Danielle Rivers

Minami. Libro I


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—lo cortó el otro, acercándose a su mesa, atravesándolo con sus ojos verdosos—. Sé muy bien que sabes lo que pasó en el gimnasio el otro día.

      —No sé de qué hablas.

      —¡Claro que lo sabes! ¿Piensas que no te vi? Sé muy bien que estabas ahí y lo viste todo.

      Nanjiro aferró con fuerza la manija de su bolso. Supuso que acabaría por enterarse pero no pensó que fuera tan pronto.

      Aquel miércoles, como todos los días, se había quedado después de clases haciendo los informes diarios, acomodando los pupitres y barriendo el aula. Recordó entonces que le tocaba hacer el inventario de balones por lo que se dirigió al depósito del gimnasio, contándolos uno por uno y separando los averiados de los que no. Fue entonces cuando oyó la puerta abrirse y gente entrando de forma estrepitosa. Con curiosidad, se asomó por la puerta entreabierta y descubrió una escena espeluznante: Tsushira y sus amigotes reían y silbaban a una jovencita a la que tenían rodeada, pasándose una mochila entre ellos. Ella, asustada y al borde de las lágrimas, trataba a duras penas de tomar su mochila y escapar pero ellos se cerraban en una barrera inexpugnable. Lentamente se acercaban a ella como fieras hambrientas. Le acariciaban el cabello, los brazos y le tironeaban de la falda. Ella se zarandeaba y apartaba sus manos sin éxito. Tsushira se separó del grupo y se acercó a ella, con la lujuria brillándole en los ojos. La tomó de la nuca y la besó a la fuerza mientras ella chillaba y luchaba por liberarse. En un momento la vio hacer un brusco movimiento y Kyomasa se apartó de un salto. Nanjiro supuso que lo había mordido, ya que lo vio llevarse una mano a la boca. Con un bufido atemorizante, el muchacho le dio una bofetada que la arrojó al suelo. Al segundo siguiente, la pobre desgraciada desapareció bajo el montón de adolescentes que se abalanzaron sobre ella.

      Nanjiro se rebujó en el fondo del cuarto, aterrado y sin saber qué actitud tomar. ¿Qué podía hacer, atrapado como estaba en ese cuchitril? ¿Por qué diablos tuvo que terminar ahí y contemplar esa bestialidad? ¡Debía detenerlos pero eran diez contra uno! ¡Lo matarían! La prudencia le aconsejó esperar a que la tormenta acabara antes de hacer algo. Tuvo que soportar, muerto de impotencia, los desgarradores aullidos de la muchacha, siendo ultrajada por una decena de truhanes. Después de lo que parecieron siglos de tortura, oyó que el coro de voces y risas masculinas se alejaba y que la puerta del gimnasio se cerraba de un azote. Tan pronto el silencio regresó, salió de su escondite. La pobre chica estaba en el suelo, hecha un ovillo, con las ropas desparramadas y varios dólares americanos regados encima y a su alrededor. Hasta le pareció ver algunos rastros de sangre. Mudo del horror, la ayudó a levantarse y la llevó a un hospital cercano, prometiéndole que esos malvados tendrían su merecido. No la había vuelto a ver desde entonces.

      —Sí. Los vi —afirmó encolerizado—. Reconozco que me dejaste sorprendido: has caído a un nuevo y hasta ahora desconocido nivel de maldad, Tsushira... ¿Cómo pudieron? —la voz le tembló ligeramente, no por temor sino por la ira—. ¡Esa muchacha jamás se repondrá! ¡Ni ella ni sus padres! ¡Lo que hicieron fue un crimen! ¡Una aberración!

      Tsushira revoleó los ojos.

      —¡Como si me importara! Debería alegrarse de que tuvo el privilegio de tenerme dentro de ella. No solo a mí sino a cada uno de mis amigos. ¡Y sabes lo selectivos que somos! A fin de cuentas, tuvo lo que quiso: una fiesta loca con la pandilla de Tsushira-kun. Si no pudo soportarlo, no es mi problema —suspiró con fingida pena—. Y eso que le pagué unos buenos verdes después de la fiesta. ¡Es sorprendente cómo la gente puede ser tan ingrata!

      —Ya lo creo —terció Nanjiro, conteniendo las ganas de darle un puñetazo allí mismo—, y supongo que tienes la misma consideración con el resto de tus amigas, ¿no es así?

      —Se hace lo que se puede. Y hablando de poder, te diré algo que yo puedo hacer: volverte mi socio.

      Nanjiro lo miró con ojos desorbitados.

