Danielle Rivers

Minami. Libro I


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que debía servir para actos formales o para que los ciudadanos fueran a darle sus saludos al Emperador el día su cumpleaños (una de las dos ocasiones en que el público podía entrar). Recordando esto, le llamó la atención que el Emperador le prestase su residencia a Kyomasa para sus reuniones. Es más, ni recordó la última vez que el Emperador apareció en público, nada que hubiese visto en la página de noticias. De cualquier forma, tampoco era su asunto. A grandes zancadas cruzó la explanada hasta la puerta principal, también de madera y del mismo tamaño que la anterior.

      Vio una antigua aldaba de bronce con la forma de un dragón mitológico. Se anunció tres veces pero la aldaba era tan pesada que se le resbaló y terminó sonando una cuarta vez. Arrugó el gesto; eso no podía augurar nada bueno. Oyó un zumbido seguido del sonido de estática. Segundos después, una voz femenina le habló desde algún parlante que escapaba a su vista.

      —¿Doctor Minami?

      —Este… sí, soy yo —respondió alzando un poco la voz para que la mujer lo escuchara.

      No hubo respuesta pero la puerta se abrió igual que la de la entrada. Una doncella vestida al estilo de mucama francesa, con cofia y todo, le hizo una reverencia y, con un ademán, lo invitó a pasar. Con una voz apenas audible, le pidió que la siguiera.

      Mientras caminaban, observó fugazmente el interior del edificio. Se encontraba en el vestíbulo. Un cuarto espacioso e iluminado por una gran araña de bronce que, en lugar de tener velas, ostentaba focos de luz disfrazados de diamantes y brillantes caireles de cristal colgando a lo largo de sus brazos. El piso estaba cubierto con una elegante y acolchada alfombra color rojo carmín que enmudecía sus pasos. Las paredes, pintadas de un dorado nacarado, le daban a la sala la apariencia de esas cajas de bombones navideños que solían regalarles a los empleados en América. Y, sobre la pintura, exquisitos diseños y dibujos tradicionales japoneses tallados sobre el cemento. Nanjiro se dio cuenta de que se trataba de una cronología ilustrada de la historia del país. Desde el shogunato, forma de gobierno militar desde el s. XII hasta fines del s. XIX; la restauración Meiji desde 1866 hasta 1869; la Segunda Guerra Mundial; hasta la actualidad. Gracias a sus entrenados ojos de doctor, pudo rápidamente observar y apreciar la obra. Alabó la claridad y finura con la que cada fracción o detalle había sido labrada con el cincel. Desde las costuras y borlas de los ostentosos trajes imperiales hasta las escamas de los dragones mitológicos, las generosas proporciones de las geishas y consortes y las intimidantes armaduras de los samuráis. Echó una segunda mirada a lo que quedaba del recinto. Desde la entrada habían colgado cuadros de antiguos mandatarios, también ordenados cronológicamente. Desde luego, no podía faltar la del gobernante de turno.

      Olvidándose por completo de la doncella, se dirigió precisamente hacia este último. Contempló el retrato del Jefe de Estado. Nunca había visto una réplica del rostro de Kyomasa tan de cerca, ni siquiera en las fotografías de la página de noticias a la que estaba suscripto. Hacía años que no lo veía. Secretamente, esperó que el tiempo hubiera dilapidado su aspecto pero se encontró con todo lo contrario. Se había convertido en un adulto muy buen mozo. Su cara era alargada y delgada, con una fuerte quijada, muy masculina. La piel tersa, sin abrasiones, casi sin arrugas. Su cabello y barba eran negros como el ébano, con alguna que otra cana que, lejos de restarle atractivo, lo volvían mucho más galán. El pelo, muy bien peinado hacia la derecha, lo llevaba largo casi hasta la base del cuello pero conservando la prolijidad que su carrera de militar y su actual cargo exigían. Algunas mechas le tocaban apenas el borde de su chaqueta de terciopelo rojo y de corte Mao, abotonada con un complejo sistema de botones y cuerdas, su pechera atestada de insignias, medallas y pendientes. A un costado de su cintura, no muy notorio, se alcanzaba a ver el brillo de la empuñadura de un sable, el cual sujetaba con una mano enguantada, en pose heroica. Por arriba de su traje, observó la banda con el dibujo de la bandera nacional que cruzaba su pecho, la que su predecesor le había entregado al asumir el cargo de Jefe de Estado. Y como último detalle, lucía una larga capa a medio poner, de seda dorada. Parecía un príncipe guerrero recién llegado de una batalla. Tuvo que felicitar al pintor. Era una imagen excelsa, impecable e imponente.

