Danielle Rivers

Minami. Libro I


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que se negaba a pagar un centavo más cada vez o los que lo abucheaban en cada acto formal años atrás. Eran ahora una fuerza consolidada, organizada y autosuficiente que, si se descuidaba, podían llegar a provocarle verdaderos problemas. Con la muerte del embajador alemán, los demás diplomáticos se mostraron reacios a firmar los acuerdos como tenían previsto y su abastecimiento de armas y tecnología se vio gravemente afectado, así como la exportación e importación de alimentos. No pasaría mucho tiempo hasta que el resto de las potencias mundiales le cerrara la puerta en las narices. Ellas lo habían intimado a que controlara a la oposición y él no estaba siendo capaz de lograrlo.

      Tras un análisis de la situación, Kyo llegó a la conclusión de que si quería volver a tomar el control, debía valerse de nuevos métodos para desbaratar a los rebeldes. Sus fuentes le informaron que dentro del Bando abundaban especialistas e intelectuales que les proveían de ideas e información valiosa para la obtención y fabricación de armas. No cabía duda de que debía combatirlos con sus mismas herramientas por lo que, al verse desprovisto del apoyo internacional, se haría de sus propios genios o bien eliminaría a los de sus adversarios. Fue así como muchos intelectuales del sector rebelde comenzaron a desaparecer de un día para el otro, sin dejar rastro. Nunca se supo con certeza a dónde iban a parar o qué les hacían, pero no había duda de que los perros del Estado habían tenido algo que ver. Algunos fueron encontrados varios días después, muertos en los más insólitos lugares: en rutas concurridas, en basurales, incluso en sus propias casas. Otros tantos jamás fueron encontrados. Según lo que espías rebeldes pudieron averiguar, aquellos compañeros que cedieron por la fuerza a la voluntad de sus represores se habían visto obligados a trabajar oficialmente para el Estado a cambio de la salvación de sus seres queridos. Para los líderes rebeldes era un alivio saber que, al menos, no todos sus prodigios se habían esfumado pero, el hecho de que el gobierno estuviera ideando nuevas formas de acabarlos era inquietante. El uso de las armas nucleares y biológicas encabezaba la lista de sus peores temores. Con el suficiente entrenamiento y reclutamiento de pueblos amigos, podían llegar a hacerle frente a un ejército, pero si se trataba de ataques de tal talante, sus posibilidades de salir victoriosos eran prácticamente nulas. El fruto de esas extorsiones no tardó en aparecer: pocos meses después de las desapariciones, los estatales repelían la rebelión con más fuerza que nunca. Armas nuevas e innovadoras, que superaban en eficacia a las ya conocidas, sembraban el pánico entre los batallantes rebeldes: pistolas de rayos láser que atravesaban la ropa y producían quemaduras gravísimas (las cuales, de manera aterradora, se expandían por todo el cuerpo en una necrosis imparable y monstruosa); bombas de ultrasonido que ensordecían a pueblos y ciudades enteras, dejando a sus habitantes en prolongados estados de inconsciencia; ametralladoras con clavos ponzoñosos; venenos explosivos y otra larga lista de nuevas invenciones, tan excéntricas como mortales. Aunque no se tratara de bombas nucleares, los rebeldes no encontraban momento para idear un nuevo plan de ataque; lo único que podían hacer era seguir con sus emboscadas y ataques sorpresa y evadir aquellas superarmas lo más que pudieran. Muy pronto, el respeto que el gobierno les tenía dejó de existir y volvieron a ser considerados como cucarachas miedosas a las cuales debían aplastar.

      A fines del decimosegundo año de guerra, un anuncio expedido por el Jefe de Estado llegó a manos del Director de la Compañía de Difusión Informática Especializada:

      Se busca personal idóneo y capaz, con visión de futuro y determinación, para el nuevo proyecto biotecnológico Century Child, encabezado y financiado por el Gobierno Nacional y la JEIGON (Junta Excelentísima Internacional de Gobernantes Nacionales). En vista de la profunda crisis interna que Japón ha estado atravesando estos últimos doce años, el Estado propone, junto con sus colegas de la Junta, al público local y a las comunidades extranjeras, el inicio de este emprendimiento que promete ser la solución a esta contienda. Todos aquellos profesionales en materia de medicina, ingeniería genética, molecular y biotecnología interesados en participar del proyecto, siéntanse más que invitados. Para más información consulte al teléfono a continuación o envíe un e-mail a la siguiente dirección…

      El mismo venía con la correspondiente orden de enviarla a todas las direcciones de correo electrónico detalladas en una lista sumamente minuciosa. Ni lento ni perezoso, el director encargó a todas sus oficinas transmitir el mensaje sin demoras.

