Juan Villoro

El vértigo horizontal


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La versión vernácula de Mecánica Popular debería llamarse Apocalipsis Popular, revista sobre terremotos, deslaves, actividad volcánica, falta de agua, contaminación, asaltos en cajeros automáticos, taxis piratas y otras tragedias de las que queremos saber mucho, no para remediarlas, sino porque estamos convencidos de que la información sobre el mal mitiga sus efectos. Los datos, por duros que sean, no nos alarman. El chilango juzga su circunstancia como un piloto en misión de combate: las turbulencias son buena noticia porque indican que el avión no ha sido derribado.

      Al conocer la cantidad de plomo que llevamos en la sangre, no pensamos que deberíamos dormir en un refugio radiactivo con piyamas de titanio. Si nos enteramos de eso es porque ya sobrevivimos y la casualidad nos hizo pasar al otro lado, al repechaje de las últimas oportunidades, donde los zombis con metales en el torrente sanguíneo aún pueden competir.

      En cada encrucijada urbana sobrevive el más apto, es decir, el que dispone de mayor picardía. Cuando descubres un sitio providencial de estacionamiento, también descubres que ahí hay una cubeta. Eso significa que el sitio ha sido “expropiado” por un franelero. Esta última palabra indica que no se trata de cualquier persona, sino de alguien autorizado por los usos urbanos. Lleva en la mano su identificación: un trapo o un trozo de franela. El único requisito para este paño es que esté sucísimo.

      Aunque nos parece lógico que en Londres, Nueva York, Tokio o París haya parquímetros en todas las zonas comerciales, millones de chilangos desconfían de esa forma de organizar los estacionamientos callejeros. Es posible que las primeras tuberías con agua potable fueran vistas con la misma desconfianza. El caso es que la economía informal del franelero cuenta con el apoyo de quienes prefieren lidiar con él que con una máquina cuyas monedas podrían ir a dar a un bolsillo ilícito.

      Pero la vida en densidad también aporta virtudes compensatorias. La primera de ellas es la capacidad de anonimato. Nuestra conducta rara vez está a la altura de los principios más selectos del humanismo, pero quienes nos miran hurgarnos la nariz mientras esperamos que el semáforo se ponga en verde son personas venturosamente desconocidas. Una virtud adicional es que somos tantos que poco importa de dónde vengamos. En Chilangópolis no hay pecados de origen. Todos tienen derecho a fallar en el presente. La ciudad puede ser gobernada por alguien con acento costeño aunque el mar no asome por ninguna parte, como ocurrió con Andrés Manuel López Obrador de 2000 a 2005. Se pertenece a la capital por el hecho de llegar (el problema es volver a salir). Nuestro único control de calidad es seguir aquí. Como la tradición se improvisa a diario, a nadie se le exige dominarla. Somos del sitio donde estamos apretados.

      Esta inevitable proximidad se sobrelleva de distintos modos. Uno de ellos es la desconfianza. El chilango coexiste, pero a la defensiva, alerta ante las posibilidades que sus congéneres tienen de transarlo o verlo feo. Aunque acepta sin remilgos que los demás vengan a hundirse en este sitio, sospecha que nadie le da el cambio correcto. Resignado a medrar en multitud, se muestra receloso al analizar a los otros de uno en uno. Si no comunica su misantropía es porque ha oído leyendas sobre almas de apariencia desprotegida que son cuñadas de un judicial.

      Es mucho lo que se acepta por principio de supervivencia y mucho lo que se libera por teléfono. Sería interesante saber la cantidad de desaguisados que se evitan gracias a nuestra saludable manía de desahogarnos ante un oído cómplice. Si no fuera por Edison, la proliferación actual de teléfonos celulares y nuestra sofisticada maledicencia, habríamos cedido a toda clase de motines y reyertas. Esto no implica que seamos una seda; tan sólo indica que podríamos ser terribles.