      —¿Tu socio? —inquirió incrédulo.

      —Por supuesto —afirmó el joven—. No me vendría mal tener a alguien como tú en mi grupo.

      —¿Alguien como yo? —repitió Nanjiro sintiéndose estúpido por repetir todo lo que le decía.

      Se miró un momento. A diferencia del uniforme de Kyo que, aunque desarreglado, parecía fino y hecho con las telas más caras que se podían pagar, el suyo era de segunda mano, con los puños del saco y los pantalones cortos; los codos remendados y la tela ligeramente desteñida, apolillada en algunos sectores. Su mochila parecía del siglo anterior al igual que sus anteojos. Y usaba una loción barata comprada en el supermercado, mientras que el otro usaba una muy costosa colonia traída exclusivamente de París para él (según lo había oído alardear a unas chicas de segundo). Además de eso, era un pobretón, becario y tenía que trabajar en la escuela para solventar su educación y ayudar a su madre en la bodega que tenían por todo ingreso económico. No era popular (salvo por las calificaciones y premios), no hacía deporte (excepto ir y venir en bicicleta) y no era del tipo atractivo para la población femenina del colegio. ¿Por qué querría tener en su círculo a un don nadie como él?

      —¿Y por qué querrías tenerme a tu lado? ¿De qué te serviría? Hasta donde sé, no encajo con tu perfil.

      —Sí, es cierto. Puede que del uno al diez no arañes ni un cinco pero tienes el mejor promedio en toda la institución y los maestros confían ciegamente en ti. Serías un socio muy valioso. Te garantizaría un muy buen pasar en lo que te quede de la secundaria, aun cuando yo no esté.

      —¿Y de qué clase de colaboración estamos hablando? —quiso saber Nanjiro a quien le gustaba cada vez menos hacia dónde se dirigía la conversación.

      —¡Oh, nada del otro mundo! Solo necesitaría una… manita… con mis calificaciones. Como sabes, mis notas no son de las mejores. Si no obtengo un siete como mínimo en mis últimos exámenes, reprobaré y tendré que repetir el tercer año. Algo que no es opción: tengo un brillante futuro por delante y mi padre no se tomará a bien que me aplacen. Te pagaré generosamente si entras a los archivos de la escuela y le haces un par de arreglos a mis registros —sacó de su bolsillo un rollo de billetes verdes, de aspecto tentador—. No es solo por mí, Nanjiro-san. También es por ti. Sé que tú y tu madre necesitan el dinero y yo tengo mucho de él.

      —¿Y qué sabes tú de mi familia, Kyomasa?

      —Lo suficiente. Sé que desde que murió tu padre en aquel trágico accidente de laboratorio, tú y tu madre han tenido que apañárselas para llegar a fin de mes. Estás becado en esta escuela y te la pasas fregando los pisos y haciendo trabajo administrativo como pasante. Tienes que hacer de dependiente casi a diario en la tiendita que tú y tu mamá tienen en casa, más ahora que se ha enfermado (o sí, sí, también sé de eso). No sales a divertirte, no bebes, no vas al cine, no tienes citas… se te está yendo la vida, todo en nombre del deber y me da muchísima lástima que un potencial como el tuyo se desperdicie. Piénsalo… ambos saldríamos ganando. Yo me iré de esta pocilga, y tú podrás tomarte un merecido descanso. Te ayudaré si tú me ayudas a mí también. ¿Qué me dices? ¿Socios?

      Nanjiro mantuvo la vista clavada en sus zapatos viejos. La mezcla de desconcierto, vergüenza y enojo hervían en su interior. Lo que le proponía era deshonesto, fraudulento, sin mencionar que ilegal. Sin importar sus calificaciones y legajo impoluto, lo expulsarían si llegaban a atraparlo, y bien supo que Kyomasa no movería un dedo para ayudarlo en cuanto tuviera sus notas arregladas. Miró fugazmente el dinero en su mano; no se equivocaba respecto de que necesitaba ayuda económica, y con ese fajo podría pagar las cuentas del mes sin sobresaltos, comprarse ropa nueva, zapatos nuevos, incluso una nueva bicicleta y algún regalo bonito para su madre.

      Lamentablemente, ninguna coima suculenta podría jamás con sus principios.

      —No necesito de tu caridad —le respondió fríamente—, búscate a otro idiota que te haga de sirviente, no cuentes conmigo.

      Kyo lanzó una risita despectiva.

      —¿En serio eres tan orgulloso como para perderte una oportunidad así? ¿Sabes cuántos matarían