ron Negrita y el anís, que le había dado el apodo alterno de San Francisco de Anís.
En una ocasión salió especialmente entonado del Negresco. No le importó perder un diente postizo bajo la mesa y subió conmigo a la oficina. Al cabo de un rato, hubo un alboroto en la calle.
La Jornada, principal órgano informativo de la izquierda, estaba muy cerca de la Secretaría de Gobernación y las manifestaciones se habían acostumbrado a hacer una escala en nuestra puerta para que diéramos cuenta de sus luchas. Envalentonado, el poeta Cervantes abrió la ventana, salió al balcón y encaró a la multitud con un grito extemporáneo, digno de su amigo Álvaro Mutis:
–¡Viva el rey! ¡Devuélvanle el país a España!
La multitud, que no podía oírlo, lo aclamó con entusiasmo, atribuyéndole otro lema.
Cervantes fue el excepcional traductor de la biografía que João Gaspar Simões escribió sobre Pessoa. Entre las muchas lecciones que había recibido del poeta lusitano, una iba más allá de la escritura: el Vampiro admiraba su arte de vivir de prestado en una lechería.
El propietario del Hotel Cosmos era un gallego afecto a Portugal, la saudade y la poesía. Adoptó al gran poeta, como tantos lo hicimos en los bares y los cafés donde recitaba, se enojaba, quería acabar con el mundo, se conmovía y volvía a recitar.
En una de sus noches luminosas, el Vampiro se retrató mejor que nadie:
La cólera, el silencio,
su alta arboladura
te dieron este invierno.
Mas óyete en tu lengua:
acaso el castellano,
no es seguro.
[…]
¿Amor? Digamos que entendiste y aun digamos
que tal cariño te fue dado.
Pero ni entonces ni aun menos ahora
te importó la comprensión que no buscaste
y es claro que no tienes.
Bien es verdad que no sólo a ti te falta.
La ira, el improperio,
los bajos sentimientos
te dieron este canto.
En el café La Habana me reunía con otro poeta de carácter destemplado, Mario Santiago Papasquiaro. Nos conocimos hacia 1973, en el taller de cuento de Miguel Donoso Pareja, en el piso diez de la Torre de Rectoría.
Ahí estaba la sede de Difusión Cultural. A eso de las siete de la noche, el sitio se vaciaba y sólo quedaba encendida una lámpara en el techo, sobre el escritorio donde Donoso revisaba manuscritos. Los grandes ventanales daban al campus, dominado por el crepúsculo. En la línea del horizonte veíamos la sombra del Ajusco y, más cerca de nosotros, el estadio de Ciudad Universitaria, como un escarabajo boca arriba.
Escuchábamos con atención en un semicírculo de sillas. Entre los asistentes estaban Luis Felipe Rodríguez, que escribía notables cuentos de ciencia ficción y años después sería uno de los principales astrónomos mexicanos; Carlos Chimal, que publicaría cuentos, novelas y numerosos libros de divulgación científica; Xavier Cara, que poco después optaría por la medicina y moriría haciendo guardia en el Hospital General, durante el sismo de 1985; Jaime Avilés, futuro cronista de abusos médicos y otras corrupciones.
Donoso Pareja había sido marinero y había padecido la cárcel y el exilio. Su carisma convocaba a los aspirantes a cuentistas, pero también a los deseosos de encontrar un buen sitio para discutir. Uno de ellos, sin duda el más elocuente, era Mario Santiago, que entonces se llamaba José Alfredo Zendejas. Sólo escribía poemas, pero le gustaba debatir acerca de narrativa. Su sentido crítico era feroz; sin embargo, atemperaba su lumbre con chistes que él mismo festejaba con estruendosas carcajadas. Había leído más que nosotros, conocía las vanguardias, militaba con Roberto Bolaño y otros rebeldes en el infrarrealismo, y planeaba un épico viaje a Europa.