      Muy pronto, la misma publicación llegó a las casillas de correo de potenciales colaboradores de todo el mundo: Asia, Europa, América y Australia, incluyendo todas las islas. La invitación no tardó en ser respondida. Durante el mes de emisión, los aeropuertos de Tokio se vieron invadidos por profesionales provenientes de todas partes, dispuestos a ser partícipes de esta hazaña que tanto prometía (francamente, la paga era muy buena).

      Se reunirían en el Palacio Imperial, principal sede del gobierno, para registrarse como mano de obra de elite. Luego comenzarían las reuniones para que se les informara sobre el proyecto, un misterio de lo más atrayente. La intriga no era solo de ellos; también los socios de Kyomasa se preguntaban qué tenía su jefe entre manos y se desvivían porque este se los contara. Uno de ellos era el jefe de la Compañía Sora, principal exportadora de productos japoneses, uno de los más recientes hombres de confianza de Tsushira.

      —Perdón por mi ignorancia, pero… —musitó durante la breve reunión que tuvo con Kyomasa—. ¿Qué planea hacer con todos estos geniecillos? La importancia de los ingenieros civiles e industriales puedo entenderla pero ¿qué tiene que ver la medicina en esto, Su Alteza?

      Esperó ansioso mientras su jefe fumaba un habano, la mirada clavada en su brillante y reluciente calva. El hombre tuvo la sensación de que lo estuvieran apuntando con una de esas mortíferas pistolas láser que su hijo de cinco años tenía como juguete. El inmutable gobernante dio otra pitada a su puro y exhaló hacia arriba el humo que se disipó por el aire de su despacho. Con voz arrastrada y profunda le dijo:

      —No eres el primero que me lo pregunta, Kokuo-san. Debes ser la millonésima persona que me pregunta acerca de mis intenciones con esta sarta de nerds. Y eso que después de haberte unido a mi círculo de confianza pensé que lo adivinarías —dijo mientras llevaba sus penetrantes ojos nuevamente a su subalterno quien se estremeció disimuladamente en su asiento. Kyo terminó su habano y, dejando la colilla en el cenicero, le lanzó lo que quedó del humo directo a la cara, sin pizca de contemplación.

      —¡Con todo respeto! ¡Mi intención no es entrometerme en sus asuntos y mucho menos molestarlo, señor! —se apresuró a decir mientras tosía. Aunque nunca lo había visto enfadado, bien sabía lo que sucedía con quienes le hacían perder la paciencia. No necesitaba alzarse con un arma en la mano para infligir el miedo en la gente, lo tenía más que sabido—. Fue tan solo mera curiosidad… P-pero, pensándolo mejor, no tengo por qué ser tan curioso, ¿no? Mejor vuelvo a mis obligaciones.

      Estaba yendo, casi al trote, hasta la puerta del cuarto cuando el otro volvió a hablar, deleitado por su miedo.

      —Sin embargo, supongo que tanto misterio se vuelve aburrido y hace que la sorpresa pierda su gracia. Eres uno de mis más grandes colaboradores y creo que te has ganado el privilegio de saber un poco más que los otros. No te diré cuál es el centro de todo esto, esperarás como el resto, pero si quieres saber por qué reuní a tantos doctorcitos y científicos locos, te lo diré.

      Su ayudante, aún turbado, retornó a su asiento. Kyomasa se acomodó más al borde de su ornamentada silla giratoria. Irguió el torso hacia el frente hasta que la línea de sus ojos coincidió con la del empresario.

      —Necesito a alguien que sepa manejar lo que es el nudo de la operación. Ciertamente hace falta gente que ayude a diseñar y construir armamentos pero lo que busco es otro tipo de medio de destrucción para acabar con esas ratas rebeldes y solo alguien dentro del campo de la medicina puede darme lo que necesito. Si todo sale como lo planeo, esos malditos liberales se arrepentirán de haber desafiado mi autoridad —dijo mientras se recostaba en su silla, destilando un inmenso orgullo hacia sí mismo. Pese a estar más tranquilo, su socio tamborileó sobre la mesa con impaciencia.

      —Entonces… si necesita a una sola persona… ¿Por qué llamó a tantos otros?

      Kyomasa revoleó los ojos.

      —Ay,