Juan Villoro

El vértigo horizontal


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con la mirada ni lanzarles piropos: debían cumplir. Los veíamos con el admirado respeto que se concede a un oficio extremo: el piloto de pruebas, el médico en la sala de emergencias, el bombero rodeado por el fuego.

      La fantasía colectiva les asignaba una extenuante ruta de copulaciones. Pero eso no acababa de definir su fama. El dato decisivo es que procreaban sin cesar.

      Como ya comenté, en los cálculos demográficos de la Ciudad de México siempre ha habido una laguna inquietante. Los ciudadanos fantasmales, que marcan la diferencia entre una estadística y otra, podrían ser hijos del lechero.

      Un poblado del Estado de México lleva el nombre de Lechería. Yo lo imaginaba como el punto de partida de los hombres que antes del mediodía ya habían fornicado lejos de su casa. El hecho de que tuvieran hijos por todas partes me llevó a asociarlos con una de las principales avenidas de la ciudad: Niño Perdido (su prolongación era San Juan de Letrán; hoy ambas conforman el anodino Eje Central Lázaro Cárdenas).

      La leche y el semen se han vinculado en incontables juegos de palabras. Tal vez la leyenda erótica del repartidor de leche se debiera a esa asociación primaria. Los mamíferos evolucionan, pero no demasiado.

      Llama la atención que en la beata sociedad de entonces los promotores de la lujuria gozaran de respeto. Toda comunidad, por equivocada que esté, requiere de excepciones y válvulas de escape. La leche llegaba a las casas como un don y sus portadores, como un peligro tolerado.

      Nunca supe que alguien se quejara de ellos. Si seducían a una señora, lo hacían sin escándalo ni ofensa. Tal vez no actuaran por voluntad propia y fueran esclavos del ardor ajeno. A diferencia de los albañiles, no hacían comentarios soeces ni se ufanaban de su encendida leyenda. Silenciosos, acaso indiferentes al deseo que sin embargo obedecían, entraban en una casa y a veces tardaban en salir. Era todo.

      En los distintos barrios donde viví de niño (Mixcoac, la colonia Del Valle, Coyoacán) nadie los encontró en una situación comprometedora ni se supo de una mujer que abandonara a su marido para subir al camión de leche. Sencillamente les atribuíamos una sexualidad invisible, que sólo a través de ellos se cumplía e insinuaba que a pesar de todo la vida en esas casas pequeñas era capaz de algún misterio.

      Antes de que los supermercados y los envases de cartón Tetra Pak los jubilaran para siempre, los lecheros sobrellevaban la fantasía de los otros con rara dignidad. Recorrían la calle a sabiendas de que les asignábamos coitos múltiples, un libertinaje sin freno, la sufrida obligación de la descarga. En cierta forma, eran mártires a domicilio.

      Determinados por las creencias de los otros, hacían que un mundo limitado pareciera complejo y sospechoso. Eran los depositarios de una fe: aceptaban el peso de fingir que, en un entorno sin sucesos, ellos sí tenían aventuras.

      La reputación de los libertinos en tránsito me interesó menos que el hecho esencial de que repartieran mi bebida favorita. Uno de los camiones pertenecía a una pequeña empresa destinada a no borrarse de mi mente, pues se llamaba El Olvido. Aquel nombre, apropiado para una pequeña ranchería, ya desapareció del mercado y nunca llegué a probar sus productos (en mi casa compraban otra leche, de modo que para mí El Olvido representó un medio de transporte). Me intrigaba el reducido tamaño del camión, más cercano al de una camioneta, del que bajaba un hombre cargando canastillas. En ese momento, un amigo y yo subíamos a bordo y nos ocultábamos detrás de las botellas.

      A lo largo del trayecto, en la parte trasera desaparecían las botellas llenas de leche y eran sustituidas por cascos vacíos, semitransparentes, que dificultaban el escondite. En algún momento, el repartidor nos descubría y nos echaba de ahí. De pronto nos encontrábamos en cualquier parte de la ciudad. El juego consistía en volver a casa, colgados de mosca en un tranvía o de polizones en un camión urbano, pues no llevábamos dinero. Aunque nunca fuimos a dar a la distante población de Lechería, a veces tardábamos dos horas en volver.