Su poema “19 de septiembre de 1985” recupera el impacto del temblor con la exacta fuerza de un espejo roto:
Las familias de acá enfrente ya no existen
la metáfora se cayó de sus andamios
de ayer a hoy otra es la sangre
fuera del sueño es crudo el sueño
se pierden hijos/padres/amasias
hay polvo negro: flores de ira que masco & masco
En los noventa, aquel poeta de mirada encendida y pelo alborotado era ya un hombre disminuido, que usaba un bastón porque había sido atropellado. Un cuarentón de pelo ralo y mala dentadura. La gente lo trataba con molesta suspicacia. Cuando iba a verme a La Jornada, la recepcionista, que solía toparse con toda clase de extravagantes, me llamaba por teléfono para preguntar si en verdad quería dejar entrar a Mario.
Prefería verlo en el café La Habana, donde pedía una cerveza a las diez de la mañana mientras hablábamos del taller de Donoso y de los años setenta del siglo pasado, época que Bolaño volvería célebre en Los detectives salvajes, donde Mario aparece bajo el nombre de Ulises Lima.
Por ahí de 1996 coincidimos en el café con Samuel Noyola, poeta de Monterrey que había vivido en mi casa durante seis meses de 1986. La inmersión en los abismos del DF iba a ser aun más intensa en el caso de Samuel. Mario fue a lo largo de toda su vida un irregular, un valiente dispuesto a boxear como Kid Azteca contra el viento y el destino. Su caída fue la de un guerrero en el frente de batalla que se inventó a sí mismo. El caso de Samuel resulta por completo diferente. Un poeta solar, el Chico Maravilla que conquistó la capital, trabajó con Octavio Paz, tuvo una novia extraordinaria y se eclipsó de repente. Después de pasar por diversos purgatorios, viviría en la calle, primero en la Condesa, luego en Coyoacán, pasaría por la cárcel y finalmente desaparecería, persiguiendo un fuego incierto o tan sólo huyendo de sus fantasmas.
Presenté a estos poetas de la calle en el café La Habana. Samuel saludó a Mario con su acento norteño y mostró orgulloso las botas vaqueras que estaba estrenando. Para entonces ya habían dado las doce y el decano del infrarrealismo lo bautizó como el Vaquero del Mediodía.
Mario Santiago se sentía más afín a las vanguardias radicales de América Latina (Hora Cero, el nadaísmo, la Mandrágora, El Techo de la Ballena) que a la tradición de los poetas mexicanos, que juzgaba cortesana y más interesada en las becas y los puestos que en la obra.
Su poesía es voluntariamente desigual en la medida en que juzga que todo poema es producto de un accidente que no debe ser acallado. Aceptaba y abandonaba sus poemas como azares del destino. Al modo de Allen Ginsberg, juzgaba que el texto es hijo de la suerte; concebía al poeta como un intercesor y nada más. Buena parte de los versos de este detective salvaje se escribieron en servilletas de papel y acabaron en los cestos de las cafeterías.
Hablaba a mi casa de madrugada e improvisaba poemas hasta agotar la memoria de la contestadora. Fiel a su condición de poeta vagabundo, deambuló por las calles hasta ser atropellado en 1996, esta vez de forma letal. El guerrero cayó sin que se conocieran cabalmente sus batallas. Había publicado algunas plaquettes, pero sólo la aparición póstuma de su libro Jeta de santo permitió que se conociera su trabajo.
Poeta diametralmente opuesto a Mario Santiago, Tomás Segovia compartía con él la convicción de que la escritura trasciende las intenciones del autor para vivir por cuenta propia. El autor de Anagnórisis no tenía una visión chamánica de la poesía, pero consideraba que, una vez consumado, el hecho poético respira por sí mismo y no debe ser negado. “Por algo ocurrió”, afirmaba con una voz que parecía raspada por el viento áspero al que tantos versos dedicó.
Segovia entendía la poesía como un brote natural. ¿Qué derecho tenía él a cancelar esa existencia? No presumía de recibir un