      No obstante, algo sombrío sobrenadaba entre tanta belleza, algo siniestro, no supo cómo explicarlo. Tal vez fuera el blanco de su rostro que nada tenía que envidiarle al mármol. O sus ojos color verde avellana, que parecían devolverle la mirada. Una mirada fría, distante, inquietante.

      Ansioso de desviar sus ojos de ella, notó un pequeño detalle al pie de la pintura. Una placa de oro que rezaba: Kuni no Otösan. La frase estaba grabada en los kanas tradicionales japoneses. Si la lengua madre de Nanjiro no fallaba, significaba Padre de la Nación. No pudo evitar decir un irónico ¡Sí, claro! al leerla. De sopetón vio a la doncella que lo esperaba mansamente a su lado. Se inclinó a modo de disculpas por su distracción y siguieron camino.

      Espero que su proyecto sea algo más productivo que levantarse estandartes a sí mismo, pensó mientras doblaban por un pasillo hacia la izquierda, tan soberbiamente decorado como el vestíbulo. En lugar de arañas, había candelabros dorados dispuestos a ambos lados y separados uno de otro con milimétrica precisión, tanto que Nanjiro sintió que recorría un pasillo infinito.

      No ha cambiado desde nuestras épocas de escuela, siguió reflexionando. Una vez más el grosor de la alfombra ahogaba el sonido de sus pasos y el área se sumió en un silencio mortificante. Desde siempre ha querido que la gente lo ovacione, aun cuando nunca hizo nada importante. Solo por ser el hijo de un excombatiente de la Segunda Guerra Mundial, el sobrino de un miembro del Parlamento y uno de los jóvenes más codiciado por las chicas en la escuela. ¿Y ahora debo considerarlo como el símbolo de mi país?

      Le vinieron a la mente escenas de su pasado cuando él, desde su lugar en la biblioteca o en el patio, observaba a Kyomasa y a su acostumbrado séquito de matones, haciendo alarde de lo que su tío le había traído de su última gira internacional, revoleando su largo cabello negro y coqueteándole a las estudiantes más jóvenes, quienes caían rendidas a sus pies, riendo como tontas. Todo lo que él no era, ni sería jamás. El desprecio hacia su modo de ser y una más que razonable cuota de envidia lo hicieron conservar la distancia de aquel fanfarrón. Jamás durante toda la secundaria cruzaron palabra… hasta aquella tarde.

      Se acercaba el fin de año y todo el mundo estaba loco con los exámenes finales y trabajos de último momento. Nanjiro sabía que, para la penúltima semana de clases, alumnos de otros cursos y hasta amigos de compañeros de otros colegios irían a pedirle ayuda para poder mejorar sus calificaciones. En años anteriores perdió la cuenta de cuántos habían sido. Aunque severo y estricto respecto a la responsabilidad y los deberes, había tenido la generosidad de darle una mano a quienes, según su punto de vista, merecían la ayuda.

      Visualizó con claridad su salón de clases, el de primer año de secundaria alta. Estaba haciendo el informe del día, cuando apareció en la puerta, apuntalado sobre un lado del marco como los modelos de ropa interior. Como siempre, llevaba el saco del uniforme desabrochado y la camisa fuera de los pantalones. Se había dejado crecer una pequeña barba en el mentón para acentuar su imagen de donjuán rebelde. Lo miraba con expresión resuelta y superada, la misma con la que miraba a todo el mundo. Nanjiro lo miró rápidamente por sobre sus gafas y siguió garabateando en la hoja que tenía sobre el escritorio, preguntándose qué diablos querría de él.

      —¡Qué hubo, Nanjiro-kun! —lo saludó el otro—. ¡Pareces tan entretenido!

      Él, sin levantar la vista, le respondió con voz calma y desinteresada.

      —¡Y tú tan relajado, Kyo-senpai! ¿Aún sigues correteando tras esas niñitas de segundo?

      Pudo ver por el rabillo del ojo que su comentario lo había irritado.

      —No es que te incumba pero ya no voy tras chiquillas de secundaria. Estoy saliendo con una chica más grande, ¡una graduada!

      —¡Enhorabuena! Encontraste a alguien que se haga cargo de ti.

      Tsushira borró la sonrisa engreída de su cara, al tiempo que el chico tomaba sus cosas para irse:

      —Me alegro mucho por ti, ojalá pueda enseñarte alguna que otra lección de vida. Si me disculpas,