Juan Villoro

El vértigo horizontal


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laberinto. Atravesamos el DF en camiones y tranvías. De un modo inexpresable pero cierto, sentí que esas calles, plazas, glorietas, avenidas, cines, tiendas, letreros luminosos y parques desconocidos eran míos. Mi familia estaba reducida al mínimo, estudiaba en el Colegio Alemán, donde no dominaba suficientes frases con cláusulas subordinadas para integrarme, y hablaba en forma rara. Estaba fuera de lugar. Sin embargo, la vastedad del territorio me hizo saber que ahí podía tener acomodo. Decidí ser de la ciudad, como si no lo fuera antes. Decidí amarla y despreciarla como sólo se ama y se desprecia lo que te pertenece. Decidí entenderla, con una mezcla de entusiasmo y estupor. Para un desorientado, el laberinto es una casa.

      Recién mudado a la colonia Del Valle, pasé cada vez más tiempo en las calles en torno a la cerrada de San Borja, algo que a mi madre le resultaba conveniente, pues llegaba muy tarde del Hospital Psiquiátrico Infantil. A las siete u ocho de la noche, ella volvía a casa y no tenía la menor idea de dónde estaba yo. Eso no la alteraba en lo más mínimo. Al no encontrarme en el departamento, bajaba a la calle y le decía al primer conocido con el que se topaba:

      –Si ves a Juan, dile que venga.

      No era necesaria otra búsqueda. Más temprano que tarde, el mensajero daba conmigo:

      –Que ya vayas a tu casa –decía.

      No hacía falta buscar a la gente para encontrarla. Todos estábamos ahí, en un microcosmos contenido. La inseguridad existía en la mente, no en las calles.

      Algo me quedó para siempre de esa época. Camino por la ciudad sin rumbo fijo y sin pensar en la hora del regreso, confiando en que algún conocido me avise de pronto que debo volver a casa.

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      PERSONAJES DE LA CIUDAD: EL CHILANGO

      Resulta fácil definir al chilango como “numeroso”. Desde un punto de vista demográfico, es alguien que sobra.

      Lo más interesante de la palabra chilango es su confusa etimología. Era una voz peyorativa que ahora usamos con orgullo, del mismo modo en que nos referíamos afectuosamente al DF como el Defectuoso.

      De acuerdo con Gabriel Zaid, el gentilicio chilango proviene del maya xilaan, que significa ‘desgreñado’. Se comenzó a usar en Veracruz para definir a los criminales que eran enviados a la capital para recibir proceso y posteriormente iban a dar a la cárcel de San Juan de Ulúa. Se trata, pues, de delincuentes juzgados en la ciudad que vuelven a provincia.

      Otras hipótesis asocian el nombre con un atado de chiles, alguien fuereño e incluso con un pez rojo. Lo cierto es que hoy en día muy pocos se preocupan por el sentido original del término, que no deriva de una acepción geográfica. ¿Dónde comienzan y dónde acaban los chilangos? Los nacidos en Ecatepec, Atizapán, Ciudad Satélite y otras regiones del Estado de México tienen su orgullo regional, pero no se ofenden si los asimilan a la multiplicidad de desgreñados del Valle de Anáhuac (ser regionalista en esta inmensidad disminuye las posibilidades de participación).

      Aquí sólo vale la pena lo que sucede en multitud. El capitalino no lucha por adaptarse al hacinamiento; sabe que es su única condición posible. Si encuentra una taquería con muchas mesas disponibles, sospecha que en ese sitio los tacos son de perro. Lo que no se abarrota es un fracaso. Esto explica que el aeropuerto esté lleno de una compacta masa de visitantes: el chilango sólo sabe que ya llegó si lo esperan diez parientes.

      Hace mucho que nuestras aglomeraciones dejaron de ameritar una causa. No son un fenómeno social, sino meteorológico. Esto en modo alguno implica que el habitante de Chilangópolis sea paciente. Si algo lo define es su ansia de estar en otro lado. Cada vez que voy al trópico me sorprende la forma en que camino. A las dos cuadras me descubro empapado de sudor. Sin resuello, con la mirada nublada, me pregunto: ¿por qué camino así si nadie me espera en ningún lado? Por venir de la Ciudad de México.

