver con una ligera diferencia de temperatura en sectores de la trompa de Falopio una vez ocurrida la ovulación. Esta agradable temperatura permite que los espermatozoides vayan hacia el encuentro con el óvulo. Este mecanismo toma el nombre de termotaxis (dirección térmica), y está ausente cuando no hay ovulación. Se sabe que a determinadas distancias el mecanismo responde a un modelo de termotaxis, mientras que a distancias menores opera el modelo de quimiotaxis. Por el momento no se conoce con certeza la naturaleza de las sustancias quimioatractivas, que podrían ser péptidos (asociaciones de aminoácidos) termoestables que modulan la forma de nadar del espermatozoide, ni los mecanismos moleculares del proceso de termotaxis. Regresando al punto, para los espermatozoides han transcurrido aproximadamente ocho horas, a partir de este momento se aprestan al recorrido final, al encuentro con el óvulo.

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      Es el momento del sprint final. El ganador obtiene la gloria; los perdedores, la muerte. El objetivo es alcanzar y penetrar el óvulo. El nuevo enemigo es el tiempo, todo depende de cuánto vive el óvulo. Si los espermatozoides llegan demasiado temprano, morirán sin lograr la meta; si llegan demasiado tarde, el óvulo estará muerto. Se necesita una sincronización extrema para tener éxito. Los corredores partieron hace 14 horas, en el mejor de los casos quedan no más de 20 héroes. Una vez que se acercan a la meta deben resolver el último dilema: penetrar la capa externa del óvulo y finalmente fecundarlo.

      Un espermatozoide “reconoce” a un óvulo cuando las proteínas de la cabeza del espermatozoide se encuentran con las moléculas adecuadas en el revestimiento externo o zona pelúcida del óvulo. Para fertilizar un óvulo, el espermatozoide debe unirse a esta zona, penetrar a través de ella y fusionarse con su membrana plasmática. Nuevas investigaciones demuestran que las glicoproteínas (moléculas compuestas por una proteína unida a uno o varios glúcidos, que son biomoléculas compuestas por carbono, hidrógeno y oxígeno —mal denominadas carbohidratos—) que forman la zona pelúcida poseen receptores y activadores para los espermatozoides, lo cual facilita la fecundación. Específicamente, la unión del espermatozoide al óvulo se debe a la abundancia de una secuencia de moléculas de azúcar (un glúcido) llamada sialil-Lewis-x (SLeX) en los extremos de las glicoproteínas de la zona pelúcida. Si lo miramos fríamente, se puede decir que el espermatozoide se ve seducido por el “dulce azúcar” del óvulo. Una vez atraído, el ganador debe sacrificarse al máximo. La cabeza del espermatozoide explota y libera enzimas que permiten el ingreso hacia el óvulo, y la cola se corta una vez que el óvulo devora al ganador; de esta manera, se combina la información genética del portador y la suya propia. Al fusionarse las dos células, una “sinfonía” genética se hace presente, en donde el ganador ha entregado su propia vida para generar otra, única e irrepetible.

      Sin el esfuerzo y éxito de ese espermatozoide específico no estaríamos aquí, y nuestros padres habrían tenido otro hijo o hija con características completamente diferentes. Así como el griego Filípides anunció la victoria en batalla, nosotros, que debemos todo al espermatozoide ganador, decimos: ¡Muchas gracias, campeón!

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      Un eminente sabio ha sido víctima de un intento de asesinato, yace en estado de coma a causa de un coágulo de sangre en el cerebro. En su mente lleva un secreto de extraordinaria importancia para la supervivencia de la humanidad. Una operación implica su muerte. Un grupo de científicos resuelve miniaturizar a un equipo de médicos y técnicos, con todo su instrumental, e inyectarlo en el sistema circulatorio del enfermo… Este corto relato es parte de una historia de ficción, recreada en el libro Viaje alucinante, del genial Isaac Asimov, hace ya casi 50 años. Esto aún sigue siendo parte del mundo de la fantasía; no obstante, el avance de la ciencia hacia el mundo de lo pequeño es extraordinario.

      Comencemos con una pregunta simple: ¿cuál es el menor tamaño que se puede observar a simple vista? Bajo condiciones adecuadas de iluminación, nuestros ojos pueden detectar hasta un objeto de al menos una décima de milímetro de tamaño, equivalente al espesor de una hoja de papel; sin embargo, el ojo no es el mejor de los receptores de imagen. Para mirar objetos más pequeños debemos usar lupas, microscopios ópticos, microscopios de transmisión electrónica, microscopios electrónicos de barrido o de efecto túnel. Con estos últimos podemos alcanzar el tamaño de los átomos. Esto significa que la unidad convencional que usamos para la medida de lo pequeño, el milímetro (10-3 metros), debe cambiar.

      Si de observar células de animales o plantas se trata, la herramienta adecuada es un microscopio óptico, que permite llegar hasta las micras. Una micra corresponde a la milésima del milímetro (10-6 metros). La célula más grande que tiene un ser humano, de género femenino para el caso, es el óvulo. Su diámetro llega a 140 micras. La célula más pequeña la contienen los varones, y corresponde al espermatozoide, con un diámetro mayor de apenas 2 micras (sin la cola). El resto de las células de nuestro cuerpo tienen un diámetro promedio de unas 10 micras. El microscopio óptico permite incluso mirar bacterias como la Escherichia coli, con unas 0,8 micras de diámetro. No obstante, si se quiere ver más o, mejor dicho, menos, se debe cambiar de microscopio y de unidad de medida. El instrumento necesario es el microscopio electrónico; con él podremos observar a un virus poliédrico, que se asemeja a una minúscula cápsula espacial de unos 50 nanómetros de diámetro. La unidad necesaria para la medición, el nanómetro, corresponde a una millonésima de milímetro (10-9 metros).

      Pese a nuestro esfuerzo, esto no es lo más pequeño a lo cual podemos llegar. Pensemos que una de las proteínas de nuestro cuerpo, la hemoglobina, la responsable del transporte de oxígeno, tiene una longitud de apenas 7 nanómetros, y los átomos que la constituyen son más pequeños aún. El tamaño de un átomo debe medirse en picómetros (10-12 metros), la milésima parte de un nanómetro. Para nuestro regocijo (o indignación), los átomos también pueden dividirse en partes: los electrones y el núcleo. El núcleo está estructurado por protones y neutrones. El tamaño de un protón es de 100