Roy Hora

La moneda en el aire


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de mis padres no sufrió, que yo recuerde, por la lealtad a distintas facciones. La militancia de mi madre se fue desvaneciendo con las derrotas algo humillantes de Penelón, y ello la fue acercando al Partido Comunista, sin mucha fogosidad. Así fue la casa de mi niñez.

       RH: Una casa dominada por la cultura de izquierda en esas décadas en las que existía una cultura de izquierda vibrante y poderosa, y en la que las palabras “izquierda” y “cultura” tenían una relación estrecha e intensa.

      PG: Sí, en mi primera casa en Ramos Mejía, el signo de que éramos comunistas era un retrato de Máximo Gorki en la pared de mi habitación, y después, por influjo de mi madre, uno de Charles Dickens y sus personajes, y otro de Jack London. Es decir, la gran tradición de la literatura de izquierda de esos años. No un recorte exclusivo del “Partido Comunista”, sino una tradición más amplia, pero de izquierda revolucionaria. En este marco, un episodio que me hizo ver que éramos una familia comunista fue la muerte de Stalin, en marzo de 1953.

       RH: Hablemos de esa anécdota que te reveló que tu familia pertenecía a una cofradía situada al margen del mundo habitado por el común de los mortales. El fallecimiento del líder que, tras la muerte de Lenin, tomó la antorcha y señaló el camino. El gran constructor del Estado soviético.

      PG: Yo tenía 8 años. Ni sé si me había enterado de la muerte de Stalin… Sé que ya era de noche, y en marzo, en un lugar del hemisferio sur como Buenos Aires, eso quiere decir bastante tarde. Recuerdo que mis padres nos dijeron a mí y a mi hermana Vera, que era una bebita prácticamente –si yo tenía 8 años ella tenía 2–, que teníamos que salir. Cruzamos hacia el lado derecho de la vía de Ramos, y nos dirigimos hacia un lugar al que no íbamos nunca, donde vivía la gente poco confiable, como decíamos los chicos cuando jugábamos a la pelota. Tocamos el timbre en una casa modesta. Nos invitaron a pasar y entramos a un living muy pequeño, iluminado por una luz mortecina, y sobre una silla forrada de pana verde, brillosa, estaba apoyado un retrato de Stalin. Yo lo miraba a mi padre y él me apretaba la mano como diciendo que había que guardar silencio. Habremos estado unos cinco minutos; mi hermana lloraba un poco. Era el homenaje al gran líder que acababa de morir. Muchos años después nos enteramos de que la muerte de Stalin tuvo ribetes escandalosos, pero en ese momento nada de eso contaba. Te cuento esta anécdota porque revela que la presencia del comunismo en mi casa no afectaba mucho nuestra vida cotidiana. Ese breve instante de marzo de 1953 es el momento propiamente comunista de mi familia, al menos tal como yo lo viví.

       RH: ¿Tus padres fueron los primeros comunistas de la familia, o la identificación con la izquierda venía de antes?

      PG: Ellos eran comunistas de primera generación. Y como a veces ocurre en algunas familias, la madre de mi padre se volvió comunista porque su hijo se hizo comunista. Mi abuela, que era maravillosa, una campesina ruso-entrerriana, judío-entrerriana, dijo poco antes de morirse que el Sputnik era la prueba irrefutable de la superioridad del comunismo. Eso lo decía mucha gente, pero ella estaba totalmente convencida.

       RH: Era un argumento poderoso en esos años de la Guerra Fría. A las nuevas generaciones tal vez les cueste imaginarlo, pero por entonces algunos pensaban que la Unión Soviética era la dueña del futuro. Y el nombre Sputnik, claro, todavía no evocaba la vacuna contra el covid-19 sino la victoria en el exigente terreno de la carrera espacial, que mostraba que el comunismo era una forma superior de organización social. La sociedad burguesa y capitalista era el pasado…

      PG: Totalmente. “Dios no existe, el Sputnik sí”. Eso decía mi abuela paterna. No recuerdo militancia política en mis abuelos maternos. Mi abuela materna era casi ciega, pero con un paladar literario exquisito. Con mis primos nos turnábamos para leerle El Quijote.

       RH: En una familia en la que una figura como Alberto Gerchunoff debía pesar bastante, el acercamiento al comunismo no era un camino obvio y tampoco el más esperable. Te pregunto, entonces, de qué manera tus padres se acercaron al comunismo. ¿Fue en la universidad?