      La motricidad chilanga obliga a avanzar como si supieras a dónde vas. Descubres un hueco y te apresuras. Nuestras evoluciones se guían por la idea de “ruta de evacuación”. Aunque estemos en un pacífico café, bajo una frondosa buganvilia, de pronto nos desplazamos a otra mesa para que alguien (todavía invisible) no nos gane el cenicero. Se trata de un tic irrenunciable, una segunda naturaleza que nos vuelve reconocibles. En sitios de calma chicha, mostramos el frenesí de los que sólo se adaptan a la desesperación.

      Demasiados días de tráfico nos transformaron en idólatras de la velocidad. Para compensar el incesante repliegue de los lugares, creemos en las vías alternas. Las dos grandes obras de devastación en pro de la vialidad (los ejes viales y el segundo piso del Periférico) produjeron el síndrome de Magallanes. No sirvieron de mucho, pero nos hicieron creer que vale la pena tomar grandes arterias para dar rodeos. En busca de una ruta de circunnavegación, los automovilistas abandonan su camino y creen que un callejón torcido mejorará a fuerza de seguir de frente.

      El chilango asume la vialidad como una lotería. Aunque la zozobra es su estado de ánimo habitual, se consuela pensando que sólo lleva una hora de retraso. Un golpe de dados abolirá el azar: llegará tardísimo, pero cuando todavía haya gente despierta.

      El antiguo DF y sus regiones aledañas (el Gran Anexas) tienen el más intenso tráfico exploratorio del planeta. Más de cinco millones de coches emprenden su camino, no en pos de un derrotero, sino para ver si por ahí se avanza. Ni siquiera las travesías del transporte público son estables. La micro, el camión, el taxi y demás vehículos de deportación dan rodeos imprevistos en busca del milagro que tire las bardas y abra una vía al modo del mar Rojo. La búsqueda de atajos se asume con la devoción que los choferes tienen por san Cristóbal, patrono de los navegantes, o la Virgen del Tránsito (que entre nosotros debería ampliar sus facultades, resolviendo no sólo el paso al más allá, sino también el paso a desnivel).

      El chilango no es una perita en dulce, hay que reconocerlo. De poco sirve considerar que podría ser peor si pusiera en práctica todas las cosas que se le ocurren en lo que va de un sitio a otro. Sufre lo suyo, eso que ni qué. Su vida se desarrolla en un tablero sin reglas definidas. Digamos que sale a jugar Serpientes y Escaleras y encuentra puras serpientes hasta que se entera de que las escaleras se han privatizado y sólo queda una a la que se llega por rifa. Extrañamente, esto lo consuela. El chilango arquetípico tiene mal genio, pero cree en la suerte contra todos los pronósticos. Según el doctor Johnson, quien se casa por segunda vez apela al triunfo de la esperanza sobre la experiencia. Tal es la conducta básica del chilango. Los datos adversos no minan su incurable ilusión.

      Nuestro trato con la realidad es fácilmente esotérico. La mayoría de las farmacias tienen nombres de iglesias, como si los remedios fueran actos de fe, y hay quienes creen que los preservativos adquiridos en la Farmacia de Dios o en la San Pablo hacen que todo pecado sea venial.

      Incluso los desechos se someten a un sistema de creencias. Si alguien tira basura en tu calle, la única solución es poner una Virgen de Guadalupe para que la tiren en otro sitio (llegará el momento en que todas las calles estén sembradas de Vírgenes como parquímetros celestes).

      Las convicciones trascendentales incluso asoman en los sitios más pedestres. Los negocios de fotocopias suelen decorar sus paredes con plegarias para los hijos no nacidos, letanías sobre la entereza del hombre y el valor espiritual de la hierba perenne. Palinodias de amor y arrepentimiento. Tal vez porque se trata de criptas de la reproducción ajenas a los derechos de autor, los negocios de fotocopias compensan el pecado de procrear en exceso exhibiendo suficientes consignas pías para que las veamos como capillas informales.

      En este teatro de las supersticiones, los negocios no prometen honestidad ni entregan de inmediato una factura fiscal; buscan prestigiarse de otro modo, con un crucifijo protector o un banderín de la selección nacional. Al respecto, escribe Fabrizio Mejía Madrid: “La gente tiene confianza en una pollería sólo porque tiene un retrato del Papa”.

      Para convivir con el horror, memorizamos los desastres e imaginamos