Danielle Rivers

Minami. Libro I


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simple inspiración para su pueblo; que reside en el pueblo, en ustedes, el verdadero poder para construir su camino. No obstante, considero que es una carga muy pesada con la que han tenido que caminar a cuestas durante demasiado tiempo. Sé que es un atrevimiento de mi parte pero es mi más profundo deseo representarlos a todos ustedes en esta batalla, estar al frente y luchar por sus intereses que son los intereses de todos.

      ¿O no es un líder el que pelea y da la vida por sus subordinados? ¿Y es un déspota quien ordena y dirige desde las sombras sin tener el valor de confrontar a sus enemigos? ¿No es el campesino quien, con sangre y sudor, labra la tierra, la abona y la riega para que dé frutos, en lugar de esperar a que los brotes salgan por sí solos?

      Será un camino tortuoso y lleno de obstáculos, lo sé. Pero quiero que sepan que es por ustedes, por todos y cada uno de los que me oyen y de los que no, ustedes que viven la misma realidad día tras día, exhaustos, agobiados por tantos años de sufrimiento, de sacrificarse sin ver un solo resultado, que es por ustedes que daré todo de mí para revertir esta situación.

      Es solo eliminando los errores del pasado y creando caminos nuevos que veremos renacer nuestro país como lo que es: ¡Una nación poderosa y orgullosa, admirada y respetada por todos los Estados del mundo! Un pueblo que lucha y que da, da sin recibir nada a cambio más que dolor y desdicha.

      ¡Lloro y sufro su entrega mal correspondida!

      Lo último que deseo es seguir viéndolos padecer en estas circunstancias de las cuales debieran ser beneficiarios y no víctimas. ¡Es por eso, ciudadanos, que, si me eligen como su representante, les juro por la luz que ven mis ojos, por el aire que respiro y por la sangre japonesa que corre por mis venas que no descansaré hasta devolverle a nuestra comunidad el honor y la gloria que personas indignas nos han arrebatado!

      ¡Sepan que no los abandonaré!

      ¡Por el país, por su gente, por las generaciones que vendrán, por nuestros corazones que claman el amor por nuestro Japón!

      Por lejos ese fue su mejor discurso durante su campaña electoral en Tokio y el boleto de lotería que lo llevó al triunfo. El pueblo entero vitoreó y aclamó a su nuevo líder; todos festejaron llenos de esperanzas y de deseos por ver amanecer ese brillante futuro que, después de tanto tiempo, por fin había comenzado a gestarse. Durante aquella semana no se habló de otro tema que de la victoria de Kyomasa Tsushira, el Padre del Estado, como así se lo empezó a llamar.

      Lamentablemente, el entusiasmo y la felicidad no duraron mucho. Tras pocos meses de lo que parecía ser un mandato limpio y justo, la sociedad se vio defraudada y engañada al saber que su gobernante no era sino un mentiroso, un dictador y un ladrón de la peor clase. Lejos de ser líder político benévolo, Tsushira era frío, egoísta y totalmente falto de sentimientos hacia algo o hacia alguien que no fuera él mismo, o su imagen frente a las grandes potencias.

      Pese a sus promesas y alentadores discursos, sus medidas poco a poco comenzaron a alejarse de lo que sus palabras habían asegurado.

      Lo que durante años había sido una Monarquía Constitucional regulada por el Parlamento y respetuosa de los derechos de sus ciudadanos, a Kyo (como en su juventud lo habían llamado) no le tomó más de seis meses convertirla en una dictadura cruel y deshumanizada.

      En menos de un pestañeo, despidió a todos los miembros del Parlamento, invocando cargos que jamás llegaron a comprobarse: evasión de impuestos, lavado de dinero, compras ilegales y fraude. Los reemplazó con nuevos funcionarios, más jóvenes y, curiosamente, simpatizantes de su gobierno. Luego de esto, propició que la gran mayoría de los servicios públicos y medios de comunicación quedasen bajo sus hilos de la misma forma, por lo que hizo y deshizo las reglas como quiso, sembrando el terror y la desolación en la sociedad.