      PG: Mi padre no fue a la universidad. Venía de Villa Domínguez, en Entre Ríos, y había terminado la secundaria en Rosario. Su acercamiento al comunismo se produjo en la escuela secundaria y en el trabajo. Después, ya instalado en Buenos Aires, montó una pequeña empresita cerca de la cancha de Huracán: eran él, un socio y un obrero. En mi recuerdo, el obrero revolvía un tacho del que salía un olor muy feo. Era una empresa de tinturas industriales que desapareció hacia 1967, cuando Adalbert Krieger Vasena era ministro. ¿Qué tiene que ver eso con el eficientismo de Krieger Vasena? No lo sé, pero en ese momento desapareció la empresa. Fue el comienzo de una tragedia económica.

       RH: Todo indica que, más tarde o más temprano, un tallercito así iba a tener dificultades para acompañar la modernización del sector industrial en un rubro como el de la química. Es casi un milagro que llegara tan lejos.

      PG: Desde luego, y quebró en ese momento. Y en un tipo de gesto que parece que ha desaparecido de la Argentina, mi padre –el socio, más astuto, ya se había esfumado– se abrazó con el obrero y le dijo: “No va más”. Y cada uno se fue para su lado, sin conflicto, sin juicio laboral. Fue un golpe muy duro para mi padre. El preludio de un golpe más duro aún: la muerte de mi madre en 1968. Fue un lindo hombre mi padre. Muy querible, bailarín eximio de tango, jinete extraordinario, el rasgo más nítido de su origen entrerriano.

       RH: Entre Ríos, la tierra de los jinetes… Contame de tu madre, la seguidora de Penelón y los comunistas disidentes.

      PG: Era una persona distinta, que quiso estudiar y estudió. ¿Qué quiere decir esto? Primero estudió Farmacia, y por un tiempo fue farmacéutica en Ramos Mejía. Pero en algún momento se dio cuenta de que era Letras, y no Farmacia, lo que ella quería hacer. Poco antes de morir muy joven, a los 51 años, estudió Literatura. Llegó algo tarde al ambiente universitario de Filosofía y Letras, que era lo que en verdad le gustaba. Pero en ese camino reunió una fantástica biblioteca de literatura inglesa. Esa biblioteca, algo diezmada, la conserva ahora mi hermana Vera. Creo que ahí forjó mi madre ese gusto por la mezcla del mundo ruso y el realismo socialista, y Dickens y Jack London. Todo esto sucedía en los años de la segunda presidencia de Perón, entre 1953 y 1955.

       RH: ¿Tenés recuerdos de la vida pública en esos años peronistas? ¿Cuánto pesaba en tu visión infantil el hecho de que tu familia fuese comunista?

      PG: Tengo un recuerdo, intenso como una llamarada. Estaba jugando en la casa de mi amigo Marcelo Montes, que vivía enfrente de casa. Los Montes se daban el lujo de tener un televisor en 1954 o 1955. Y escuché: “Por cada uno de nosotros caerán cinco de ellos”. Y entonces, por primera vez en mi vida, percibí que mis padres estaban en una zona de riesgo. Riesgo para la época, ¿no?, pues resultó que muchos muertos antiperonistas con Perón no hubo, si es que hubo alguno. Pero volví corriendo a casa, asustado, y les dije a mis padres: “Los van a matar, los van a matar”. Ahí fui un militante comunista durante un segundo. Todo lo demás, toda la historia de mi casa y el comunismo, es una historia de mis padres, que yo viví con la naturalidad de un hijo que respira el clima de la casa pero sin que permeara mucho en mí. Creo que en ningún momento me volví comunista, salvo en lo que te voy a contar ahora, vinculado a Juan Carlos Portantiero.

      RH: Ya que mencionás a Portantiero: lo recordaste en un texto de homenaje aparecido en la revista Punto de Vista en 2007, “Memoria afectiva y biografía intelectual”, como un visitante asiduo a la casa familiar. Allí señalabas que Portantiero fue una figura muy importante en tu despertar político.

      PG: Así es. Esa relación comenzó cuando todavía vivíamos en Ramos Mejía, hacia 1958 o 1959. Mi primer contacto fue cuando Juan Carlos, un jovencito que ya era el delfín de Héctor Agosti en el Partido Comunista, vino a dar una charla a Ramos Mejía –eso conectaba con los intereses de mi madre; acordate que el primer libro de Juan Carlos es Realismo y realidad en la narrativa argentina, de 1961–. Yo, que entonces debía tener 14 o 15 años, no fui, pero sí fueron mis padres. Cuando terminó la charla, lo invitaron a Juan Carlos a casa.