      De golpe un extraño fenómeno modera nuestro temple: ese día “salieron los volcanes”. Sin ninguna lógica, usamos el verbo salir para referirnos a formaciones montañosas, como si el Popo y el Izta se asomaran a voluntad para mirarnos. En los raros días de cielo despejado, somos un poco mejores. Sé de romances que se consumaron sin otra explicación que la buena vibra de contemplar, por una vez, la posibilidad de un horizonte. ¿Cómo no creer, ante un cielo de un extravagante color azul, que nuestros afectos pueden avanzar como una expedición de National Geographic? Y es que para el chilango el cariño es una variante de la geografía. Un nativo de Milpa Alta no puede permitir que las ondas expansivas de su amor lleguen a Ciudad Satélite. Si lo hace, su libido se desvanecerá con el tráfico. El Viaducto, eje transversal de la pasión, es una frontera que debe traspasarse con cautela.

      De acuerdo con Heinrich Böll, una ciudad se llena de significado “si puede ser exagerada”. En tal caso, habitamos un bastión del significado.

      En su novela Hombre al agua, Fabrizio Mejía Madrid crea una letanía chilanga a base de epigramas:

      Esa ciudad es una donde nada se destruye ni se crea, todo se reglamenta […] una ciudad donde lo viejo se recicla tanto que una lata de refresco puede haber sido, en su origen, un taxi […] una ciudad donde los adornos de las casas son lo más parecido a lo que sobrevivió de una venta de garaje […] una ciudad donde la gente no te vende pescado sino su palabra de honor de que está fresco […] una ciudad donde el canto de los gallos por la mañana fue sustituido por las alarmas de los coches […] una ciudad donde existe la misma posibilidad de que el que te amenaza con un cuchillo, te mate o esté tratando de vendértelo.

      En esencia, lo que mejor define al chilango es su obstinada manera de seguir aquí. Pero no resiste por voluntad suicida, como los trescientos mártires de las Termópilas. Su aguante no depende de la épica, sino de la imaginación: sale a la calle a cumplir ficciones y se incorpora al relato de una ciudad que rebasó el urbanismo para instalarse en la mitología.

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      SOBRESALTOS: ¿CUÁNTOS SOMOS?

      ¿Es posible aclimatarse a lo que se transforma sin parar? El principal “método de adaptación” del chilango consiste en pensar en irse a otro sitio, valorar las alternativas, admitir la imposibilidad momentánea de partir y permanecer con el propósito de planear mejor el escape.

      En medio siglo he vivido tres años en Berlín, tres en Barcelona y dos semestres en universidades de Estados Unidos. Siete años fuera, más algunos viajes. He pensado mil veces en mudarme, pero el tiempo me ha convertido en el único miembro de mi familia que nació en la capital y sigue viviendo ahí. No sé si atribuir el hecho a la voluntad o a la fatalidad. Lo cierto es que la ciudad se ha convertido en una segunda naturaleza para mí. Si el Barça gana la liga y estoy en Barcelona, quiero ir al Ángel.

      En mi caso, las ansias de partir se agudizan a fines de septiembre, luego de pasar por dos ilusiones en las que he dejado de creer: las fiestas patrias y mi cumpleaños. En septiembre estoy más viejo y la patria se celebra a sí misma sin causa aparente, pero lo peor es que para entonces ya llevamos cuatro meses de lluvias.

      El agua no cae en este valle; se desploma como si algo se hubiera descompuesto en el cielo. Las avenidas recuperan el curso de cuando eran ríos, todo se inunda y comprobamos que aniquilar el lago de los aztecas fue un desastre sólo superado por la amenaza de que el lago regrese a nuestra sala. Al tercer par de zapatos húmedos envueltos en papel periódico, quiero irme para siempre, sabiendo que no lo haré.

      El solo hecho de vivir aquí es un trabajo de medio tiempo donde la remuneración son las molestias, pero cuesta mucho renunciar a él.

      –¿Ya volviste de Berlín? –me preguntó un conocido.

      –Hace treinta años.

      –Ah. Te fue mal, ¿verdad?

      Este diálogo refleja una superstición popular: irse es una oportunidad de salvación; regresar, una derrota. Sin embargo, la mayoría de quienes piensan de ese modo se quedan en la ciudad que crece como una prueba en piedra de que estaríamos peor en otro sitio.

      “La Ciudad de México es, ante todo, la demasiada gente”, afirma Carlos Monsiváis en Los rituales del caos. Por su parte, en La guerra de las imágenes, Serge Gruzinski la describe como un “caos de dobles”.

      Somos