      Conocí la ciudad de entonces de manera inconexa. El camino de ida era una ruta ciega y el de regreso, un rodeo abigarrado. Al ser expulsados del camión, debíamos averiguar qué tan lejos estábamos y movilizar nuestros conocimientos en busca de un retorno.

      En Pelando la cebolla, Günter Grass observa: “Como a los niños, al recuerdo le gusta jugar al escondite”. Muchas veces lo que buscamos en el país extraño de la infancia debe ser deducido, investigado, perseguido con denuedo.

      Sí, la memoria juega a las escondidas. Estar oculto en el camión de El Olvido me adiestró para el ejercicio posterior de buscar recuerdos proclives, también ellos, a ocultarse, y determinó mi relación con una ciudad que nunca conoceré del todo. Esa forma fragmentaria de articular el territorio se parece a la estructura de este libro.

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      CEREMONIAS: CAFÉ CON LOS POETAS

      A Alejandro Rossi le gustaba recordar que los pueblos semíticos asentados a ambas orillas del Mediterráneo dejan de producir en la edad adulta la enzima que ayuda a digerir la leche. Desde ese punto de vista, madurar significa abandonar la leche. Esto ha aumentado con la condición alergénica del mundo moderno.

      Desde que nació mi hija Inés, hace diecisiete años, encuentro niños con todo tipo de rechazos a los estímulos del medio ambiente. De manera emblemática, también sus mascotas son alérgicas. La realidad contemporánea provoca estornudos.

      Construida sobre un lago que fue secado, agobiada por los humos de los coches y la contaminación, la Ciudad de México es un baluarte de los ácaros. El clima no es agresivo en la medida en que nuestro invierno es benévolo (aunque se padece dentro de las casas, construidas según la idea supersticiosa de que la calefacción resulta innecesaria), pero la astenia primaveral prospera en el aire sucio. La llegada de las lluvias, cada vez más torrenciales, alivia las alergias, pero no las inundaciones.

      En este contexto, los cafés no son, como en otras partes del mundo, lugares donde uno puede librarse por un rato de la nieve, sino sitios donde se combate la prisa y se respira de otro modo. Algunas cafeterías modernas tienen un sistema conocido como aire lavado; las más tradicionales carecen de él y no lo necesitan: compensan los vapores de la máquina italiana con un ventilador que de paso aligera el aire. El mejor clima de la Ciudad de México está en un café.

      En sus excepcionales conversaciones con Bioy Casares, Borges lamentaba que hubiera una literatura del vino, la heroína, el opio o la absenta, pero no una del café con leche. A pesar de sus efectos tonificantes, la mezcla carece de glamour para justificar una visión alterna del universo.

      En mi adolescencia se hablaba de “intelectuales de café”, no con el respeto que se le concede a una secta que transmite ideas en el apretado espacio de una mesa, sino con el desprecio que ameritan quienes dan la espalda a la realidad y se refugian en la vana especulación. Esto no impedía que los esquivos cafés de la Ciudad de México fueran singulares refugios para reinventar lo real a fuerza de palabras.

      En mi infancia había un solo Vips, inaugurado en 1964. Poco después llegó un Denny’s. Años más tarde, Sanborns comenzaba a desperdigar sucursales en distintas zonas, pero la cafetería de franquicia aún no era omnipresente. Quienes empezábamos a leer buscábamos cafés recoletos para hacer tertulias que parecían conspiraciones, no por lo que decíamos, sino por la escasez de participantes y el fanatismo que asumíamos.

      Cuando cursaba la preparatoria, la leche ya no tenía el prestigio erótico de antaño, por más que los miembros de mi generación habláramos de “hermanos de leche” para referirnos a dos personas que se habían acostado con la misma mujer.

      Del espacio nómada de El Olvido pasé a la vida sedentaria de los cafés. Nunca ha habido muchos en la ciudad. Si se exceptúan los sitios fundados por cubanos y españoles en el Centro, el café no ha ocupado entre nosotros el sitio preponderante que ha tenido en otras metrópolis. Además, poco a poco las cadenas de inspiración estadounidense fueron sustituyendo a