      Al principio, nadie pensó que sus decisiones fueran desacertadas. Todos creyeron que se trataba de un reordenamiento, de una reestructuración del sistema económico y financiero para asegurar una correcta administración de los fondos y recursos nacionales, optimizar la producción y la calidad de las industrias nacionales e invertir en más y mejores servicios públicos. Sin embargo, nadie sino los fieles partidarios de Kyomasa salieron beneficiados de estos cambios. Mientras las grandes compañías, industrias y corporaciones se enriquecían, las pequeñas y medianas empresas languidecieron. Muchas terminaron en bancarrota y miles de trabajadores fueron despedidos. Otras fueron privatizadas y el mercado se vio envuelto en una inflación abrumadora. Las importaciones y exportaciones se limitaron solo para las compañías que poseían el beneficio del gobierno y, naturalmente, los impuestos alcanzaron límites insospechados. Para cuando se cumplieron dos años de su gobierno, la sociedad había acabado por dividirse en dos sectores: los ricos y poderosos que gozaban de todos los servicios y bienes que el país podía ofrecer, guarecidos bajo el ala del jefe de Estado, y el resto de la población de clase media y baja comiendo de las pocas migajas que cayeran de la mesa de los más adinerados. Obviamente, sin tener ni una pizca de amor por su líder. Incluso aquellos que alguna vez pertenecieron a las más altas esferas de la sociedad, por alguna u otra razón que hubiera molestado a Kyomasa, acabaron perdiéndolo todo y formando parte de la fila interminable de indigentes a la espera de un mísero plato de estofado. Nadie que apreciase un poco su estilo de vida osaba hablar mal del gobierno o de su líder.

      No fue sino hasta cinco años después, que la oposición (que más tarde se hizo llamar el Partido de Liberación) tomara cartas en el asunto y comenzara a protestar. Desde huelgas hasta ataques directos a todos los miembros del Parlamento y del mismísimo Kyomasa. Esto no hizo más que exponer toda su crueldad, sembrando el terror en las ciudades: saqueos, secuestros, suspensiones, impuestos cada vez más y más altos. Y, cuando comenzaron las desapariciones, la gente supo entonces contra qué se enfrentaban.

      La infelicidad y la oscuridad parecieron apoderarse de Japón sin dar esperanzas de desaparecer jamás. Barrios residenciales, lujosos y pretenciosos se convirtieron en escombros y escondrijos para las fuerzas rebeldes. Las plazas municipales se volvieron centros de combate entre ambas facciones: oficialistas y opositores. Las calles se plagaron de manifestaciones, con pancartas, tambores y gritos, donde tanto adultos como niños injuriaban a los políticos. La represión era despiadada, cruenta, sin hacer diferencias de ningún tipo. Las escuelas se cerraban y eran tomadas por los estatales, donde docentes que apoyaban la causa liberadora pasaban a ser sus rehenes. No había lugar donde la guerra no hubiera puesto su firma. Miles de personas morían o eran asesinadas en los asaltos, no solo los rebeldes, sino también sus familiares y allegados, acusados de negligencia y ocultamiento de subversivos. Masas populares abandonaron el país, ya fuera por persecución o por el simple miedo de quedarse en sus casas. Era impresionante para los americanos y los europeos ver llegar, por aire o por mar, a tantas personas pequeñas y aterradas desde la Tierra del Sol Naciente (muy bien reputada hasta ese entonces). Desde niños hasta ancianos, todos desesperados por alejarse de la maldad de Tsushira. Ocultos en el extranjero, los prófugos encontraban algo de paz y seguridad; la gran mayoría conseguía retomar una vida más o menos normal; otros pocos, los que mantenían algún asunto pendiente con Kyomasa o con sus socios, no tuvieron tanta suerte y fueron hallados muertos, ya fuera en sus domicilios o en circunstancias sospechosas.

      Pese a tratarse de un asunto interno, que nada tenía que ver con otros países, Kyo se había hecho de un buen porcentaje de espías y aliados en diferentes ciudades del mundo para exterminar a toda aquella plaga de liberales. Cada día la lista de desaparecidos se alargaba, no solo incluía personas individuales sino también familias enteras. Niños que salían de sus escuelas, riendo y jugando, al momento siguiente yacían en el asfalto, con el rostro oscurecido por la pólvora y la sangre negra brotando de sus cabezas, sumidos en un hervidero de gritos y agitación. Y, en las pocas escuelas que se salvaban de la toma, nunca faltaban las tropillas militares que interrumpían las clases para llevarse a fulano, zutano y mengano, quienes jamás volvían.

      Era tanta la sangre derramada y la pólvora esparcida que el mismo aire de las ciudades se percibía embotado, envenenado por ese aroma dulzón y nauseabundo, el olor de la muerte, como comenzaron a llamarle los ancianos.

      Hasta el golpe bajo propiciado por el jefe libertador aquella noche fatídica, Kyomasa jamás se había sentido tan amenazado por sus opositores.