a la melancolía”.
El habitante de la Ciudad de México no necesita ser deportado para perder su tierra natal. La urbe se ha transformado en tal forma que ofrece dos ciudades: una está hecha de los evanescentes relatos de la memoria colectiva; otra, de la devastadora expansión cotidiana.
Vivimos en dos planos simultáneos, el del presente que nos consta y el del pasado que no deja de volver. El Eje 5 Sur, antes Eugenia, permite avanzar sobre las huellas que dejaron las palmeras y un nuevo Oxxo que vende quincalla comercial en una esquina se alza donde antes había una casona de principios del siglo XX. Lo que vemos no elimina del todo lo que veíamos en otro tiempo. Cada generación adapta su memoria a estas transformaciones.
Zagajewski invita a celebrar el mundo mutilado y advierte que no hacerlo “conduce a la melancolía”. En la Ciudad de México el estímulo celebratorio puede venir de objetos mancillados de los que nos apropiamos entrañablemente: los zapatos que cuelgan de un cable de luz, un árbol cubierto con motas de colores que antes fueron chicles, un crepúsculo de rubor químico, las banquetas destrozadas por las raíces de los árboles, semejantes a los hielos rotos por un acorazado. La capital ha perdido toda posibilidad de ofrecer un discurso armónico, pero la gente y la naturaleza no se rinden; alguien decora una barda con un grafiti y la hierba crece en todas las grietas.
La ciudad real produce otra ciudad, imposible de encontrar, que necesita ser imaginada para ser querida.
Hay que reconocer que no todo cambio es negativo. En ocasiones se agradece el trabajo demoledor de la picota. Muchas de las zonas devastadas a lo largo de las últimas cinco décadas eran espantosas. Al final de Las batallas en el desierto, que recupera la colonia Roma en los años cincuenta, José Emilio Pacheco escribe: “De ese horror quién puede tener nostalgia”. No necesariamente el impulso memorioso está animado por la búsqueda de una Arcadia.
Sea como fuere, el pasado dota de lógica retrospectiva la ciudad. En numerosas ocasiones, recordar lo que estuvo ahí explica el relato urbano, le da un principio y un fin, hace comprensible, y a veces tolerable, una ciudad en constante aniquilación. En forma paradójica, advertir esa pérdida y atesorarla como memoria nos permite sobrellevar mejor el desastre actual.
En su libro Sobre la historia natural de la destrucción, W. G. Sebald observa que la derrota alemana en la Segunda Guerra Mundial llevó a una posterior derrota cultural. El sentido de culpa ante la ignominia cometida por el nazismo privó a los alemanes de reconocerse, también ellos, como víctimas de la destrucción. Sebald comenta que en un tren de 1946 era fácil distinguir a los extranjeros porque sólo ellos se atrevían a mirar por las ventanas.
El chilango se siente menos culpable de su entorno, pero también él requiere de mecanismos compensatorios para sobrellevar la destrucción. Uno de los más eficaces es la memoria, que establece un vínculo afectivo con la ciudad anterior, sumergida en la actual. Lo que se perdió como espacio tangible regresa como evocación personal; lo que antes era un paisaje ahora es nuestra autobiografía.
Integrarse a la megalópolis a través de los recuerdos ha sido una operación común a diversos escritores de mi generación en América Latina. No se necesita ser anciano para tener buenas nostalgias.
Antonio López Ortega creció en Potosí, un pueblo de Venezuela que fue anegado para construir una presa. Todos sus recuerdos de infancia quedaron sumergidos. En ese sitio, en tiempos de sequía el agua pierde su nivel habitual y es posible avistar de nuevo el campanario de la iglesia. Desde hace décadas, López Ortega vive en Caracas, ciudad edificada según la idea de que un emporio petrolero debe ser un paraíso de automóviles. Ante las incesantes transformaciones del espacio caraqueño, el novelista ha experimentado lo mismo que en Potosí: una invisible inundación ha cubierto lo que estuvo ahí. Evocar su pueblo natal equivale a bajar el nivel del agua en los recuerdos para que asome la torre y suene la campana. Lo mismo sucede en su recuperación de los barrios de la cambiante Caracas, con la diferencia de que ahí la inundación es metafórica.
El escritor que busca recuperar un territorio urbano en expansión traza el mapa de lo que mira y el mapa mental de lo que estuvo ahí.
VIVIR EN LA CIUDAD: LOS NIÑOS HÉROES
“¡Qué nacionalistas son ustedes!”, me dijo una azafata colombiana mientras despegábamos de México un 16 de septiembre. La noche anterior había visto la ceremonia del Grito y estaba sorprendida de nuestra capacidad de expresar amor a la patria con cornetas y nubes de confeti.
La avenida más larga de la ciudad lleva el nombre de Insurgentes, en conmemoración de “los héroes que nos dieron patria”. ¿Qué tan necesario era fundar México? A estas alturas, no tenemos grandes méritos con qué justificarnos en el concierto de las naciones. Todo mundo sabe que hacer algo “a la mexicana” es negativo, pero también sabemos que “México es lindo y querido”. Como ya estamos donde estamos, más vale que nos la pasemos bien. Esta lógica nos permite apreciar a quienes tuvieron la desmedida ilusión de crear un país de grandeza no siempre perceptible.
En septiembre las calles se decoran con inmensos ensamblajes luminosos. Quienes diseñan con focos reducen un rostro a sus rasgos esenciales. El hombre de gran calva y pelo arremolinado sobre las sienes es Miguel Hidalgo; la mujer de poderosa nariz y chongo hierático es Josefa Ortiz de Domínguez; el de la patilla egregia es Agustín de Iturbide; el de cara redonda, tocada por un pañuelo, es José María Morelos.
La ciudad se llena de ideogramas de luz y el favorito de la mayoría suele ser la campana de Dolores.
De niño me entusiasmaban el descomunal despliegue de banderas, los coches con banderitas en las antenas, los rehiletes que giraban con identitario frenesí. La Comercial Mexicana hacía sus “ofertas de septiembre” y ponía el jamón de pavo a precios nacionalistas.
Estudiar en el Colegio Alemán me sirvió ante todo para apreciar el español. Durante nueve años llevé todas las materias en el idioma del Sturm und Drang y la Blitzkrieg, salvo Lengua Nacional. El colegio había sido el principal centro de propaganda nazi del país y fue clausurado cuando México se unió a los Aliados. Entré ahí en 1960, quince años después de terminada la Segunda Guerra Mundial. La mayoría de mis maestros había sido adiestrada en el nacionalsocialismo y algunos aún profesaban nostalgia por el Tercer Reich. Rudy Roth, condiscípulo mío, asistió a un campamento donde un maestro arruinó la reunión en torno a una fogata. De pronto aquel hombre severo, que hasta entonces había tenido un temple de hierro, comenzó a sollozar. Hay algo especialmente devastador en el derrumbe de una persona que consideramos imperturbable. El profesor lloraba sin alivio posible. Cuando alguien se atrevió a preguntarle qué sucedía, respondió: “Hoy es cumpleaños del Führer”.
La rígida enseñanza en el Colegio Alemán me permitió entender mi idioma como un esquivo espacio de libertad que debía atesorar a toda costa. También me convirtió en alguien folclóricamente patriota, que anhelaba luchar contra los extranjeros y contra el misterioso “Masiosare” del que hablaba nuestro himno. Es fácil comprender que mis héroes favoritos fueran los cadetes del Colegio Militar que cayeron combatiendo contra Estados Unidos. Aunque las exigencias de la educación militar debían ser más fuertes que las de mi escuela, las idealizaba con narcisismo masoquista. No quería sufrir en nombre de las declinaciones alemanas: quería sufrir por la patria.
Me maravillaba algo que nos había contado la señorita Muñiz, maestra de Lengua Nacional. Cada 13 de septiembre se pasaba lista en el Colegio Militar y se incluían los nombres de los seis cadetes que murieron en 1847. El profesor decía: “¿Agustín Melgar?”, y la tropa infatuada respondía: “¡Murió por la patria!”
En clase memorizamos uno de los más enigmáticos poemas de la historia. No lo entendíamos y nos hacía llorar. Amado Nervo, “poeta del éxtasis”, había escrito:
Como renuevos cuyos aliños
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